Canallas ilustrados
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Canallas ilustrados

Enseñanzas de la Ilustración poco ortodoxa

  1. 168 páginas
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Canallas ilustrados

Enseñanzas de la Ilustración poco ortodoxa

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El Marqués de Sade, Bernard de Mandeville, Fougeret de Monbron y los personajes históricos que aparecen en esta obra representan lo que nuestra Modernidad ha señalado con dedo acusador como más allá de la razón, de lo pensable, de lo responsable. Fueron llamados estúpidos, locos o psicópatas, sin duda un poco canallas en la muy recta Ilustración, pero aun estar fuera de los márgenes con que la sana razón y el sensato realismo delimitan nuestro mundo, pueden proporcionar herramientas útiles para imaginar de diferente manera nuestro presente.Al igual que "Las señoritas de Avignon" o cualquier cuadro de Van Gogh, que inicialmente pudieron resultar infantiles, mal realizados y propios de una mala mano pictórica pero cuyo lenguaje hemos aprendido a incorporar a nuestro universo estético, con los autores que aquí se muestran podemos renovar el modo como concebimos nuestro mundo ético y político y tener elementos para imaginar críticamente otro presente.

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Información

Año
2019
ISBN
9788417835224
Categoría
Historia
PRIMERA PARTE
LOS MALVADOS
Mandeville y la cruel fábula sobre nuestra vida
Obra de Bernard Mandeville
Aunque ya había traducido alguna fábula de La Fontaine, Bernard Mandeville se dio a conocer cuando en 1705 publicó La colmena refunfuñona, o los bribones se convierten en honrados, un poema que se vendió en hojas sueltas con bastante éxito, lo cual le llevaría a ampliarlo, ya en 1714, con algunas explicaciones añadidas bajo el título de La fábula de las abejas, que sería la obra por la que cobró fama. Se repitió el éxito en ventas y en 1723 se volvió a reeditar con dos ensayos más que no decrecieron su éxito; posteriormente incorporó una carta de defensa y en las sucesivas reelaboraciones el inicial poema se fue convirtiendo en un palimpsesto que no obedecía a un diseño prefijado, sino que iba incorporando distintas defensas y aplicaciones que Mandeville hacía de su obra a la luz de las críticas y comentarios. En 1729, casi al final de la vida de Mandeville, se publica una nueva edición que además de los textos añadidos anteriormente presenta una segunda parte de La fábula en la que Mandeville incorpora algunos cambios y matizaciones a su obra inicial. Ello termina determinando el carácter de palimpsesto, de libro ni pretencioso ni sistemático (Wilde, 1898) de La fábula y algunos autores últimamente han hecho hincapié en la diferencia entre ambas partes planteando que son libros muy distintos.4 Hay que decir que hay diferencias entre ambas partes; sin ir más lejos los estilos elegidos son distintos (una fábula satírica en la primera parte y un diálogo en la segunda), pero en esencia se quiere decir lo mismo por más que cada vez se intente decir de un modo más afinado.5 Para añadir algo más de confusión, justo el año de su muerte, en 1732, se publicó The Origin of Honour and the Usefulness of Christianity in War. Este texto es una segunda parte de la segunda parte de La fábula: son los mismos personajes dialogando con un estilo parecido con lo que no es equivocado considerar a esta obra como una tercera parte de La fábula, lo cual incrementaría su calidad de palimpsesto.6
La paradoja moderna: no hay virtudes
¿A qué se debía el éxito de La fábula de las abejas? «Vicios privados, virtudes públicas» es la paradoja que articula La fábula y contra la que se enfrentan todos sus críticos. En la mayoría de las ocasiones no fue sino lo único que se leyó de la misma. La idea de Mandeville es sencilla: las sociedades comerciales de principios del siglo XVIII se mueven por el interés, por el deseo de satisfacer los deseos privados. Antes que cuestiones de benevolencia o de amor al prójimo son intereses personales los que llevan al comerciante a progresar, al banquero a crecer o a las naciones a generar riqueza. La idea de La fábula es que una sociedad de gente buena, amable y amante de los demás pudiera ser posible, pero no podría llegar al nivel de progreso y riqueza que alcanzaba el mundo que se tomaba como moderno. Como luego afirmará con crudeza Adam Smith, no es por amor al prójimo o por benevolencia que sé que el carnicero me venderá la carne que debo poner luego en la mesa. La característica de La fábula es que de un modo minucioso desarticula todos los comportamientos que habitualmente eran calificados de virtuosos y pone a las claras que tienen una finalidad egoísta. Egoísta en el sentido de que si hacen el bien a los demás no es por gusto de hacer el bien, sino por deseo de verse ensalzado ante los ojos de los demás o de incrementar el propio patrimonio (para con ello satisfacer los deseos y vicios privados). ¿Ello es así siempre, en todas las ocasiones? Mandeville va analizando meticulosamente cada aspecto de la vida en la moderna y rica sociedad comercial y contesta que sí, demostrando que cualquier llamada a la razón o a la benevolencia es una hipocresía que intenta vestir con bellos ropajes lo que no es sino el impulso más básico de la humanidad: la satisfacción inmediata de los deseos.
