Los desafíos invisibles de ser madre o padre
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Los desafíos invisibles de ser madre o padre

Manual de evaluación de las competencias y la resiliencia parental

  1. 400 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Los desafíos invisibles de ser madre o padre

Manual de evaluación de las competencias y la resiliencia parental

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Índice
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Información del libro

Los buenos tratos a la infancia y las competencias parentales son parte de un mismo proceso. Estas páginas están dirigidas a describir este proceso y su corolario: cuando las historias de vida y los contextos sociales y culturales no permiten que los adultos adquieran esas competencias, existe un riesgo que reaccionen inadecuadamente con sus hijos o hijas y, en los casos más graves, produzcan los diferentes tipos de malos tratos infantiles.

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Información

Año
2010
ISBN
9788417341206
Categoría
Psicología
Categoría
Psicoterapia
PRIMERA PARTE

1. Parentalidad, buenos tratos y competencias parentales

De todas las especies mamíferas, los bebés humanos son los que nacen más inmaduros y necesitan que sus madres y sus padres se ocupen de ellos durante largos períodos. Si éstos no tienen las capacidades necesarias, sólo el cuidado de otros animales de la manada, de la tribu o de la comunidad en el caso de los humanos, puede evitar el deterioro del bebé o incluso la muerte.
Éste es, quizá, el precio que la especie humana tuvo que pagar cuando el proceso evolutivo permitió el desarrollo de la corteza cerebral, esa parte del cerebro que no tienen los otros mamíferos y que es responsable del salto cualitativo de la que se desprende la capacidad humana de representarse la realidad a través del pensamiento simbólico. Desde otro punto de vista, este proceso tiene como consecuencia un aumento considerable de la circunferencia craneana del feto. Si el desarrollo del cerebro humano se completara en el interior del útero, como pasa con los otros mamíferos, cuando terminara el período de gestación, la cabeza llegaría a alcanzar tal tamaño que el bebé humano tendría que vivir el resto de sus días en el vientre materno. Dicho de otra manera, si el parto se produjera en el momento en que el cerebro hubiera alcanzado un desarrollo que permitiera más autonomía al bebé, por ejemplo, los dos años, éste nacería con un cerebro más maduro, pero el parto sería inviable.
En resumen, nacer con un cerebro inmaduro es el precio que el bebé tiene que pagar por pertenecer a la especie humana. Es importante insistir en que es esta inmadurez la que determina la extrema dependencia de los bebés a la calidad, cantidad y permanencia de los cuidados y la protección de los adultos, en particular, de sus progenitores. Estos cuidados son totalmente necesarios para sobrevivir, crecer y desarrollarse. Desde esta perspectiva, los bebés necesitan que por lo menos un adulto, generalmente su madre, tenga las competencias para cuidarlo, estimularlo, protegerlo y educarlo. Todo esto para asegurar que se desarrolle como un niño o una niña sanos.
Un recién nacido tiene, hasta las primeras semanas de vida, capacidades muy limitadas. Puede, por ejemplo, comunicar a través del llanto sus estados internos y sus necesidades, mamar del pecho de su madre o de un biberón y responder a contados estímulos del entorno. Si este recién nacido es bien cuidado y estimulado, a los tres o seis primeros meses o al año, habrá experimentado una transformación espectacular. De ser un bebé casi inactivo pasará a ser una personita que puede comunicarse activamente, explorar con curiosidad su entorno y desplazarse a medida que pasan los meses, ganando progresivamente más autonomía. Este proceso alcanza su apogeo cuando, aproximadamente a los