Los jóvenes y las pantallas
  1. 120 páginas
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Para la mayoría de los jóvenes, la cultura popular es el lugar desde el cual dan sentido a su identidad. A este respecto, los medios de comunicación y las nuevas tecnologías son decisivos en la configuración de las nuevas formas de sociabilidad juvenil. Asimismo, la cultura popular está fuertemente implicada en las negociaciones intergeneracionales (padres e hijos) tanto por las diferencias en las prácticas mediáticas, como por la significación que cada generación otorga a los bienes culturales. Las marcas juveniles de identidad hoy parecen claras: salir en grupo, tener una sociabilidad de "banda", divertirse, conocer lo último en música, mirar los programas de televisión que ven los demás, recibir llamadas en el teléfono móvil y navegar por Internet. Éstos son justamente los ejes que en relación con los jóvenes y las pantallas explora este libro: los consumos culturales de las nuevas generaciones, las formas de sociabilidad juvenil y el papel de la escuela ante este particular y nuevo universo cultural. Entre otros interrogantes, los autores que participan en esta obra -todos ellos reconocidos especialistas- están interesados en analizar de qué manera se apropian los jóvenes de los bienes culturales que circulan en la sociedad para conformar su propia cultura juvenil; de qué modo las pantallas definen y median la relación de los jóvenes con los otros (familia y amigos); cuáles son los contenidos que las pantallas ofrecen a estas audiencias y, finalmente, cuál es (y debería ser) la respuesta de la escuela ante esta cultura juvenil.

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Información

Año
2009
ISBN
9788497844642

1. EL CAMBIO EN LA PERCEPCIÓN DE LOS JÓVENES. SOCIALIDADES, TECNICIDADES Y SUBJETIVIDADES

Jesús Martín-Barbero
«Las imágenes de los jóvenes como perpetradores de violencia son las que, irónicamente, dieron principio a su visibilidad y las que les abrieron una forma de participación en la sociedad a través de espectaculares representaciones mediáticas y de la negociación de acuerdos de paz.»
Pilar Riaño
Escribiendo desde Colombia, no puedo soslayar lo que ese lugar de enunciación implica al haber sido el país en el que por primera vez se adoptó la palabra desechables para nombrar a los jóvenes sicarios que el narcotráfico instrumentalizó para su guerra contra el Estado colombiano. Pero también donde el primer libro dedicado al estudio de esos jóvenes colocó en su título No nacimos pa’ semilla (Salazar, 1990), la mejor réplica latinoamericana al europeo No futuro. Y en el que su joven autor, Alonso Salazar, se arriesgó por primera vez a investigar el mundo de las pandillas juveniles urbanas desde la cultura. Crítico con respecto a la reducción de la violencia juvenil a efecto de la injusticia social, la violencia política y la facilidad de dinero que ofrecía el narcotráfico, la investigación narrada de Salazar no ignoraba esas realidades, pero nos demostró que la violencia juvenil se inscribe en un contexto más ancho y de más larga duración: el del complejo y delicado tejido sociocultural del que están hechas las violencias que atraviesan por entero la vida cotidiana de la gente en Colombia y de la sociedad antioqueña en particular. Se ponía así al descubierto la complejidad y el espesor cultural de los rituales de violencia y muerte de los jóvenes, en su articulación con rituales de solidaridad y de expresividad estética, reconstruyendo el tejido desde el que esos jóvenes viven y sueñan: las memorias del ancestro paisa con su afán de lucro, su fuerte religiosidad y la retaliación familiar, pero también los imaginarios de la ciudad moderna, con sus ruidos, sus sonidos, sus velocidades y su visualidad electrónica. Salazar nos ayudó entender la densidad de sentido de la que se hallaba cargada la denominación desechables: desecho es todo aquello de lo que una sociedad se quiere deshacer porque le incomoda o le estorba, pero los jóvenes sicarios constituyen el desecho de la sociedad cuando desechable ha pasado también a nombrar la proyección sobre la vida de las personas de la rápida obsolescencia de que están hechos hoy la mayoría de los objetos que produce el mercado.
Fue así como en Colombia empezamos a comprender de qué dolorosas, y a la vez gozosas experiencias, de qué sueños, frustraciones y rebeldías, estaba hecho ese desecho social que conforman las bandas juveniles, esas que desde los barrios populares llevan la pesadilla –en las formas del sicario en moto pero también en las del rock y el rap más duros– hasta el centro de la ciudad y sus barrios más distinguidos y pudientes. La visibilidad social de los jóvenes emerge cada día más fuerte de la mano y la voz de esos nómadas urbanos que se movilizan entre el adentro y el afuera de la ciudad montados en las canciones y sonidos de los grupos de rock, o en el rap de las pandillas y los parches de los barrios de invasión. Vehículos todos ellos de una conciencia dura de la descomposición de la ciudad, de la sin salida laboral, de la presencia cotidiana de la violencia en las calles, de la exasperación y lo macabro.

