Museo portátil del ingenio y el olvido
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Museo portátil del ingenio y el olvido

  1. 280 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Museo portátil del ingenio y el olvido

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Información del libro

Este museo portátil nos invita a visitar una zona poco explorada de nuestro pasado, aquella relacionada a nuestra historia científica, donde es posible recapitular episodios fascinantes con personajes llenos de ingenio, curiosidad y asombro. Aquí encontraremos boticarios conocedores de la meteorología, artistas que inventaron sus propios instrumentos y lenguajes de creación, sacerdotes con el talento de pronosticar terremotos, pioneros de la aviación con motor o ingenieros que movieron edificios enteros con todo y sus ocupantes. A través de estas páginas compartimos la injusticia del olvido, con la convicción de Bertrand Russell: "El conocimiento de hechos curiosos no solo hace menos desagradables las cosas desagradables, sino que hace más agradables las cosas agradables".

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Información

Año
2020
ISBN
9786075478494
Edición
1
Categoría
Social Sciences


Sala temporal: nosotros y la innovación
No hay que imitar a los antiguos:
hay que buscar lo mismo que ellos buscaron.
Matsuo Bashō
De memoria y olvido
¿Por qué recordamos ciertos nombres y algunos paisajes, pero nos olvidamos de otros? Ese aroma, el ritmo de una canción, la textura precisa de aquella mano. ¿Qué sucede para que una sonrisa, de entre miles de imágenes que nos sitian a diario, permanezca en nuestro recuerdo? Se sabe que, regularmente, la memoria funciona como una esponja que al primer apretujón queda vacía, lista para volver a empezar. ¿Es la memoria esa brújula que orienta nuestra existencia o vamos por ahí sobreviviendo gracias a la desmemoria? Hasta el momento, la mejor respuesta es una combinación de recuerdo y olvido. Quienes estudian el cerebro reconocen que la memoria es más vulnerable y flexible de lo que se pensó por los siglos de los siglos: los recuerdos son cambiantes, están sujetos a permanente edición y reescritura. La memoria es imposible de asir porque no se trata de un órgano, un músculo, un hueso, sino de un conjunto de estructuras neuronales capaces de fundar, narrar, recolectar, recobrar y relegar recuerdos; procesos que ocurren vertiginosamente en el cerebro, ese lugar del misterio y las paradojas geométricas. Apenas mil trescientos gramos de tejido que albergan unos cien mil millones de neuronas, capaces de establecer hasta billones de conexiones entre ellas.
La memoria se parece a la imaginación: las dos nos sitúan en un espacio y un tiempo distintos a lo que experimentamos por medio de los sentidos. Al imaginar y recordar activamos circuitos cerebrales semejantes. Esa es la razón por la que muchas de las personas con amnesia también pierden la capacidad de imaginar. Y, sin embargo, la memoria en realidad son varias memorias: aquellas experiencias que se conservan tan sólo por fracciones de segundo, las que perduran por días, o los recuerdos bien establecidos que se convierten en habilidades. Cada vez que ponemos en marcha nuestra memoria, la reconstruimos, alteramos los recuerdos mezclándolos con pensamientos y deseos actuales. Los estudiosos de la memoria han descubierto eso que los poetas siempre intuyeron: tan importante es recordar como lo es olvidar. Olvidamos para seguir recordando, nuevas experiencias sustituyen a los viejos recuerdos con una rapidez directamente proporcional a la cantidad de aprendizajes asimilados; aquello a lo que mayor importancia le asignamos es lo que mejor recordamos. El cerebro activa mecanismos para separar los recuerdos de la realidad, aunque no siempre lo consigue. La máxima virtud de la memoria es conferir un sentido de continuidad a nuestras vidas. Al mismo tiempo que descarta las experiencias prescindibles para nuestra sobrevivencia, junta en una sola narrativa las reminiscencias de nuestros días y noches, define quiénes somos: memoria y olvido.