dieciocho meses de vida, comienza progresivamente a expresar su mundo interno y lo que observa, utilizando las palabras. A través de estas palabras, el niño o la niña entrarán en el maravilloso, pero complejo mundo de la representación simbólica, de su experiencia y de la realidad que lo rodea. Esta posibilidad emerge también gracias a los estímulos del entorno, en especial, de los padres, si tienen la competencia necesaria para reconocer a sus hijos como sujetos de comunicación y hablan con ellos regularmente. El logro de la capacidad de hablar es mucho más que el resultado de un proceso de mimetismo, es el resultado de la calidad de las interacciones entre los padres y sus hijos. Los niños y las niñas queridos y tratados como personas, a los cuales se les reconoce capacidades para comprender e interactuar, hablarán mucho antes y mejor que aquellos que no reciban afecto o consideración en relación con sus capacidades.
Al conjunto de competencias que hacen posible el «milagro» del desarrollo infantil lo denominaremos con el nombre genérico de «parentalidad». Pero para reconocer el hecho social e histórico de que han sido las madres las que la gran mayoría de las veces siguen asumiendo este trabajo, también utilizaremos el término de «marentalidad».
El desafío fundamental de la parentalidad o marentalidad es contribuir al bienestar infantil a través de la producción de buenos tratos para los hijos y las hijas. Los buenos tratos infantiles, así como los malos tratos, son una producción social (Barudy, 1998, 2000; Barudy y Dantagnan, 2005). En el caso de los buenos tratos, los diferentes niveles interactúan para favorecer el desarrollo sano de todos los niños y las niñas de una comunidad por la satisfacción de sus necesidades y el respeto de sus derechos. El bienestar infantil es, sobre todo, la consecuencia de los esfuerzos y recursos coordinados que una comunidad pone al servicio del desarrollo integral de todos sus niños y niñas. El aporte de los padres o de sus sustitutos es fundamental, pero sólo es una parte de las dinámicas que lo hacen posible. Por lo tanto, el bienestar infantil es la consecuencia del predominio de experiencias de buen trato que un niño o una niña tiene el derecho de conocer para desarrollarse sana y felizmente. El bienestar infantil es producto del buen trato que el niño recibe y éste, a su vez, es el resultado de la disposición de unas competencias parentales que permiten a los adultos responsables responder adecuadamente a sus necesidades. Para que esto pueda producirse deben existir, además, recursos comunitarios que ayuden a cubrir las necesidades de los adultos y de los niños. En nuestro modelo, el bienestar infantil es, por lo tanto, una responsabilidad del conjunto de la comunidad.
En lo que se refiere a los padres, nos interesa recalcar la relación existente entre competencias parentales y necesidades infantiles en dos niveles:
a)El desafío de la función parental implica poder satisfacer las múltiples necesidades de sus hijos (alimentación, cuidados corporales, protección, necesidades cognitivas, emocionales, socioculturales, etcétera). Pero debido a que estas necesidades son evolutivas, los padres deben poseer una plasticidad estructural que les permita adaptarse a los cambios de las necesidades de sus hijos. Es evidente que no es lo mismo atender a un bebé que a un adolescente.
b)Si los padres no poseen las competencias parentales necesarias para satisfacer las necesidades de sus hijos y, además, les hacen daño, es muy probable que los niños en el momento de la intervención presenten necesidades especiales, tanto en el nivel terapéutico como en el educativo. Cuanto más tardía e incoherente sea la intervención, mayores serán esas necesidades, lo que obliga a mejores y mayores esfuerzos de los programas de protección para proporcionar a los niños los recursos reparativos a los que tienen derecho.

