Política cultural y desacuerdo
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Política cultural y desacuerdo

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Política cultural y desacuerdo

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En Política cultural y desacuerdo, Alexandre Barbalho propone salir del terreno conocido, e incluso autocomplaciente, para experimentar la cultura como desacuerdo. La incomodidad que genera la propuesta es acorde al tamaño del desafío que debemos enfrentar en la actualidad: construir nuevas maneras de vincularnos y estar juntos/as pospandemia Covid-19. Es cierto que la cuestión relativa a la necesidad de "sacudir" el campo cultural es anterior a la situación de crisis que transitamos. Sin embargo, la coyuntura crítica actual no hace más que reforzar el mensaje: no es tiempo para una cultura "conveniente", ni práctica ni cómoda. La pregunta gira entonces –y así lo entiende el autor de esta obra– en torno al futuro y a la potencia de la cultura y las políticas culturales en la construcción de ese futuro. Porque se trata de un tiempo que aún está en disputa.

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Información

Editorial
RGC Ediciones
Año
2020
ISBN
9789874771810
1. Cultura y mercancía
La cultura ocupa un lugar estratégico en la economía contemporánea. Algunas de las denominaciones del capitalismo en su etapa actual indican el privilegio que se le otorga a la dimensión simbólica: cultural, posmoderno, informativo, creativo, inmaterial, etcétera. Este fenómeno puede percibirse en al menos dos aspectos.
El primero es el lugar de la “cultura” dentro del producto básico en la cantidad de capital generado por el mercado, ya sea local, nacional, regional o mundial. Para decirlo más claramente, se trata de los beneficios obtenidos de la comercialización de los bienes simbólicos producidos por las industrias culturales, incluidos los resultantes de las últimas tecnologías digitales, como las aplicaciones audiovisuales para los teléfonos móviles, por ejemplo.
La segunda dimensión a tener en cuenta es la del valor simbólico que se añade a los productos que inmediatamente no se considerarían “culturales” en su valor de uso, como los automóviles y los electrodomésticos, por ejemplo. Sin embargo, en la lógica del capitalismo posfordista, el objeto serial de bajo costo del fordismo da paso a productos personalizados que agregan un diferencial a su consumidor. De la misma manera que el fordismo no sólo fue una técnica productiva sino también una propuesta civilizatoria (el “americanismo”) que originó la sociedad de consumo, como indicó Gramsci (1984), también lo es el posfordismo. No se trata sólo de aplicar el modelo flexible de especialización y acumulación, sino de reinventar la sociedad de consumo, donde lo importante ya no es la comodidad que proporciona el uso de un objeto sino la marca que añade a su consumidor. Por lo tanto, hay transformaciones en el campo de la producción y del consumo (Kumar, 1997; Harvey, 1999).
Consciente de esto, Jean Baudrillard (1995a) propone que la economía política introduzca en la discusión de los valores de uso e intercambio el valor-signo, es decir, aquel que, operando en la lógica de la diferencia, permite el recurso de la distinción social.1 El recurso de la distinción social presente en las mercancías consumidas se produce tanto por el “estilo” de los objetos, antes meramente utilitarios –por lo que un refrigerador no sólo debe ser un lugar para mantener refrigerados los alimentos, sino una pieza de art decó–, como por medio del “concepto” que aparece detrás de cada producto y que se anuncia en las campañas publicitarias. En ambos procedimientos, producciones de “estilo” y de “concepto” –que, en todo caso, están profundamente imbricados–, se encuentran los profesionales de lo simbólico.
Fredric Jameson (2001) entiende esta segunda dimensión como un “movimiento de la economía hacia la cultura”: cuando la mercancía, sea lo que fuere, se consume por su factor “estético”, generando una “estetización” de la economía. Así, la producción de mercancías constituye un “fenómeno cultural” en que el producto final no puede prescindir de su imagen.