John Berger estaba convencido de que uno de los mayores rasgos definitorios de lo humano es nuestra capacidad para recordar a los muertos, para convivir con ellos: “Yo creo que los muertos están entre nosotros. Los muertos no son abandonados. Se mantienen cerca físicamente. Son una presencia. Lo que crees estar mirando en esta larga vía al pasado se halla, en realidad, al lado de donde tú te encuentras”. A Patrick Deville le adeudamos el hallazgo de una potencial vacuna literaria contra el olvido: consintamos que unos ochenta y cuatro mil millones de seres humanos han poblado la Tierra. Si cada uno de nosotros se ocupara de escribir la vida de diez de esas personas, entonces “nadie será olvidado. Nadie sería borrado. Todo el mundo pasaría a la posteridad. Eso sería justicia”. Y es que la memoria colectiva también es uno de los componentes básicos de nuestra educación sentimental. Según Javier Ordóñez
el estudio de la historia de unos conocimientos tan importantes para nuestro presente, como lo son la ciencia y la tecnología, permite entender mejor nuestro presente, nuestro contexto, nuestra cultura y nuestras escalas de valores. La sensación de que es necesario estudiar la historia para entender el presente es alentadora porque es ese el sentido fundamental de estudiar la historia de cualquier cultura, incluyendo, por supuesto, la de la ciencia. Estudiar la memoria, el pasado, nos sirve para desbrozar y entender el presente, sobre todo si éste, aparentemente, no tiene memoria.
George Steiner aportó una evidencia de ello comparando las diferentes maneras de concebir el mundo en Europa y Estados Unidos, según cómo eligen los nombres de sus calles. Mientras que nuestros vecinos —en sus ciudades pensadas para recorrerlas necesariamente en automóvil— apuestan por una nomenclatura pragmática: 5ª, 3ª, Pino, Arce, Roble, Norte, Oeste, los europeos se decantan por recordar a sus ilustres antecesores en los nombres de sus caminos —pensados para recorrerlos inevitablemente a pie—: Victor Hugo, Descartes, Marie Curie, Galvani, y muchas veces acompañan los rótulos de las calles con una pequeña referencia a la persona en cuestión, lo que en palabras de Steiner provoca que “los hombres y mujeres urbanos habiten literalmente en cámaras de resonancia de sus logros históricos, intelectuales, artísticos y científicos”.
Rescatar a nuestros muertos del olvido, recuperar la memoria de personajes destacados por su capacidad para imaginar otras realidades poniendo en práctica el ingenio y la ciencia, innovadores de la técnica y la tecnología, podría contribuir a contagiar el virus de la creatividad entre nosotros. Porque la historia, las historias, constituyen nuestra raíz vital. Yuval Noah Harari defiende que una de las principales razones por las que el Homo sapiens aprendió a organizarse en grupos de cientos o miles de individuos, y cooperar para alcanzar objetivos comunes, fue su capacidad para imaginar historias y creer en ellas. Esas “ficciones compartidas” son la cualidad que le permitió al Homo sapiens gobernar el mundo, asegura Harari. Nos organizamos de acuerdo con las historias que nos contamos, como lo sabe Errol Morris: “La gente piensa en narrativas, en función de historias sencillas y tramas inteligibles. Los buenos y los malos, los héroes y los villanos, los pobres y los ricos”.
Este no es lugar para la ciencia
En México no olvidamos tan fácilmente a nuestros artistas: cualquiera de nosotros puede repetir el nombre de algún escritor, una pintora, un actor; de tararear una canción tradicional o corear algunas estrofas del Himno Nacional Mexicano del potosino Francisco González Bocanegra y el catalán Jaime Nunó i Roca, ejemplo de nuestra cultura. Pero de la ciencia y la tecnología entre nosotros no se habla, como si éstas no formaran parte de la cultura. Marchitos y ajenos, como si entre nosotros no hubiera germinado la imaginación científica, ni siquiera contamos con alguna coartada gloriosa que nos sirva de alivio, del tipo de aquella afamada cavilación del español Miguel de Unamuno: “Inventen, pues, ellos, y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones. Pues confío y espero que estés convencido, como yo, que la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó”. Pero desde el mismísimo parto —lacerante y prolongado— de nuestra nación se asomaba el ingenio y la innovación en un escenario propicio, cierta manera de ver el mundo que, aunque no prosperó en grandes proyectos, dio origen a sujetos prodigiosos.
