Vaqueros míticos
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Vaqueros míticos

Antropología comparada de los charros en España y en México

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Vaqueros míticos

Antropología comparada de los charros en España y en México

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"Los charros son tipos populares que han tenido su propia trayectoria, tanto en España, vinculados a la provincia de Salamanca, como en México, donde han llegado a ser considerados un símbolo nacional. Los estereotipos relacionados con ellos comenzaron a forjarse en el siglo xix, en el contexto de las guerras de independencia y en pleno auge de los nacionalismos liberales. No obstante, estos jinetes heroicos no surgen de la nada: son herederos de una tradición histórica y mítica que el poder político ha utilizado a lo largo de los siglos para justificarse en términos ideológicos, refiriéndose frecuentemente a la confrontación entre la civilización y lo salvaje, entre lo autóctono y la alteridad. Una de las principales virtudes de dichos relatos consiste en que consiguen generar figuras emblemáticas y heroicas que vinculan, a quienes se identifican con ellos, a una tierra y a un pasado idílico.En este libro, el análisis histórico y etnográfico se complementa con el estudio de los relatos fundacionales que preceden al origen de los Estados nacionales; mostrándonos la manera en la que el mito ha reproducido y establecido criterios de verdad, transformándose y adquiriendo nuevas formas en el presente; evidenciando las rupturas y los nuevos derroteros que han tomado dichos relatos en los actuales contextos políticos y sociales; así como exponiendo la manera en que las sociedades amerindias contemporáneas los han adaptado a sus propias lógicas culturales.El caso de los charros es propicio para pensar en términos comparativos; para contemplar que es posible derrumbar los muros que hemos levantado entre la historia y el mito; para revelar la habitual convivencia entre las diversas maneras de generar memoria, que se manifiestan en la oralidad, la escritura y la actividad ritual, entre otras. El libro describe, a partir de dichas narrativas, los múltiples rostros de los vaqueros charros, los cuales han adquirido dimensiones míticas, a la vez que ocupan un espacio importante en las historiografías nacionales."

