Convivencia, ética y educación
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Convivencia, ética y educación

Audacia y esperanza

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Convivencia, ética y educación

Audacia y esperanza

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Forma parte de la competencia docente no sólo la capacidad de hacer bien aquello que se hace, sino de hacer el bien con aquello que se hace. No es un juego de palabras, es un objetivo.Pero, ¿qué entiende el autor por el bien? No es el bien exclusivamente; no es el bien del individuo, aunque también lo sea, sino que es el bien de la comunidad de la cual forma parte el individuo.Hacer que las personas se formen para ser decentes, para que rechacen aquello que disminuye la dignidad colectiva y, fundamentalmente, para que no empequeñezcan la vida; una vida abundante, que sea sencilla, sabiendo que sencillez no es miseria, no es indigencia. La sencillez es que cada persona tenga lo suficiente para una existencia digna. No es la vida con ostentación; es una vida sin carencias para todos y todas.Si una institución no actúa en dirección hacia una vida buena para todos y todas, no es una institución justa. Por eso, no basta con hacer bien las cosas. Es preciso incluir la idea de hacer el bien, ¡con audacia y esperanza! Es necesario que nosotros, educadores y educadoras, dentro de las escuelas, de las organizaciones no gubernamentales, de las entidades de apoyo, de las empresas o de la familia, tengamos ideas, y soñemos, para sustentar el mundo y a las futuras generaciones.

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Información

Año
2018
ISBN
9788427723856
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1