Ya a finales de los años sesenta del siglo pasado, Debord caracterizó la vida en las sociedades dentro de las “condiciones de producción modernas” como “una inmensa acumulación de espectáculos” (Debord, 1997, pág. 13). El espectáculo no es simplemente un conjunto de imágenes, como puede parecer a simple vista, sino una “relación social entre personas, mediada por imágenes” (ídem, pág. 14). El espectáculo, dice Debord, “es el momento en que la mercancía ocupó totalmente la vida social” (ídem, pág. 30, cursiva en el original).2
En línea con Debord, incluso temporalmente, aparece la reflexión sobre la sociedad de consumo de Baudrillard (1995b).3 En su libro, publicado en Francia en 1970, Baudrillard afirma que el consumo invadió “toda la vida” y que el espacio paradigmático de esta nueva etapa social es el drugstore, los nuevos centros comerciales donde las mercancías no se yuxtaponen sino que se amalgaman como signos. Incluso los centros culturales habrían sido absorbidos por estos centros comerciales.
En palabras de Jameson, la primera dimensión de la relación entre la cultura y la economía es la del “movimiento de la cultura a la economía”, materializado en lo que los norteamericanos llaman la “industria del entretenimiento”, una de las más rentables en la economía de los Estados Unidos junto con las industrias bélica y alimentaria; y en gran medida, el deseo de consumir ciertos productos de estas dos se ve muy potenciado por aquella.4
De los dos movimientos, de la cultura a la economía y de la economía a la cultura, resulta la fusión de estas dos esferas, que vuelve inoperante (si en algún momento fue operativa) la clásica división marxista de la base y la superestructura. De ahí la defensa de Jameson (1996) de que el “capitalismo tardío” y el “posmodernismo” son las dos caras de la misma moneda.
Este contexto es la base de los discursos y acciones sobre la cultura como “generadora de empleo e ingresos”. La apreciación de la perspectiva económica de la cultura ha influido cada vez más en las políticas públicas del sector, al menos desde la reanudación de la ideología liberal en el decenio de 1980. En un país como Inglaterra, uno de los principales locus de constitución del llamado “neoliberalismo” durante la era Thatcher, Jim McGuigan (1996), observa la convergencia entre el pensamiento conservador de la Nueva Derecha y el de la Socialdemocracia del Partido Laborista en relación con este tema.
Raymond Williams (2002), en un texto de 1981, comentó cómo el Consejo de las Artes, un “organismo keynesiano”, sufrió ataques tanto de la izquierda como de la derecha. Esta última criticaba la inversión financiera en el arte subversivo y obsceno. Y por su parte, los sectores progresistas criticaban al Consejo por ser elitista y antidemocrático. Esta debilidad identificada por Williams condujo, en los años siguientes, a una convergencia entre las dos corrientes políticas. La cuestión, para los ideólogos de ambas, era la redefinición del sistema de subsidios para las artes, que se restringiría a una minoría de creadores convertidos a un público minoritario.
En el caso de la política propugnada por los socialdemócratas, se buscaba la “nueva realidad” de la cultura, es decir, ahora configurada como una industria posfordista, lo que significaba invertir en las industrias culturales, en el libre mercado y en la capacidad del consumidor de elegir su estilo de vida. En la evaluación de McGuigan (1996), esto derivó en un entusiasmo por una “política cultural realista”, que en realidad no es consciente, o simula no serlo, de las luchas de poder del campo cultural.5
La perspectiva preconizada anteriormente por la izquierda laborista de estimular las artes comunitarias, como las de los diversos grupos étnicos presentes en Inglaterra procedentes de las ex colonias, y entendidas como un elemento clave de una política cultural progresiva y de la expansión social del acceso al arte, fue duramente criticada por los nuevos activistas del Partido Laborista, que proponían, en su lugar, una perspectiva comercial para el arte y la cultura subvencionados.
Hasta cierto punto, es comprensible que en la Inglaterra del nuevo milenio el discurso de la industria y la economía creativas haya recibido tanto apoyo, al punto de que en el gobierno de Blair se creó un Ministerio de Industria Creativa, fundamentado por economistas liberales de la cultura que subordinan la creatividad a la innovación y a los derechos de propiedad intelectual, y su dirección, a las demandas del mercado, aumentando los “negocios culturales” (Lopes y Santos, 2011), una iniciativa también presente en Australia, y que empieza a ganar espacio fuera del universo anglosajón, como es el caso del Brasil, que bajo la dirección de Ana de Hollanda en el Ministerio de Cultura creó la Secretaría de Economía Creativa.