PARENTALIDAD BIOLÓGICA Y PARENTALIDAD SOCIAL: LAS COMPETENCIAS PARENTALES

Como hemos mencionado, la parentalidad o marentalidad es una forma semántica de referirse a las capacidades prácticas que tienen las madres y los padres para cuidar, proteger y educar a sus hijos, y asegurarles un desarrollo suficientemente sano. Las competencias parentales forman parte de lo que hemos llamado la parentalidad social, para diferenciarla de la parentalidad biológica, es decir, de la capacidad de procrear o dar la vida a una cría. Las competencias parentales se asocian con la parentalidad social y, por lo tanto, se diferencian de la parentalidad biológica. Esto permite distinguir la existencia de madres y padres que pueden engendrar a sus hijos, pero no tuvieron la posibilidad de adquirir las competencias necesarias para asegurar una crianza adecuada, produciendo contextos de carencias múltiples, abusos y malos tratos. Con intervenciones adecuadas, estas incompetencias pueden ser compensadas por otras figuras significativas (cuidadores, padres adoptivos, padres de acogida) con capacidades para ofrecer una parentalidad social que satisfaga de una manera integral las necesidades de los niños y las niñas.
Es importante insistir en que las competencias parentales están asociadas con la parentalidad social; por ello, cuando se les evalúa y se detectan casos de padres con incompetencias severas, es legítimo, en el interés superior de los niños y las niñas, que los cuidados, la protección y la educación sea garantizada por otros adultos significativos, aun cuando no sean los progenitores de los niños. Esto no debe implicar en ningún caso la exclusión de los padres biológicos en la historia de los niños.
La mayoría de las madres y los padres, si sus contextos sociales lo permiten, pueden asumir la parentalidad social como una continuidad de la biológica, de tal manera que sus hijos son cuidados, educados y protegidos por las mismas personas que los han procreado. Sin embargo, para un grupo de niños y niñas esto no es posible, porque, si bien es cierto que sus progenitores tuvieron la capacidad biológica para copular, engendrarlos y parirlos, lamentablemente no poseen las competencias para ejercer una práctica parental suficientemente adecuada. Como consecuencia, los niños pueden sufrir diferentes tipos de malos tratos. Para evitarlo, tienen el derecho a que otros adultos les ofrezcan una parentalidad social que compense las incompetencias de sus padres biológicos, les aseguren su integridad y la estimulación necesaria para su crecimiento y desarrollo. En estos casos, no se trata de eliminar a los padres biológicos de la historia de sus hijos, sino que más bien se les reconoce y respeta como progenitores, y pueden seguir formando parte de las biografías de sus hijos e hijas.
En esta perspectiva, cuando un niño o una niña es adoptado, o bien acogido temporal o definitivamente por un miembro de la familia extensa o una de una familia ajena, o le toca crecer en un hogar, los que adoptan o acogen tienen todos ellos en común el hecho de ejercer total o parcialmente una parentalidad social. En estos casos, los niños deberán integrar en su identidad la singularidad de una doble pertenencia: a sus padres biológicos y a sus padres sociales, además de resolver los conflictos de lealtad que pudieran tener, sobre todo si son presionados por una de las dos partes.
En el marco de nuestro modelo, todos aquellos adultos que se implican en los cuidados y la educación de los niños y de las niñas en una comunidad están, incluso sin ser conscientes, ejerciendo una parte de la parentalidad social necesaria para asegurar el bienestar infantil. En África es todavía común que los adultos de una comunidad consideren que se necesita toda la tribu para criar y educar a un niño. Este postulado nos permite introducir la idea de que la parentalidad social es una tarea fundamental para los padres o los cuidadores sustitutos parentales, pero para poder cumplirla deben contar con el apoyo del conjunto de su comunidad. Por esta razón, a menudo, al referirnos a la parentalidad social, utilizamos una terminología más amplia como co-parentalidad o parentalidad comunitaria. Esto puede comprenderse más fácilmente cuando se reflexiona sobre el papel que desempeñan en la crianza de los niños los miembros de su familia extensa, los miembros significativos del vecindario, las profesoras, profesores u otros profesionales de la infancia como educadores familiares y terapeutas infantiles.