Educación y construcción de la integridad colectiva

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“Es necesario tener esperanza, pero tiene que ser del verbo esperanzar, porque hay gente con esperanza del verbo esperar, y, ahí, no hay esperanza, tan solo pura espera.”
Paulo Freire
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Somos un animal que no nace preparado; tenemos que ser formados. Esta formación nos puede llevar a la vida como beneficio o a la vida como maleficio, a ser una persona que es capaz de producir beneficio o a ser otra que es capaz de producir maleficio. Todos y todas somos capaces de ambas cosas. A fin de cuentas, la ética está ligada a la idea de libertad. La ética es cómo decido mi conducta. Y el término “decido” debe remarcarse porque señala cuáles son los criterios y valores que uso para conducirme en la vida colectiva.
No existe una ética individual. Si la historia de Robinson Crusoe, escrita por Daniel Defoe y publicada originalmente en 1719, no tuviese el personaje del indio Viernes, la cuestión crítica no surgiría. Tan solo existe la ética porque somos humanos. De manera hipotética, él incluso podría tratar la naturaleza como a otro, pero esa percepción es más reciente, empezó a ganar forma a partir del siglo XX. Los siglos XVIII y XIX, con la industrialización y después con la mecanización, copian la idea de la anulación de la naturaleza como otro. Era concebida como objeto y, por tanto, sujeta a la posesión. Como si fuera algo del tipo: “Si es una propiedad, puedo hacer lo que quiera”.
La idea de la ecología es una cuestión ética porque pasamos a entender la naturaleza como “otro”, no como un objeto. Otro ejemplo: la esclavitud es destruida como concepción teórica en occidente cuando se pasa a defender la idea de que cualquier otro es otro, no es una cosa. La “descosificación” es lo que va a llevarnos a esa visión. Esto es algo que se cree superado, pero que no lo está. Algunas personas miran al otro como un objeto –objeto de su interés, de su deseo, de su mando–, no como “otro”, y rompen esta percepción.
La idea, presente durante los dos últimos siglos, de entender la naturaleza como “otro” va a introducir una referencia: la ética es convivencia. La vida, por encima de todo, es convivencial. Domus, del latín, significa “casa”, versión del griego clásico ethos. En griego arcaico, casa era oikos, pero en el primer concepto era ethos, la “casa humana”, usado hasta el siglo VI a.C. como “nuestro lugar”, aquello que nos caracteriza, nuestro carácter. Lo que nos da identidad es donde vivimos, el mundo que nos rodea.
Pero la noción original de ethos no se perdió, puesto que los latinos la tradujeron a la expresión more o mor, que acabó generando para nosotros una doble concepción: una de ellas es morada; la otra, que se va a usar en latín, es el lugar donde se moraba, que era el habitus. Habitus es donde vivimos, nuestro lugar, nuestro hábitat. Cuando se dice que “el hábito no hace al monje”, se está haciendo una referencia ética. No es por usar el hábito de franciscano que alguien se va a comportar como tal. En la casa de Francisco, en la casa de Domingo, en la casa de Benito… Porque el hábito está ligado a la casa de origen.
En ese sentido, cuando se dice “quien sale a los suyos no degenera”, no es verdad. Porque la casa de origen puede ser degenerada en sus inicios. Como a mí me gusta decir: “quien sale a los suyos no regenera”. Vuelvo a lo esencial: ethos es la morada de lo humano, nuestro lugar, lo que nos da origen. ¿Cuál es mi génesis? ¿Cuál es mi gen? ¿Cuál es mi genética? ¿Cuál es mi comunidad? ¿Cuál es mi tribu? ¿Cuál es mi clan? Yo soy porque formo parte del grupo. En este sentido, la palabra ethos adquiere un sentido más abstracto. Los griegos llamaban ethos a aquello que nos da identidad. Como no nacemos preparados, seremos formados a partir de un principio básico, que es el de la libertad de elección, que podrá ser benéfica o maléfica en relación a mi comunidad.
Si la vida es el lugar donde vivimos juntos, nuestro planeta, nuestro país, nuestra ciudad, nuestra escuela son esos lugares. Son nuestra casa. En esta casa, ¿cuáles son las cosas que queremos y las que no queremos? ¿Qué es lo que consideramos saludable para que la vida no se desertice y qué consideramos enfermo, indecente, obsceno, y por tanto no aceptable?
La gran pregunta es: ¿cuáles son nuestras posibilidades para sustentar nuestra integridad? La integridad de la vida individual y colectiva. La integridad de aquello que es más importante, porque una casa, ethos, es aquella que precisa estar entera, que precisa ser preservada.
Soy una persona que quiere preservar la integridad. Así pues, mi casa tiene que ser íntegra, tiene que estar entera. Cuanto más claros sean los principios, más lucidez tendré para lidiar con los dilemas.
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No dejaré de tener dilemas, pero serán más fáciles de resolver si tengo como motivo central la integridad.