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Información

Año
2020
ISBN
9788417835583

Tercera parte

El charro mexicano, símbolo nacional

Capítulo XIII

El ganado mayor en suelo novohispano

Como es bien sabido, los toros y los caballos no se conocieron en México hasta la llegada de los conquistadores españoles. Sin embargo, la bondad de los pastos y el clima benigno permitieron su rápido incremento, por lo que ya en 1525 fue necesario que los criadores o poseedores de ganado registraran su hierro para marcar a los animales (Álvarez del Villar, 1941, p. 31). Cristóbal de Benavente, fiscal de la Audiencia de México, en una carta dirigida al rey por en el año de 1544, menciona la rapidez con que se multiplicaban los ganados y quiénes eran sus dueños: “Los ganados de todo género y especies hay en abundancia y multiplican mucho, casi dos veces en quince meses: todas estas granjerías están en poder de ricos y de hombres que tienen indios encomendados porque con ellos se principiaron y se sustentaron y sin ellos no se pueden sustentar” (Paso y Troncoso, 1939, p. 96). Juan de Torquemada da noticias de que en la época del Virrey de Mendoza (1535-1550) los valles cercanos a la capital eran ya insuficientes, por lo que tuvieron que buscar nuevos lugares de pastoreo:
Ya en estos tiempos habían crecido, en mucho número, los ganados (así menor como vacuno) que habían traído de Castilla e islas a esta tierra; y habiéndose descubierto estas larguísimas tierras dichas, determinaron los señores de ganados, porque los sitios que tenían eran cortos y damnificaban mucho a los indios, de tomar sitios más extendidos y acomodados; y con esto se despoblaron muchas estancias de los valles de Tepepulco, Tzompanco y Toluca (donde fueron las primeras estancias de esta Nueva España, de ganado mayor, así de vacas como de yeguas); y se fueron a poblar por aquellos llanos, adonde ahora están todas las estancias de vacas que hay en la tierra, que corren más de doscientas leguas, comenzando desde el río de San Juan hasta pasar de los Zacatecas y llegar más delante de los valles que llaman de Guadiana; todas tierras chichimecas y tan largas que parece que no tienen fin (Torquemada, 1975 [1615], II, p. 364).
En un principio se estableció un régimen de pastos común generalizado, en el que los terrenos baldíos eran tierras libres y abiertas a todos, lo mismo que los rastrojos después de la cosecha. No obstante, con el tiempo, las autoridades se vieron obligadas a reconocer la ocupación más o menos estable del suelo por los primeros señores de ganados. El reconocimiento de ciertos sitios o asientos fijos destinados al ganado se denominaron “estancias”, y se concedían en forma de mercedes al comprobar la ocupación o las “compras” hechas a los indios. Dichas concesiones no otorgaban la propiedad, sino el usufructo del suelo, y eran revocables si el beneficiario se ausentaba (Chevalier, 1999 [1953], pp. 174-176). Así, los ganaderos se fueron reservando el uso exclusivo del suelo, sin ser dueños.
Para 1554 había sesenta estancias con más de ciento cincuenta mil cabezas de ganado vacuno y caballar en el valle de Toluca (Rangel, 1980 [1924], p. 11). Las dimensiones y límites de estas grandes explotaciones de ganadería extensiva no estuvieron bien definidos hasta que comenzaron a quedar demasiado cerca unas de otras, provocando discusiones entre los ganaderos. Entre 1563 y 1567 se estableció que las estancias de ganado mayor y menor “debían ser cuadrados orientados de Este a Oeste, y medir una legua por lado las primeras (3 mil pasos, o sea 5 mil varas), y 2 mil pasos o 3 333 varas las segundas, lo cual representaba más o menos 1 750 y 780 ha respectivamente” (Chevalier, 1999 [1953], p. 190). No obstante, las estancias superaban con mucho los límites establecidos. Debemos considerar que estaba prohibido cercar o adehesar las tierras, ya que los pastos eran comunes, lo cual dio lugar a que los ganados pacieran libremente entre los espacios intermedios que quedaban sin dueño, y a que las estancias se anexaran dichas tierras.
La cría de ganado a campo abierto se empleó, en muchas ocasiones, para desplazar a los indios de sus tierras y obligarlos a buscar nuevos lugares de asentamiento. Los libros de asientos de la época del virrey Luis de Velasco (1550-1564) dan cuenta de los constantes perjuicios producidos por los animales en los cultivos de los indígenas (véase Zavala, 1982, pp. 55-130). Los ganados sin vaqueros suficientes se extendían en los campos, destruyendo las milpas de los indios y forzándolos a refugiarse en las zonas montañosas. Una carta dirigida al rey por fray Francisco de Guzmán en 1551 habla de la huida de los indios, señalando que los despoblamientos dificultaban la labor evangelizadora:
