La cantidad estética
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La cantidad estética

Ensayos sobre filosofía del arte

  1. 192 páginas
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La cantidad estética

Ensayos sobre filosofía del arte

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Los ensayos sobre la dicha del arte, que aquí se ofrecen por primera vez en castellano, constituyen una parte sustantiva de la obra del sociólogo y filósofo berlinés, quien reflexiona sobre las individualidades "cualitativas" de los grandes artistas (de Miguel Ángel a Rodin; de Leonardo de Vinci al impresionismo y expresionismo; de Dante y Goethe a Stefan George), así como sobre la tarea de un filosofar que vuelve a los objetos concretos del arte y sus públicos.En su certero diagnóstico de época, Simmel señala la resistencia del arte contra la acelerada fragmentación de la existencia, y el problema estético de la cantidad en la obra artística, al cual acompaña el creciente predominio de lo cuantitativo sobre lo cualitativo en la propia vida. ¿Superación por medio de la totalidad que le es propia a la obra de arte frente a la fragmentación de nuestras vidas empíricas? ¿Redención por el arte? Sí, a condición de que se acepte, junto a la vía estética, la salvación de tipo ética que con insistencia se postula a lo largo de su obra: salirse de sí hacia los otros en la búsqueda de plenitud.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417341435
Categoría
Philosophy
Parte IV
X
Del realismo en el arte69
Que la obra del arte plástico tiene su «objeto» fuera de sí, con cuyas formas y colores puede coincidir, es algo que ha dado ocasión al uso del lenguaje y del pensamiento de situar a toda obra de este ámbito ante la pregunta por su verdad natural y calificarla, según la medida de aquella concordancia, como más o menos «realista» o «naturalista». Ante la caracterización directa y decisiva que con ello se pensó haber ganado, tiene que notarse por lo pronto que hay artes que en ese sentido en absoluto permiten plantear la pregunta por su verdad natural. Pues si justamente la tendencia artística más profunda, aún más allá de todas las preguntas particulares de técnica, objeto, modo de aprehensión personal, debe ser designada por el concepto de realismo o de su opuesto, entonces sería no obstante muy notable que un arte como la música, que expresa en su lenguaje todo el mundo, o como la danza, que pertenece a las artes de la intuitividad,70 no concedieran en sí espacio para afirmar o siquiera denegar el principio del realismo. Asociaríamos con dificultad justamente ese concepto a la cuestión más esencial y más general del arte plástico, si con él no pensáramos tocar, instintivamente al menos, un problema fundamental de todo el arte propiamente dicho.
Quizá el gran viraje que ha tomado la explicación de los hechos espirituales y de su relación con los objetos exteriores desde Kant nos ayude a darle, a partir de este postulado, al realismo un contenido acertado como «concordancia con el objeto externo». Kant mismo ejemplifica ese viraje con el hecho de que Copérnico, si la rotación de la multitud estelar en torno del espectador llevara a contradicciones, lo intentaría a la inversa, dejando girar al espectador y a las estrellas en calma. Así, no son inferibles ciertos conocimientos que dominan toda experiencia a partir de los objetos, sino a partir de las formas y condiciones del espíritu cognoscente, al generarse estas experiencias como sus representaciones. Con ese viraje hacia el sujeto parece posible comprender también el concepto de realismo en su más profunda significación.
Cuando las cosas —configuraciones espaciales y colores, movimientos y destinos, lo exterior y lo interior de la vida— nos encuentran en la forma de la realidad, entonces se vinculan a ellas ciertas impresiones y secuencias de sentimiento, cuya especial tonalidad nos dice: aquí es realidad —un tono que no procede del contenido puro y de cualidades impactantes de las cosas, sino de la circunstancia de que ellas precisamente son reales—. Me parece ahora que las obras de arte son «realistas» precisamente en la medida en que las impresiones y reacciones subjetivas en general que desencadenan se asemejan a aquéllas con las que respondemos a la realidad de las cosas, no siendo de ningún modo requerida —lo que es lo esencial y decisivo— una igualdad exterior entre las cosas y la obra de arte. Más aún, la obra de arte puede conseguir el mismo éxito con medios por completo diferentes, con un contenido por completo diferente. Es sólo más próximo alcanzar esa igualdad en lo posible exacta del efecto psicológico por imitación de las cosas del mundo real, pero puede también acontecer de otro modo, por medio de rodeos y exageraciones, de símbolos y analogías. Por eso, puede actuar de modo realista efectivamente también la