Apenas iniciado el siglo XIX, el barón Alexander von Humboldt pasó por nuestro territorio y se maravilló:
El vasto reino de Nueva España, bien cultivado, produciría por sí solo todo lo que el comercio va a buscar en el resto del globo: el azúcar, la cochinilla, el cacao, el algodón, el café, el trigo, el cáñamo, el lino, la seda, los aceites y el vino […] sus excelentes maderas de construcción y la abundancia de hierro y cobre favorecerían los progresos de la navegación mexicana.
Humboldt aprovechó su viaje para reunirse con un viejo amigo, Andrés Manuel del Río, pionero de la investigación científica en lengua castellana, venido de España a este lugar del mundo hacia 1794 para cumplir una labor en principio monótona: poner en orden las colecciones del Colegio de Minas. Así, Del Río había llegado hasta la mina de Purísima del Cardonal, en el municipio de Zimapán, donde dirigió su atención hacia un material al que habían dado el mote de plomo pardo; lo trató con ácidos, sulfatos, amoniaco, puso en práctica varios experimentos, observó los níveos cristales que se formaban en su base y producían una “aurora roja”. Del Río, en fin, se asombra por el inesperado comportamiento químico de este material, hasta caer en cuenta de que se trata de un elemento que no había sido reportado anteriormente. Un descubrimiento científico mundial. Y así lo da a conocer casi de inmediato, en septiembre de 1802, bautizando este elemento como eritronio. Cuando se entera del viaje de Alexander von Humboldt a nuestro territorio —ese ingeniero de minas alemán de alta alcurnia, que había abandonado la función pública para cambiar drásticamente su vida: “Todo lo que deseo es prepararme para una larga expedición científica” había escrito en su renuncia— planea un urgente encuentro. De manera que, cuando lo cree pertinente, Andrés Manuel del Río confiesa el secreto que tanto ansía compartir con su ilustre amigo naturalista: ha hecho un descubrimiento científico de primer orden en esta zona del mundo, un nuevo metal localizado en Zimapán, y le sería muy valioso que Humboldt lo lleve a Europa para que verifiquen su autenticidad, junto con el documento elaborado por el científico mexicano donde explica sus características básicas. Al principio, Humboldt se muestra poco convencido de la novedad de aquel “plomo pardo”, dudando si acaso se trata de cromo, de uranio o de algún otro material ya conocido en Europa. Así que de vuelta en París, Humboldt cumple su promesa: entrega unas muestras del eritronio al reconocido especialista Hippolyte-Victor Collet-Descoltis, quien, casi con indiferencia —probablemente prejuiciado por la creencia de Humboldt de que el supuesto descubrimiento de su amigo Del Río no es otra cosa que cromo— lo somete a ciertas pruebas de laboratorio hasta encontrar una combinación formada mayoritariamente por, cómo no, ¡cromo!, más algo que “podría ser oxígeno” y un poco de ácido muriático, así que concluye en 1805: “los experimentos aquí descritos, para mí ofrecen suficiente información como para afirmar que esta muestra no contiene ningún nuevo metal”. Esta historia del desdén europeo hacia la ciencia americana tendrá un nuevo capítulo en 1831,...

Índice

  1. Índice
  2. Nota bene
  3. Sala temporal: nosotros y la innovación
  4. Avisos del fin del mundo
  5. La medida de las cosas
  6. Un edificio flotante
  7. Una temporada de terremotos
  8. Rayos catódicos
  9. Azotea con telescopios
  10. Krónika de la řebolusión ortográfika
  11. Colección de nombres propios
  12. Fuentes de información
  13. Agradecimientos