En estos reinos de la Nueva España, a diez y a once leguas de la ciudad de México hay tres provincias de mucha gente y que tienen muy buenas tierras de pan, las cuales son la de Jilotepec y la de Toluca y la de Tepeapulco. Las cuales provincias y los moradores de ellas han padecido de diez y seis años a esta parte muy grande agravios, y hoy día los padecen a causa de haber puesto en sus términos muchas estancias de ganados mayores. Y a los naturales de las dichas provincias, aunque se han quejado de los agravios pidiendo justicia, pocos o ninguno de ellos la han conseguido. Yo he visto lo que a V. M. digo en la provincia de Jilotepec, pueblos perdidos y estancias despobladas por los daños que los naturales recibían y reciben en sus casas y sementeras de los ganados, y esto en grande ofensa de Dios y daño de los naturales, porque demás de dejar las casas de su morada y sus tierras que solían sembrar, los dichos naturales se han retraído a las sierras y montes a morar por temor de los daños que continuo reciben de los ganados mayores, donde no pueden ser visitados ni doctrinados en las cosas de nuestra santa fe católica como lo fuera de los religiosos en sus tierras llanas. Y por ser las estancias y ganados que en término de las dichas provincias están, de personas poderosas y ricas y de algunos oficiales de V. M., no pueden los dichos naturales alcanzar justicia de sus agravios ni que se les pague algunos de los daños que reciben (Cuevas, 1914, p. 168)
Los despoblamientos permitieron a los propietarios del ganado, españoles con poder económico y político, incorporar más tierras a sus estancias y conformar grandes latifundios. Con la huida de los indios a las zonas montañosas, los cultivos disminuyeron y el precio del maíz se incrementó considerablemente. La misma carta del fiscal Guzmán señala:
Y sepa V. M. que estas dichas tres provincias en los tiempos antes daban tan gran provisión de pan en todo el reino que solían valer a poco más de medio real la hanega del maíz; y ahora y de seis años a esta parte, a cuatro reales no se halla, a causa de no osar sembrar los naturales sus tierras porque se las comen y destruyen los ganados. Por amor de Dios suplico a V. M: se compadezca de estos sus humildes vasallos en que V. M. envíe a mandar a esta Nueva España que no haya ganados mayores ni estancias de ellos cuatro leguas en torno de donde hubiere población de indios, porque hay en término de estas dichas tres provincia, hombre que tiene diez mil cabezas de vacas y mil yeguas y otros más y otros menos, que han destruido y destruyen a muy gran cantidad de naturales, porque tienen los pueblos a media legua y a la legua cuando mucho” (ibídem, p. 169).
Las autoridades intentaron intervenir a favor de los indios y paliar el deterioro de la agricultura local, pero en pocas ocasiones tuvieron éxito. Poco podían hacer frente a los intereses de los señores de ganados. Una de las disposiciones para evitar que los animales siguieran perjudicando a los nativos consistió en trasladar los grandes rebaños a zonas menos habitadas. De manera que a partir de cuarta década del SIGLO XVI, los señores de ganados tuvieron que penetrar en los dominios chichimecas, donde descubrieron las grandes minas zacatecanas.
El régimen de pastos común también permitió que el ganado mayor se multiplicara en estado semisalvaje, con un mínimo de intervención de parte del hombre. Así, en ciertas regiones los animales se hicieron completamente cimarrones. La relación de Antonio de Ciudad Real, quien describe lo sucedido durante la visita del comisario general Fray Alonso Ponce a la Nueva España, nos habla de este fenómeno en la segunda mitad del SIGLO XVI:
[…] hay grandes pastos para ganado mayor como para menor, de lo cual traído de España así para el servicio de los hombres como para el sustento, se ha dado y multiplicado tanto, que parece que es natural de la misma tierra según están llenos los campos: dase todo como en Castilla, pero con más facilidad, por ser la tierra templada y no haber en ella lobos ni otros animales que lo destruyan como en España, y a menos costa y con menos trabajo, y es tanto lo que multiplica, que hay hombre que hierra cada año treinta mil becerros, sin otros muchos que se pierden y hacen cimarrones. Apenas hay ciudad de indios donde no haya carnicerías de vaca para los naturales mismos, en que mueren infinidad de reses, y para esto hay obligados españoles, y todo vale muy barato; de cueros de este ganado van las flotas cargadas a España, que esta mercadería y la grana es la que de ordinario va de esta a Castilla (1873, I, pp. 88-89).