La adquisición de competencias parentales

Ser madre o padre competente es una tarea delicada y compleja, pero sobre todo es fundamental para la preservación de la especie. La «naturaleza» tiene que haber puesto todo de su parte para que la mayoría de los adultos humanos tengan o desarrollen los recursos para poder cumplirla. Las capacidades parentales se conforman a partir de la articulación de factores biológicos y hereditarios y su interacción con las experiencias vitales y el contexto sociocultural de desarrollo de los progenitores o cuidadores de un niño o una niña. Por lo tanto, la adquisición de competencias parentales es el resultado de procesos complejos en los que se entremezclan diferentes niveles:
Las posibilidades personales innatas marcadas, sin ninguna duda, por factores hereditarios.
Los procesos de aprendizaje influenciados por los momentos históricos, los contextos sociales y la cultura.
Las experiencias de buen trato o mal trato que la futura madre o futuro padre hayan conocido en sus historias personales, especialmente en su infancia y adolescencia.
Los que somos padres o madres, al reflexionar cómo hemos sido capaces de llevar adelante esta misión y obtener resultados relativamente aceptables, debemos reconocer que una gran parte de nuestra actividad parental ha estado guiada por una especie de «piloto automático». Este pilotaje corresponde a una especie de mecánica espontánea, casi inconsciente, que nos permitió responder a las necesidades fundamentales de nuestras crías, que no solamente son múltiples, sino que además son evolutivas, es decir, van cambiando a medida que los hijos crecen. Al tomar consciencia de lo complejo y difícil que es ser padre o madre, no nos queda más que inclinarnos con admiración y respeto frente a lo que nuestros propios padres nos han aportado. El haber hecho lo que pudieron con lo que tenían, permitiéndonos no solamente el existir, sino también el desenvolvernos socialmente, accediendo, entre otras cosas, a desarrollar las capacidades que nos permiten hoy día asumir nuestra misión de padres o madres de nuestros hijos. Lo señalado otorga el derecho de cualquier madre o padre, suficientemente bueno, al reconocimiento de los hijos y su exoneración por los errores, faltas o descuidos que pudieran haber cometido en el ejercicio de sus misiones.

LAS FINALIDADES DE LA PARENTALIDAD

Cualquier adulto que ejerza la parentalidad social, sea padre biológico, padre sustituto, cuidador o educador de un hogar infantil tiene que asegurar los siguientes objetivos para que esta parentalidad sea considerada competente:
1.El aporte nutritivo, de afecto, cuidados y estimulación.
2.Los aportes educativos.
3.Los aportes socializadores.
4.Los aportes protectores.
5.La promoción de la resiliencia.
1) El aporte nutritivo, de afecto, cuidados y estimulación: Esta función se refiere no sólo a una alimentación con el aporte de los nutrientes necesarios para asegurar el crecimiento y prevenir la desnutrición, sino también al aporte de experiencias sensoriales, emocionales y afectivas que permitan a los hijos, por un lado, construir lo que se conoce como un apego seguro y, por otro, percibir el mundo familiar y social como un espacio seguro. Esta experiencia, fundamento de una seguridad de base, permitirá al niño y a la niña hacer frente a los desafíos del crecimiento y a la adaptación de los diferentes cambios de su entorno. Aunque la experiencia de apego haya sido deficiente en la familia, es posible, hasta cierto punto, repararla ofreciendo una relación de calidad y de este modo contribuir no sólo a reparar el daño de esa deficiencia, sino también a posibilitar un desarrollo infantil suficientemente sano. En este sentido, es fundamental que, en ausencia de los padres biológicos, o en el caso de que éstos presenten incompetencias parentales severas, alguna persona pueda actuar como una figura parental de sustitución, proporcionando los aportes alimenticios afectivos, sociales, éticos y culturales que puedan asegurar el proceso de maduración biológica, psicológica y social de los niños. Los intercambios sensoriales, como las sensaciones emocionales entre los padres y sus bebés, incluso aquellas que resultan de la vida intrauterina (Barudy, 1993), permiten el desarrollo de una impronta adecuada. Este proceso es común con otras especies y corresponde al proceso mediante el cual una cría y su progenitor se reconocen como parte de un mismo mundo sensorial, lo que despierta emociones placenteras y seguras cuando están juntos, y desagradables y dolorosas cuando uno de los dos desaparece o daña al otro. En el caso de las crías, este proceso se transforma progresivamente en un modelo de apego con su cuidador al producirse una representación de la relación y desarrollarse modelos de conductas destinados a lograr la proximidad o la seguridad en relación con la figura de apego. El ...

Índice

  1. Cover
  2. Titel
  3. Impressum
  4. Índice
  5. Agradecimientos
  6. Prólogo
  7. Introducción
  8. PRIMERA PARTE
  9. SEGUNDA PARTE GUÍA DE EVALUACIÓN DE LAS COMPETENCIAS Y LA RESILIENCIA PARENTALES