Ahora bien, si sólo fuéramos el intento de satisfacción de nuestros impulsos egoístas, a buen seguro que la especie humana no hubiera llegado hasta hoy. Mandeville, consciente de esa evidencia, afirma a renglón seguido que nuestros deseos se controlan a través de una serie de represiones culturales que los organizan, atemperan y socializan a fin de que puedan dar lugar a un mundo como el que traía progreso y riqueza en el siglo XVIII (y en nuestros días también). En pocas palabras: no es por amor al prójimo o por algún argumento racional por lo que no engaño a mi vecino, sino simplemente porque sé que no engañándole podré obtener mejores réditos de él, o porque la vanagloria de aparecer ante sus ojos como un hombre honrado y honesto es más placentera que el deseo inicial de engañarle. En cualquier caso, lo cierto es que la honradez aparece por puro egoísmo, sólo pensando en uno mismo. Por ello la virtud, afirma Mandeville, no existe.
De las pasiones a los intereses
Hace ya tiempo que Albert Hirschman sugirió que la moderna sociedad capitalista no hubiera podido aparecer sin un pequeño pero importante cambio semántico. A saber, el que sustituyó los términos «pasión» y «vicio» por otros menos cargados de contenido moral como los de «ventaja» e «interés» (Hirschman, 1999: 42). Aunque en su clásico Las pasiones y los intereses apenas le nombra, es Mandeville quien ejemplifica del mejor modo la necesidad de esta variación semántica que a la postre se mostró revolucionaria. La crudeza con la cual en La fábula de las abejas es descrita la nueva sociedad comercial, la sociedad capitalista que aparecía ya con toda su fuerza avanzaba la necesidad de presentar de mejor manera la apuesta por el progreso y la riqueza comercial. Es fácil ver el motivo de esta necesidad. Hoy no resulta chocante considerar que si queremos un mundo rico y próspero debemos admitir que el interés debe tener alguna parte en nuestras organizaciones sociales; de hecho, nuestro mundo realmente se ha construido buscando el modo en que los intereses se pueden domeñar a fin de que no choquen con violencia y coadyuven a construir esa riqueza que a todos nos es preciosa. A nadie le extrañaría escuchar a mis alumnas cuando se reafirman en la creencia de que el interés propio en mayor o menor medida debe ser admitido como parte de la esencia humana. Pero si en lugar de interés usamos la palabra que aún manejaba Mandeville, vicio, creo que se admitirá que las cosas resultan un poco diferentes.