1. Releyendo los referentes y significados de la condición joven

Cuando, a mediados de la década de 1980, dos adolescentes montados en una moto asesinaron al Ministro de Justicia de Colombia, yo escribí: «Fue entonces que el país pareció darse cuenta de la presencia entre nosotros de un nuevo actor social, los jóvenes, que comenzaron a ser protagonistas en titulares y editoriales de periódicos, en dramatizados y otros programas de televisión, e incluso se convirtieron en objeto de investigación» (Martín-Barbero, 1998: 22). Y así fue también cómo, a mediados de la década de 1990, me apoximé por primera vez al estudio de la significación de lo joven en el des-orden cultural que atravesábamos. Un des-ordenamiento cultural observable especialmente desde dos ángulos: el del desfase de la escuela con relación al modelo social de comunicación que habían instaurado los medios audiovisuales y las «nuevas» tecnologías, y el de la emergencia de nuevas sensibilidades en las que se encarnaban, en forma «precipitada» y desconcertante, algunos de los rasgos más fuertes del cambio de época. En ambos movimientos el protagonismo de los jóvenes era evidente, y mi lectura de ese momento hacía hincapié en ese protagonismo cultural tanto por lo que en sí mismo me parecía significar como por estrategia frente a la tendencia de la investigación social en Colombia que, hegemonizada por los violentólogos, identificaba cada vez más a los jóvenes con violencia, delincuencia y desviación criminalizando simplificadora y peligrosamente la figura de la juventud.
Aquel texto mío salió publicado algo después, en una de las primeras antologías iberoamericanas de estudios explícitamente culturales sobre juventud (la ya citada), y donde aparecieron por primera vez juntos los nombres de investigadores clave en este campo como el argentino Mario Margulis, el colombiano Alonso Salazar, los mexicanos José Antonio Pérez Islas y Rossana Reguillo o el catalán Carles Feixa.1 Hago esta cita para señalar dos quiebres aparecidos en el horizonte trazado por esa antología con el cambio de siglo. El primero es el aumento cuantitativo de la investigación social sobre jóvenes en este y en el otro lado del Atlántico –con la significación que ello adquiere ahora que la emigración latinoamericana a España ha convertido ya a la juventud emigrante en objeto de una particular estigmatización– y como puede apreciarse en las bibliografías recogidas en el estudio de la CEPAL (Hoppenhayn, 2004) y en el Informe Juventud en España (Martín Serrano, 2001). El segundo es el cambio en los modos de estudiar la juventud, de lo que hay claras muestras en la investigación de la CEPAL coordinada por Martín Hoppenhayn (2004), en los textos del número 200 de la revista Nueva Sociedad (VV.AA., 2005), dedicado a Ser jóvenes en América Latina, y en la lectura elaborada por N. García Canclini de la Segunda Encuesta Nacional de Juventud en México (2006). A lo que habría que añadir dos libros europeos de muy distinto talante: la antología de textos compilada por Ulrick Berck sobre cambios de valores en la juventud, la familia, la escuela y la política (2002), y la pionera investigación sociológica sobre las temporalidades juveniles realizada con el apoyo del CIS, el Centro español de Investigaciones Sociológicas (Larsen Díaz, 2000).
Una de las señas del cambio en los estudios de jóvenes se halla en la relativización del peso de lo cultural en el análisis de la condición joven. Relativización cuya mejor expresión se halla en la caracterización de esa condición elaborada por M. Hoppenhayn en forma de paradojas (2004: 17-21): estamos ante una juventud que goza de más acceso a la educación y la información pero de mucho menos acceso al empleo y al poder; dotada de la mayor aptitud para el cambio productivo resulta, sin embargo, la más excluida de este, con el mayor acceso al consumo simbólico pero con una fuerte restricción en el consumo material, con un gran sentido de protagonismo y autodeterminación mientras la vida de la mayoría se desenvuelve en la precariedad y la desmovilización, y por último una juventud más objeto de políticas que sujeto-actor de cambios. Ese cúmulo de tensiones, formuladas en modos muy diversos, ha conducido la investigación a trasladar su centro hacia la informalidad (García Canclini, 2006: 10) que podríamos denominar estructural por la globalidad de actividades que abarca en la sociedad actual– de unas vidas y unos comportamientos especialmente marcados por la más severa inestabilidad laboral, así como por un consumo cultural –de música, cine, vestimentas y del entretenimiento en general– realizado por vías ilegales, como el uso intensivo de la piratería, una práctica subjetiva y colectivamente legitimada como estrategia de los desposeídos para conectarse con los bienes de este mundo y en cierta medida para sobrevivir como individuos y grupos. Y de supervivencia habla también el retroceso, o en el caso de nuestros países el atascamiento, de la edad en que los jóvenes se independendizan de la familia, una familia que a su vez padece otros tipos de precariedades e informalidades que la desintegran por dentro y desde afuera: divorcios y separaciones junto al creciente desempleo, cuando no la búsqueda indefinida de empleo por parte de los cónyuges y padres. Y por otros caminos también remite a la supervivencia la informalidad de las agrupaciones juveniles –pandillas, parches, bandas, maras– que, si de un lado hallan su identificación en ligazones que provienen de estilos de vida y exclusiones sociales, de implicaciones emocionales y localizaciones nómadas, de otro lado «conectan» con las sociedades paralelas de todo tipo, desde las que la generalidad de los excluidos y desconectados por la implacable lógica de la economía neo-liberal busca sobrevivir en agrupaciones espontáneas de cuidadores de automóviles o de alquiladores callejeros de teléfonos móviles por minutos, de vendedores ambulantes o de malabaristas en los semáforos, y también de distruibuidores de drogas o de vigilancia y seguridad privadas. Estamos entonces ante juventudes cuyas sensibilidades responden, no solo pero básicamente, a alternativas de socialidad que permean tanto las actitudes políticas como las pautas morales, las prácticas culturales y los gustos estéticos.