Esta perspectiva cuenta incluso con el apoyo de militantes multiculturales. Para George Yúdice (2004), la economía creativa, desde la perspectiva del New Laborite, fusiona la justicia social del multiculturalismo con la lógica de la utilidad sociopolítica y económica. En otro contexto espacial y temporal, el de los Estados Unidos de los años noventa del siglo pasado, Yúdice se muestra de acuerdo con la crítica hecha en 1993 por David Rieff, un intelectual de la izquierda cultural norteamericana, de que el multiculturalismo comparte, en gran medida, la lógica del consumo.
Los multiculturalistas habrían apostado por el juego del ciudadano consumidor, en particular, por el consumo de las representaciones. Así pues, si en la transición del Estado de bienestar al neoliberal se reivindican los derechos culturales como fundamentales para una nueva dimensión de la ciudadanía, ello se debe en gran medida a la constitución de públicos consumidores específicos en los que actúan tanto el Estado como los medios de comunicación y el mercado. El resultado es que todas las causas de las décadas de 1980 y 1990, tanto de la izquierda como de la derecha, se han convertido en políticas que asumen un estilo consumible.
En cualquier caso, lo que tenemos es una estrategia política y de marketing dirigida al público consumidor de la clase media, sea cual fuere la minoría (negros, gays, hispanos, etc.). Es a esta clase a la que se le prometen privilegios de la sociedad de la cultura de consumo. Aquellos que han asimilado las imágenes, las conductas y los comportamientos normales, que de hecho no amenazan la norma del “blanco simbólico”. Se trata de una gestión y un mercado de la diversidad. En esta estrategia, los pobres no están incluidos porque, antes que nada, no tienen poder adquisitivo.
Al centrarse en la clase media, la “ideología corporativa de la diversidad” no vincula “las cuestiones de clase con las de raza o género, es decir, las categorías según las cuales se miden las minorías”. En efecto, la diversidad empresarial oculta este vínculo, con “un atractivo positivo que acompaña las tendencias hacia la oportunidad y el éxito” (Yúdice, 2004, pág. 243). A partir del debate de Foucault sobre la gubernamentalidad, Yúdice entiende que las estrategias y políticas de inclusión propugnadas por los activistas del multiculturalismo constituyen el poder de las instituciones y sus intermediarios para construir e interpretar las representaciones de las minorías.
En esta estrategia, el dispositivo desencadenado en la relación con la alteridad (la diversidad), utilizando la tipología de Eric Landowski, es en última instancia el de la asimilación. A través de él, el polo de la identidad acoge al Otro, siempre y cuando este abdique de lo que le es peculiar y se asemeje a Todo el Mundo. En otras palabras, una política de asimilación da la bienvenida a las diferentes culturas, a condición de que se asemejen gradualmente a la cultura hegemónica. La base de tal política es “la imagen de un nodo hipostasiado, que debe ser preservado a toda costa, en su integridad –o más bien, en su pureza original” (Landowski, 2002, pág. 9).
Volviendo a las reflexiones de párrafos precedentes, podríamos acordar con Daniel Mato (2007) respecto de que todas las industrias son culturales. Sin embargo, desde esta perspectiva, el concepto de “industria cultural” pierde no sólo su valor heurístico, sino también su valor crítico, tal como lo formularon inicialmente Adorno y Horkheimer en los años cuarenta del siglo pasado. En este sentido, aunque estoy de acuerdo con algunas objeciones a la formulación francfortiana, especialmente las de la economía política (Barbalho, 2008) y las de los estudios que podríamos llamar genéricamente “de recepción” y “de consumo”, que observan el papel activo de los receptores y consumidores, me parece estratégico, en tiempos de industrias creativas y movimientos de la economía a la cultura y de la cultura a la economía, volver a la crítica original de la industria cultural.
La reflexión de Adorno y Horkheimer sobre la mercantilización de la cultura aparece en la obra Dialéctica de la Ilustración, publ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Prólogo
  5. Introducción
  6. 1. Cultura y mercancía
  7. 2. Cultura y gubernamentalidad
  8. 3. Definición de la política cultural
  9. 4. Liberalismo procesal y política cultural
  10. 5. Liberalismo sustantivo y política cultural
  11. 6. Política cultural y desacuerdo
  12. Referencias bibliográficas