«Los vicios privados generan beneficios públicos» era un lema que debía ser reformulado. La palabra vicio llevaba una tremenda carga negativa, al igual que la admisión mandevilleana de que en verdad no actuamos sino desde nuestro particular amor a nosotros mismos, desde nuestro egoísmo. Se puede recordar el mundo barroco que Mandeville se atrevió a desvelar simplemente trayendo a la memoria a La Rochefoucauld, a quien aquel leía con placer. O releyendo Gargantúa y Pantagruel, la célebre obra de Rabelais donde el vicio y el regocijo en el propio placer tiene no poco de escatológico, brutal y poco delicado. Si observamos las dos imágenes con las que muy posteriormente (y posiblemente menos brutalmente) Gustav Doré ilustró la obra de Rabelais, podemos percibir claramente qué se entendía cuando se oyó por vez primera a Mandeville. La fábula es una alabanza de las escenas de Gargantúa pues, aunque viciosas y desagradables, tienden a hacer circular la riqueza (los proveedores de vituallas, sin ir más lejos, se frotarían las manos con algo tan desagradable como la gula de Gargantúa); pero espero que se vea que una nueva sociedad no podía tomar a Mandeville sin hacerle alguna reforma. Y eso fue el cometido principal de la Ilustración escocesa.
No sólo los escoceses se plantaron frente a Gargantúa, también en el mundo francés, tal y como muestra Hirschman, se vio la necesidad de urbanizar el término «egoísmo» que parecía tan común al mundo moderno; pero es en Escocia donde de manera más evidente se hizo este cambio que pasaría a toda la Ilustración. En verdad, Mandeville marcó el campo de juego en el que jugaría toda la Ilustración escocesa, desde su progenitor, Hutcheson, hasta Hume, Smith, Millar, Steuart y también el mismo Ferguson. La primera línea que se escribió «en escocés» vino desde Irlanda con la pluma de Hutcheson en un ataque furibundo contra Mandeville y una partisana defensa del más caballeroso mundo de Shaftesbury, ahora bien, ya en la cuarta línea de tal ataque se vio la necesidad de conceder algo al primero y negárselo al segundo. La concesión era sencilla pero definitiva: de alguna manera debía de admitirse alguna dosis de interés propio, de egoísmo, si queríamos consolidar la rica sociedad de comienzo del siglo XVIII (una riqueza que, como el mismo Mandeville apuntó, no se establecía sólo en lujos de algunos pudientes, sino también en hospitales, escuelas de caridad, mejores condiciones de trabajo dentro de lo posible, etc.). Cómo hacer tal cosa sin caer en la barroca descripción de Mandeville-Rabelais fue el trabajo de los ilustrados escoceses. Su genialidad consistió en incorporar un moderado egoísmo en la composición de la virtud moral. Ello fue posible en un proceso que entendió los vicios como los necesarios intereses del individuo moral que no entorpecen (si son bien conducidos de modo que generen riqueza o bien público) al comportamiento virtuoso (Hurtado, 2006). Se debe admitir que este proceso culminó con la propuesta de Adam Smith según la cual el interés propio (la traducción que consiguieron dar a «egoísmo») no sólo ha de ser admitido en la composición de las modernas sociedades comerciales, sino que es preciso para la riqueza de la nación y para el establecimiento de la libertad.
El campo de juego que Mandeville establece
Era evidente que Mandeville había acertado en varios aspectos, que serán a partir de los que Escocia intentará pensar a fin de hacerlos más digeribles. En primer lugar, acertó en el hecho de que «no es por la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por la atención a su propio interés» (Smith, 1904: I, 2: 16): la búsqueda de beneficio propio era lo que llevaba fundamentalmente a la nueva sociedad comercial a la que nadie quería renunciar.
Querer gozar de los beneficios del mundo, y ser famosos en la guerra, y vivir con holgura, sin grandes vicios, es vana utopía en el cerebro asentada [...] la virtud sola no puede hacer que vivan las Naciones esplendorosamente; las que revivir quisieran la Edad de Oro, ha de liberarse de la honradez como de las bellotas (The Fable, Parte I, págs. 36-7 [21]).7
En segundo lugar, acertó al señalar que si la humanidad en la búsqueda egoísta de su propio beneficio no se destruye a sí misma es porque una organización política, social y moral ha conseguido anular las pasiones más dañinas convenciendo a los individuos, mediante el orgullo primero y el «apego a sí» después, de que se puede obtener más placer, amén de incrementar la riqueza social, renunciando a la inmediata satisfacción de los deseos primeros que se pudieran tener. Esto último fue la tarea que La fábula asignó al hábil político.