¿Cómo es una persona íntegra? Es una persona correcta, que no se desvía del camino, una persona justa, honesta. Es una persona que no tiene dos caras. ¿Cuál es la gran virtud que caracteriza a una persona íntegra? Es sincera. La palabra “sinceridad” tiene varias acepciones. Una de las más recientes tiene como fuente no comprobada cierta “etimología popular”, que tiene que ver con una práctica usada en carpintería. En el siglo XIX, cuando el carpintero erraba en el manejo del cincel en la confección de muebles (aquellos llamados coloniales), tomaba cera de abeja y la pasaba por encima para disfrazar la marca dejada en la madera. En vez de hacerlo de nuevo, fingía que el mueble estaba bien, pasando la cera de abeja. En ese contexto nació la expresión sine cera, que significa “sin cera”. Por tanto, una persona sincera es aquella que no disfraza el error, sino que lo asume.
La integridad es un fundamento ético que debe ser interiorizado y practicado. Concepción y práctica. Estos son dos polos que ayudan a comprender los conceptos de ética y de moral. Son conceptos relacionados y conectados, pero no tienen un sentido idéntico, pues, mientras la ética es el conjunto de valores y principios que orientan mi conducta en sociedad, la moral es la práctica de esos valores en las acciones cotidianas. Un ejemplo: tengo como principio ético que “lo que no es mío, no es mío”. Si me encuentro un móvil en el suelo de la clase, devolverlo a su dueño es un acto moral. El motivo para hacerlo es un principio ético.
La ética (como conjunto de principios y valores) y la moral (la práctica que se desdobla a partir de ellos) son algo a ser experimentado. Esta vivencia se da principalmente en la familia, como institución de origen y destino, y secundariamente en la escuela, como institución formal de educación. Por eso, también, pero no exclusivamente, se aprende en la escuela. Cabe observar, de paso, que la permanencia de un niño o de un joven en el ambiente escolar será siempre menor que en otros territorios, lo que exige la colaboración de las partes involucradas en la formación de niños y jóvenes.
Incluso porque el mundo intraescolar y el mundo extraescolar no son universos estancos o separados. En términos de formación, el alumno carga con lo que aprende en los ambientes que frecuenta. Toda institución social (familia, escuela, medios, empresas, iglesias, etc.) tiene una acción que es simultáneamente innovadora y conservadora; en otras palabras, conserva conductas y valores y, al mismo tiempo, es capaz de innovar actitudes y percepciones. Es exactamente este movimiento el que evita rupturas bruscas en nuestra convivencia, sin dejar de alterar dicha convivencia
En este sentido, corresponde a la colaboración entre familia y escuela desarrollar actividades que ayuden a los niños y a los jóvenes a que no se desentiendan o se eludan de los contenidos y temas a los que son expuestos. La mejor manera de hacer eso es introducir en los diálogos la “sospecha sistemática”, sin aproximarse a la paranoia o al descrédito militante. Al seguir un programa de televisión, navegar por una página de internet o leer un libro, es prioritario abrir un espacio para la duda y la reflexión; un espacio que busque los fundamentos de verdad que contienen, en lugar de contentarse con las apariencias de lo que se afirma o muestra.
Eso nos sirve también para reflexionar sobre nuestro papel en la docencia. Frecuentemente me preguntan si el profesor o la profesora debe convertirse en un mediador de los contenidos, dado que el contacto con otras fuentes de información fuera de la escuela también es bastante intenso. Acostumbro a responder a esa pregunta con otra pregunta: “¿Y cuándo no lo hemos sido? ¿Cuándo no hemos sido mediadores?” Suponer que un alumno ya llega a la escuela formado no es algo que tenga sentido. Suponer que el docente construye un puente entre aquello que el estudiante no sabe y lo que sabrá es lo que siempre ha existido en educación. La gran diferencia hoy en día es que el profesor más inteligente tiene en cuenta aquello que el alumno ya sabe, para que empiece a saber aquello que necesita saber.
Es lo que el educador Paulo Freire (1921-1997) denominaba universo vivencial del alumno, la lectura del mundo. Es un error suponer que el alumno es un vaso absolutamente vacío en el que se van colocando cosas dentro. ¿En qué momento de nuestra trayectoria no hemos hecho esta mediación? Nunca la hemos dejado de hacer. Hemos sido siempre mediadores; en todos los tiempos. Ahora se presta mayor atención a esto porque se valora la capacidad que el alumno tiene de enfrentarse a un mundo con un volumen cada vez mayor de información.