Mirar desde ahí no significa sin embargo desvalorizar el lugar que ocupan las culturas audiovisuales y las tecnologías digitales tanto en la vida cotidiana de los jóvenes como en la configuración de imaginarios desde los que los jóvenes se ven a sí mismos y en la transformación de sus modos de estar juntos. Ya a mediados de la década de 1980, uno de los sociólogos más atentos a los cambios de fondo en España, Enrique Gil Calvo, publicó una pionera investigación sobre jóvenes (1985), que tomaba como clave la aplicación a la realidad social de la diferenciación de los tres «modos de regulación de la conducta» propuesta en términos cibernéticos por W. Ashby: los reguladores primarios, que son morales y rituales (mitologías, religiones, nacionalismos) que operan como la fuerza centrífuga que coaliga a un grupo, pero que resultan muy lentos en la modificación de conductas pues operan desde el pasado; los secundarios, que son modales y mimético-ejemplares (moda, opinión pública, comunicación masiva), que operan como fuerza centrípeta comunicando a unos grupos con otros, y que son más rápidos pues operan desde el presente; y los terciarios, que son numéricos y experimentales (ciencia, técnica y dinero), que operan conectando las ocupaciones laborales con la eficiencia de la estructura productiva, y que son los más veloces en modificar las conductas pues operan desde el futuro. Trabajando con esta tipología, Gil Calvo plantea como hipótesis que «si las conductas ocupacionales se modifican resultará profundamente alterada la estructura de los intereses y, por tanto, cambiarán por completo las relaciones entre los grupos sociales» (1985: 94). De donde infiere la doble pregunta que moviliza su investigación: ¿cómo averiguar cuál es el grupo que mejor defiende mis intereses?, que se transforma en esta otra: ¿cómo informarme de ello si aún no pertenezco a ese grupo? A lo que la investigación respondió que son los reguladores secundarios los que mejor suministran la información necesaria para articular los cambiantes intereses de hoy en día. Lo que significa que son la televisión, la publicidad, la moda, la música y los espectáculos –y no la moral tradicional que es más bien un obstáculo para el cambio, ni la razón científica o monetaria pues por su elevado costo sólo está al alcance de una pequeña elite– los que resultan ser para la inmensa mayoría la fuente de información más adecuada para «saber quién es quién» en la sociedad-mercado de la defensa de intereses, para informarse acerca de los cambios de conducta «que se llevan en esta temporada», para saber cómo varía la conducta de la gente «al compás del cambio social». La cultura audiovisual se convierte así en la única capaz de instruir a la mayoría «no sobre la naturaleza del cambio social pero sí sobre los efectos que el cambio social genera en las condiciones de vida de las personas» (Gil Calvo, 1985: 97).
En el caso particular de los jóvenes, el regulador terciario, en su figura de la enseñanza secundaria y universitaria, que podría ser determinante, es claramente incapaz de inculcar la mentalidad científica e incluso de suministrar una seria información tecnocientífica, y por lo tanto sus diplomas cada día valen menos a la hora de conseguir empleo. Con lo que, si la escuela o la academia no les sirven a los jóvenes para informarse sobre el futuro ocupacional, estos acaban resignificando este regulador transformándolo en secundario, es decir, les servirá para informarse sobre el repertorio de los grupos de referencia que por sus logros son a los que deben imitar. Y el mundo de la enseñanza/aprendizaje se verá así interiormente conectado con el mundo audiovisual y tecnológico en lo que este tiene hoy a la vez de cohesionador juvenil y de divisor social, que no solo reproduce sino que agrava las diferencias abismales entre los muy diversos modos sociales de relación con la tecnología y con su proclamada interactividad.
Pues si es verdad que, como muestra la Segunda Encuesta Mexicana de Juventud, en lo que respecta a los recursos tecnológicos el acceso es hoy menos desigual que la posesión del equipo, la brecha sigue siendo fuertísima entre los que la tecnología digital hace parte de su entorno doméstico y cotidiano y los que solo pueden acceder ocasionalmente, lo que se traduce –como afirmara Bourdieu– en la marca de clase que la posesión deja sobre el modo de relación con los dispositivos o los recursos. Lo que es asumido por Gil Calvo en toda su fuerza cuando señala que «las marcas y señales audiovisuales, como las marcas y señales académicas que trazan las instituciones de enseñanza, no solo marcan el puesto que cada joven ocupa en la estrctura social sino que contribuyen a perennizar la desigual estructura social» (1985: 100). Pero a renglón seguido se señala también la diferencia entre esos dos tipos de reguladores: mientras el campo de la enseñanza no puede seguir el ritmo de los cambios en la estructura productiva y ocupacional y por tanto traba la movilidad social, las marcas del mundo comunicativo audiovisual –mucho más cercano de la evolución productiva y ocupacional– permiten mucha mayor movilidad social. A lo que esta investigación, que empieza caracterizando a los jóvenes a partir del paro, el desempleo y la fila que hacen, añade ahora un rasgo sintomático como pocos de las peculiaridades de fondo que hoy presenta su caracterización: el papel que juega la música entre los jóvenes en cuanto organizador social del tiempo.
Podemos afirmar que ante las dos facetas que presenta la condición joven, el exceso de tiempo libre y lo largo de la «cola de espera» para encontrar trabajo, los jóvenes han hallado el modo de organizar, o mejor, de dar forma, al amorfo tiempo del ocio/sin trabajo desplegándolo rítmicamente para erradicar su aburrimiento intrínseco. Y ningún otro ritmador –dador de forma a las más diversas actividades/contenidos– que la música, pues ella misma es una organización abstracta del tiempo, y revelación de la más honda especificidad de lo estético: «la música es aquella tecnología que permite hacer diseños abstractos de temporalidad experimental […] y por ello, esos devaluados millonarios en tiempo de espera que son los jóvenes, aguardan –hacen espera– hambrientos de música» (Gil Calvo, 1985: 114-115). A contratiempo se llama el libro antes citado que investiga las temporalidades juveniles, y cuya primera parte se halla dedicada por entero a estudiar el alcance y sentidos del ritmo en sociedades arrítmicas. ¿No tendremos ahí una veta profunda para indagar por qué los jóvenes han encontrado en la música su idioma por excelencia tanto para consumir como para crear –por primera vez en la historia de Occidente–? Y, también, ¿no será la música la interfaz que les permite a los jóvenes conectarse a, y conectar entre sí, referentes culturales y dominios de prácticas y saberes que para los adultos nos resultan tan heterogénos e imposibles de juntar?