música, despertando las mismas representaciones y sentimientos que la inmediatez de la vida. Es muy erróneo ver un realismo de la música acaso en las imitaciones frecuentes de sonidos naturales o también en los acercamientos a ese principio, como la música descriptiva ocasionalmente lo ha buscado. Muy distante de tales ingenuidades, es capaz la música de provocar excitaciones eróticas, impulsos religiosos, serenidades y depresiones, de modo específicamente similar, con la misma impronta psicológica que la del éxito de apariciones y vivencias reales. Una danza que se da por motivos eróticos puede imitar procesos de ese ámbito con la mayor desocultación —así muy bien puede acaecer de modo tal que permite aparecer todo esto como mera imagen y aparta toda excitación sexual—. Pero una danza puede evitar por completo tal imitación inmediata y a través de una determinada rítmica, a través de una soltura y abandono de los movimientos, a través de las imponderabilidades de la disposición de ánimo emanando de ella, suscitar no obstante un estado de agitación erótico en el espectador, que, pese a toda libertad de imitación de una realidad objetiva, contiene no obstante su efecto subjetivo. Una presentación semejante puede ser calificada por lo general como naturalista o realista, y mentes sin prejuicios suelen asombrarse en casos similares cuando se les clarifica que en absoluto han visto algo «chocante». El realismo es un principio mucho más amplio que el que podría ser cubierto por la imitación exterior de los contenidos de realidad. Éste es sólo uno de los medios de los que él puede servirse y la limitación del dogma realista en el arte suele radicar en que este mero medio se traslada a fin por sí mismo. El gran estilo del naturalismo ha mostrado su riqueza y su significado siempre en que supo generar los efectos subjetivos de la impresión natural por otros medios que los de la impresión natural misma. Por cierto, parece como si el atractivo y la intensidad de significación de la obra de arte ascendiera en la misma medida en que posee lo puesto por él inmediatamente ante los ojos, una distancia y autonomía frente al objeto natural-real y no obstante sabe producir el mismo éxito psicológico que éste. Algunos retratos, por ejemplo de los grandes naturalistas franceses, nos permiten sentir toda la atmósfera corpórea del modelo; respiramos, por así decirlo, el aire de su realidad. Sin embargo, esto no es asunto de la sola intuición y no puede serlo. Nunca percibimos en los fenómenos, a cuya formación son incitados nuestros sentidos, su realidad; más aún, a los colores y formas que puede compartir indiscerniblemente la aparición con la alucinación y la simulación, de algún modo llevadas a cabo, se aproxima el pensamiento o el sentimiento: no sólo es esto precisamente un juego de colores y formas sino que es realidad —como una nueva tonalidad, en cierto modo como un nuevo estado agregado—; con la pura visibilidad del contenido, como constituye también la entera materia de la imagen, ese acento de realidad aún no está dado, sino que sólo lo suscitan los medios artísticos especiales del realismo, no en su significado objetivo (esto lo hace la figura de cera y el panorama), sino las reacciones internas ulteriores que acompañan las cualidades visibles de las cosas si el tono de realidad se basa en ellas. Podría incluso decirse que la realidad en cuanto tal es algo metafísico: los sentidos no nos la pueden dar, sino que, inversamente, es algo que le damos a los sentidos, una relación del espíritu con el enigma indecible del ser, no una propiedad especial, intuitiva, de las cosas, sino una significación que subsume todas sus propiedades. Ésta es la razón más profunda por la que el arte nada tiene a crear con la realidad en cuanto tal: porque ella es asunto de los sentidos, porque sólo puede contar y actuar con los contenidos intuibles de las cosas, pero no con lo que se añade a ella a partir de otras categorías o bien lo que la penetra metafísicamente. No porque la realidad fuera algo demasiado «bajo», no digno del arte, sino porque es algo abstracto, más allá de la superficie de las cosas; es ajena al arte, que más bien sólo une las cualidades de la realidad, sólo formas y colores a nuevas figuras.