Muchos llaman la atención sobre los cambios que ocurren en el mundo. Pero eso no llega a tener un tono novedoso. Al fin y al cabo, el mundo siempre ha cambiado. La novedad es la velocidad a la que los cambios se producen en nuestro día a día. Ha habido un incremento de la velocidad en las alteraciones, lo que exige de nosotros, en el área de educación escolar, también una atención mayor a nuestra formación continuada. ¿Qué es la humildad? Es saber que no eres perfecto o perfecta. Aprecio mucho esta palabra, “perfecto”, porque, en latín, significa “hecho por completo”, “hecho por entero”, es decir, “concluido”.
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Y tan solo se forma aquel que sabe que todavía no está totalmente preparado. Para eso, es necesaria la humildad.
Y un educador sabe que no es perfecto, que no está concluido, que no está terminado. Esa es una señal de humildad que ayuda a crecer, hecho que, cuando deseamos edificar una convivencia decente, requiere de nosotros la urgencia de que nos preparemos todavía más para afrontar los desafíos éticos.
Frecuentemente, en mis intervenciones, padres y madres me preguntan: “en un mundo de alta competitividad, con fuertes disputas en el día a día, si formo a mi hijo para hacer el bien, ¿no le perjudicará? ¿Mi hijo correrá el riesgo de no tener una carrera de éxito? ¿Estará preparado para este mundo, si es alguien marcado por la bondad?”
Si imaginamos que el parámetro es el estilo del mundo en el que está, el niño será preparado para ser un canalla. Si es preparado para hacer otro mundo, tendrá que afrontar la maldad, pero no convivir con ella. Existe una diferencia entre adaptación e integración. No somos un animal de adaptación, sino de integración. Cuando alguien se adapta a una situación, es absorbido por ella. Cuando alguien se integra, pasa a formar parte de ella. Cuando se adapta, es parte, tiene una postura pasiva. Cuando se integra, forma parte, la postura es activa.
¿Preparo a mi hijo para vivir en ese mundo de competitividad, de “cada cual mira por sí, y Dios, por todos”? De ningún modo, lo preparo para no sucumbir a ese mundo. ¿Significa esto que voy a preparar a un inocente? No, voy a preparar a alguien que sea competente para saber que la convivencia decente es el horizonte que deseamos. Y, como tal, no se puede admitir que me vaya a adaptar, porque la adaptación es una deshumanización. Somos un ser de integración, mientras que otros seres tienen una relación externa. La propia idea de que me vaya a conformar, desde mi punto de vista, es negativa. No tengo que formar personas que se conformen. Tengo que preparar personas que sean capaces de vivir en ese medio, sin ser derrotadas por él. No puedo ignorarlo, no puedo suponer que las cosas están bien, o hacer como Cándido, personaje de Voltaire (1694-1778), cuyo maestro, Pangloss, en mitad de una masacre brutal, enseñaba que él vivía en el mejor de los mundos. No es para fingir que el mundo es bueno, sino para tenerlo en cuenta del modo que es, para que pueda ser reinventado.
Se puede decir incluso que eso es romántico. Una de las cosas que debemos intentar es no ser derrotados por la realidad, por aquellos que creen que no hay espacio para la magia ni para el encanto. Es preciso que la familia y la escuela estimulen la admiración de los niños y de los jóvenes en relación al bien. Jamás se puede presentar la idea de practicar el bien como sinónimo de ser tonto. Como si ser desprendido, tener una perspectiva de vida más colectiva, fuera señal de estupidez.
Ser responsable de la formación de personas es asumir con honestidad aquello que se practica. Por lo tanto, si formo para el bien, la crítica y la responsabilidad irán en esa dirección. Criticar es ser capaz de escoger lo que se acepta y lo que se rechaza. Si, en vez de formar, oculto la realidad, o finjo que no es como es, lo más que consigo formar es una persona alienada. El discurso apocalíptico es el discurso de la desistencia. El pesimista es alguien derrotado antes de que el combate empiece. Paulo Freire decía: “Es necesario tener esperanza, pero tiene que ser del verbo esperanzar, porque hay gente con esperanza del verbo esperar, y, ahí, no hay esperanza, tan solo pura espera”.
Es extremadamente triste cuando algunos padres, madres, profesores y profesoras se acobardan ante la realidad e imaginan que no hay alternativa, porque eso es contrario incluso a la capacidad humana.
Una de las primeras palabras que aprendemos a decir es “no”. S...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. El Autor
  4. Título
  5. Citación
  6. Índice
  7. INTRODUCCIÓN. Ética: una vida buena, plena, para todos y todas
  8. 1. Educación y construcción de la integridad colectiva
  9. 2. Educación y fraternidad sincera
  10. 3. Educación y posturas acomodadas
  11. 4. Educación, política y ética
  12. 5. Educación y responsabilidad
  13. 6. Educación y formación para la convivencia
  14. 7. Educación y negación de la hipocresía
  15. 8. Educación, disciplina y persistencia
  16. 9. Educación, escuela y familia
  17. 10. Educación, ética y práctica docente
  18. CONCLUSIÓN. ¡Sustentar el futuro, engrandecer la vida!
  19. Página de créditos