2. La relación medios/culturas/jóvenes

Pocos análisis sobre los modos en que operan los medios y las tecnologías en nuestras sociedades han logrado ir al fondo como el del sociólogo estadounidense Joshua Meyrowitz (1985), y especialmente sus trabajos sobre la televisión y los niños, ese tema crucial cuyo estudio sigue aún en buena medida prisionero del más crudo behaviorismo acerca de los efectos puntuales y asociales. Según Meyrowitz, comprender la relación de los niños con la televisión requiere, de entrada, poner en historia la emergencia de los niños como actor social. Hasta mucho más allá de la Edad Media los niños vivían junto con los adultos en el trabajo, en la taberna, hasta en la cama. Y, como se deduce de los estudios de Philip Aries (1960), la infancia emergerá como «un mundo aparte» solamente a partir del siglo X...

Índice

  1. Introducción. Los jóvenes y las pantallas: nuevas formas de sociabilidad
  2. 1. El cambio en la percepción de los jóvenes. Socialidades, tecnicidades y subjetividades
  3. 2. La relación de los jóvenes y las pantallas
  4. 3. La televisión como experiencia colectiva: un estudio de recepción
  5. 4. La pantalla para jóvenes
  6. 5. Información, acción, conocimiento y ciudadanía. La educación escolar como espacio de interrogación y de construcción de sentido