El hábil político
Ésta fue la primera crítica que le dirigió Butler: si sólo se actúa de modo egoísta y pasional es difícil que un egoísta actúe de modo instrumental, pues no tendrá en la mente otra idea sino la satisfacción de una pasión inmediata y no le valdrá ningún plan para mejorar la satisfacción total. De tal manera, si todo se redujera al primer deseo de autopreservación, al egoísmo que busca satisfacer las necesidades primeras, habríamos perecido en un mundo de lobos en el cual jamás hubiera sido posible establecer sociedad. Esto era algo tan evidente para Mandeville, que debió rasgarse las vestiduras ante la primera crítica a su Fábula: apenas la habían hojeado, pues ciertamente en su obra no se tarda mucho en establecer el origen de la sociabilidad humana en el momento en que el egoísmo se dio cuenta de que satisfaría mejor sus intereses si era capaz de demorar la satisfacción inicial y sustituirla por una mucho mayor, la que proporcionaba la vanidad. El mecanismo por el cual el orgullo, la adulación y la vanidad pueden conseguir esta hábil «doma» lo pone en marcha el «hábil político».
El «hábil político» es en verdad una metáfora que trata de expresar las fuerzas sociales que son capaces de contraponer pasiones contra pasiones a fin de reconducir las que serían menos provechosas para la riqueza de la nación. En este punto, Hirschman (1999: 50) ya señaló que dentro del mundo que trataba con las pasiones locas e irracionales, un mundo que según él se desarrolló hasta casi los albores del siglo XVIII, era común la idea de oponer pasiones a pasiones como el único modo de dominar la locura irracional de éstas. Su idea es que el principio de pasión compensativa había surgido en el siglo XVII a partir de la imagen sombría que entonces se tenía de la naturaleza humana y de la creencia general de que las pasiones son peligrosas y destructivas. En este sentido, la forma más elaborada de presentar tal tesis (y posiblemente también la última) fue la de La Rochefoucauld, quien no dudaba en afirmar de mil maneras que el vicio entra en la composición de las virtudes como el veneno en la de las medicinas.8 Pues bien, en el curso del siglo XVIII, tanto la naturaleza humana como las pasiones fueron ampliamente rehabilitadas y lo fueron porque poco a poco adquirieron la forma de «medicinas» indispensables para el progreso social. Éste fue el camino que tomó La fábula y con ella, posiblemente sin saberlo, Mandeville solicitó un esfuerzo para liquidar el Barroco y comenzar a ser «modernos y comerciales».
Mandeville habla del «hábil político» aunque generalmente no pone ningún ejemplo que, personificado en alguien conocido, nos pudiera orientar sobre lo que quiere decir. Más bien aparece esta idea para subrayar la importancia de la organización política (que lo es económica, social y religiosa) a la hora de socializar nuestros deseos e intereses.9 La habilidad del político reside en su capacidad para «engañar» a sus súbditos para que encuentren placer personal en una serie de deseos cuya satisfacción genera riqueza social. No es que no sean sus propios y particulares deseos, sino que la habilidad política ha sido capaz de inculcar una serie de «deseos» cuyo consumo, por decirlo así, supone más placer que el consumo de los primeros y más primitivos deseos que pudiéramos haber tenido. Siempre actuaremos de modo egoísta, pensando en nuestra satisfacción personal, pero nuestros deseos están puestos ahí merced a la argucia política, y su satisfacción, por más que sea particular, termina generando riqueza y no discusión. Podemos imaginar que el hábil político fomenta la ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Presentación. Pero ¿realmente existieron alguna vez las mujeres?
  6. Primera parte. LOS MALVADOS
  7. Segunda parte. LOCOS ARCHILOCOS
  8. Tercera parte. MUY «INGENUOS», CASI TONTOS
  9. Bibliografía