Ahora está desde luego distante el realismo, en tanto es en verdad arte, del afán de sugerir a la consciencia la realidad de las intuiciones que presenta. Pero, por así decirlo, al omitir la realidad misma, se sitúa él pues en el engendrar de aquellos estados interiores e impulsos, sentimientos y asociaciones, que se vinculan secundariamente al ser-real de las cosas y a través de cuyas solas cualidades de contenido, a través de la configuración de su sola aparición, no es inmediatamente logrado. El atractivo acaso de alguna coloración en el mundo dado no reside, sin embargo, totalmente en el juego puramente óptico de la impresión colorista, sino que resuena —puede nombrarse inconscientemente ese resonar o bien permitirle atravesar, sin desincorporarlos, los demás atractivos del fenómeno— la suerte de que el mundo lo haya llevado a una existencia tal; no sólo somos arrebatados por el contenido de tales fenómenos, sino también por ser reales, por vivenciarlos como una realidad, al igual que nuestra propia realidad. Este sentimiento, por tanto, nos lo transmite la obra de arte naturalista; no sólo nos da las cualidades de la realidad sin la realidad misma sino también la suerte de la realidad sin la realidad. De modo similar se da con los atractivos del ámbito erótico. El naturalismo no artístico exhibe, por ejemplo, los detalles de una escena erótica, de manera que nos traslada en medio de su realidad; el más delicado desdeñará esto, buscará sacar, a través del mero temple [Stimmung], a través de la coloración y del ritmo de líneas, todos los reflejos a partir de las capas más profundas del alma, que, por cierto, se atan originariamente sólo a la realidad de la vida erótica, ahora, sin embargo, en cierto modo, quedan suspensas libremente, rodean la sola plasticidad de la configuración sin precisar aún la representación de una realidad sustancial. Del mismo modo pasa con las reacciones simpáticas o antipáticas a una aparición humana. Los rasgos de un rostro pueden gustarnos o disgustarnos en su constitución formal: pero el sentimiento específico que llamamos simpatía o antipatía no se vincula a este solo plástico-intuitivo, sino a la consciencia de que este hombre vive, que él existe como realidad y en cuanto tal actúa en nuestra propia realidad. El realismo superior puede prescindir ahora de la representación de realidad de su modelo de fotografía o de figuras de cera, del burdo efecto de la «espantosa verdad»71 y de que la imagen «parece saltar del marco»;72 pero aquellos armónicos de simpatía y antipatía, aunque ligados, según su origen y esencia, a la representación de realidad, suelen acompañar muy resueltamente, ahora bajo interrupción de ésta, la impresión del retrato realista. Un retrato de Rembrandt, por más agudamente caracterizado que sea, ocasiona justamente esos efectos en grado considerable; es como si nos forzara a contemplar íntegramente la construcción global de un ser físico-psíquico tan completamente que para aquellas reacciones de disposición de ánimo más subjetivas no resta en nosotros más espacio. Por el contrario, sentimos ante un retrato de Renoir, aún más enérgicamente ante uno de Liebermann,73 que el hombre representado nos es simpático o antipático —a clara diferencia de si frente a la imagen como obra de arte juzgamos uno o el otro sentimiento—. Es muy curioso que justamente aquella tendencia artística que alaba la más pura objetividad, la imparcialidad más falta de pasión, del tipo de los reflejos de sentimiento personales, da mucho antes ocasión e incitación que el modo de representación aparentemente mucho más subjetivo de Rembrandt. A la obra de arte realista le es precisamente propio, también allí donde no aspira de ningún modo a hacer competir sus contenidos a través de ilusión bruta con la forma de realidad; sin embargo, suscitan reacciones psicológicas secundarias que justamente sólo trazan su origen a partir de la realidad de esos contenidos. Que los artistas naturalistas piensen transcribir las cosas «como en realidad son» —mientras que sin embargo sólo escriben lo que es apropiado para las secuencias de sentimiento subjetivas de su ser real— es algo que no debe confundir en esta interpretación; sabemos, sin embargo, que incluso muchos artistas de la estilización más soberana, que están convencidos a menudo de la transformación comprobablemente más libre, de lo dado, se ocupan sólo muy fielmente de la realidad. Pues también esto ayudará a explicar aquel viraje que deriva la imagen del objeto de las leyes de intuición del sujeto: cuando el artista hace lo que ve, entonces es éste el fundamento más profundo de que ve de antemano las cosas así como puede hacerlas. En la relación del artista con las cosas son receptividad y actividad, que en otros hombres transcurren separadamente, una y la misma; su ver es inmediatamente productivo: la misma dirección de su naturaleza, que configura sus creaciones en un determinado modo, ha permitido crecer también su modo de visión. Bajo reserva por tanto de toda clase de incompletudes y mezclas de lo artístico con el modo de intuición habitual, el artista de la más fuerte individualidad y de la dirección de talento más inequívoca pensará justamente ocuparse más fielmente de la imagen de aparición cuando más resueltamente sigue su individualidad.
Tampoco ha de negarse, por t...

Índice

  1. Prefacio. Simmel como filósofo y antropólogo del arte
  2. Parte I
  3. Parte II
  4. Parte III
  5. Parte IV
  6. Bibliografía