El ritmo acelerado al que se reprodujeron los bovinos provocó una fuerte caída de los precios de la carne a mediados del SIGLO XVI. Los caballos también se multiplicaron con gran rapidez, por lo que en esa misma época, las monturas no costaban más que el trabajo de domarlas. Así, los mestizos más humildes y los españoles más pobres tuvieron siempre su caballo (Chevalier, 1999 [1953], pp. 179-180, p. 182). Juan Suárez de Peralta, vecino y natural de México, señalaba: “hoy hay grandísimo número de caballos, yeguas, tantas que se andan silvestres en el campo, sin dueño, que llaman cimarronas, que debe haber caballos y yeguas que se les pasan mas de veinte años, y aun se mueren de viejos sin ver hombre; y si acaso le ven luego huyen al monte con las colas levantadas y crin que parecen venados, y aun los ciervos esperan más” (apud Chevalier: 1944, p. 324). En seguida agrega que estos eran hermosos animales y de excelente calidad, como los que se tenían en las caballerizas, aunque no resultaba fácil domarlos.
Para los indios, el uso de cabalgaduras estuvo restringido. En las instrucciones que se dieron a los componentes de la Primera Audiencia, firmadas el 5 de abril de 1528, se dispuso que se promoviera la cría de caballos, “cuidando de que los mexicanos no aprendan a manejarlos” (Álvarez del Villar, 1941, p. 37). El comerciante inglés Enrique Hawks, quien vivió cinco años en la Nueva España, observó que “Los españoles mantienen a los indios en gran sujeción, no permitiéndoles tener en sus casas ni espadas, daga, ni cuchillo con punta, ni menos usar ninguna clase de armas, ni montar en caballo o mula, en ninguna especia de silla, ni beber vino” (1898 [1572], p. 149).
A pesar de la prohibición, poco a poco los indios principales obtuvieron licencias para tener cabalgaduras (véase Zavala, 1982, p. 385, p. 408, p. 423 y passim). El consentimiento para tener caballos podía restringir el uso de la silla de montar y el freno. Ejemplo de esto lo encontramos en una resolución de 1551, la cual decía: “El virrey Velasco da licencia a don Graviel, gobernador del pueblo de Guametula, para que pueda tener un yegua y hasta dos crías con ella y no más sin incurrir en pena alguna y manda que en ello no le pongan impedimento alguno […] La cual licencia le da con que no le eche freno ni silla a la yegua ni a las crianzas” (ibídem, pp. 396-397). En algunas ocasiones se autorizó a tener jaca con silla y freno: “El virrey Velasco da licencia a don Fernando, hijo de don Luis, señor de Cuylapa, para que por el tiempo que fuere la voluntad de S.M. y del virrey en su real nombre, pueda tener una haca con silla y freno sin incurrir en pena alguna, y manda que en ello ningunas justicias ni otras personas le pongan impedimento alguno y libremente se la dejen tener y andar en ella. Fecho en México, a 9 de febrero de 1552” (ibídem, p. 431). En el peñol de Xico, a través de una resolución del mismo año, se llegó a dar permiso para tener caballos de albarda para el uso común del pueblo (ibídem, p. 445). Asimismo, se otorgaron permisos para que algunos indios portaran espada (ibídem, p. 341, p. 390, p. 434).
Si bien se otorgó a los indios un buen número de licencias para montar, muchos otros no adquirieron las cabalgaduras con las autorizaciones correspondientes. Éste fue el caso de los indios chichimecas, quienes en la segunda mitad del SIGLO XVI se habían convertido en excelentes jinetes y cazaban los bovinos a flechazos. Antonio de Ciudad Real, tras describir a los chichimecas, señala: “ya (según dicen) andan muchos de ellos a caballo, y así a caballo flechan, aunque el tiro de esta manera no es tan cierto como a pie; gustan mucho de comer carne, y así destruyen el ganado vacuno (que por lo ovejuno poco se les da) y a falta de esto, comen caballo, y mulas” (1873, II, p. 137). Los indios chichimecas eran grandes salteadores de estancias y caminos, espacios que les atraían por el rico botín en ganado que ofrecían. Asimismo, debemos recordar que había mucho ganado cimarrón, del cual podían apropiarse sin que nadie lo echara de menos.
Cabe señalar que algunos indios también llegaron a tener pequeños rebaños de bovinos. Así lo observó el mismo Antonio de Ciudad Real en el valle de Pirihuan, Michoacán: “a la banda del Sur de Pirihuan está un cerro muy alto, y en la cumbre de él una laguna donde bebe el ganado vacuno que tienen los indios de aquel pueblo, lo cual está casi todo el año en lo alto, porque, demás de que allí no le falta agua, tiene siempre yerba verde en el contorno de la sierra” (ibídem, p. 133). Probablemente, el ganado lo obtenían domesticando cimarrones o comprándolo...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. Prólogo
  7. Introducción
  8. Primera parte. Héroes, toros y alteridad
  9. Segunda parte. El charro salmantino, símbolo provincial
  10. Tercera parte. El charro mexicano, símbolo nacional
  11. Cuarta parte. Los charros en ambos lados del Atlántico
  12. Conclusiones
  13. Bibliografía