Filosofía política
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Filosofía política

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Filosofía política

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Los politólogos describen y explican la política; los filósofos la examinan de manera crítica y sugieren mejoramientos y, en ocasiones, rasgos sociales radicalmente diferentes. En otras palabras, los filósofos políticos proponen escenarios y sueños allí donde los científicos sociales ofrecen instantáneas de organizaciones políticas existentes.La filosofía política no es un lujo sino una necesidad, decisiva para entender la actualidad política y, sobre todo, para pensar un futuro mejor. Pero, para que preste semejante servicio, esta disciplina deberá formar parte de un sistema coherente al que también pertenezcan una teoría realista del conocimiento, una ética humanista y una visión del mundo acorde con la ciencia y la técnica contemporáneas. En este sentido, una política responsable no debería estar fundada en la ideología sino en la filosofía, especialmente en la ética, así como en la tecnología social, la cual resulta efectiva únicamente cuando está sustentada en una ciencia social seria y rigurosa.El otro eje vertebrador de Filosofía política es un análisis de la posibilidad de am-pliar la democracia del terreno político a los demás terrenos pertinentes: la ad-ministración de la riqueza, el entorno natural y la cultura.Y aquí Mario Bunge vuelve a sugerir una alternativa tanto al capitalismo en crisis como al socialismo ya fenecido y que nunca fue genuino. Esa alternativa es la democracia integral: es decir, igualdad de acceso a las riquezas naturales, igualdad de sexos y razas, igualdad de oportunidades económicas y culturales, y participación popular en la administración de los bienes comunes. Atento al rumbo de nuestro mundo, en Filosofía política Mario Bunge nos muestra su faceta de ciudadano preocupado por el devenir histórico.

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Información

Año
2013
ISBN
9788497844482
Categoría
Filosofía

1 El trasfondo filosófico: las ideas universales

La filosofía tiene mala reputación entre los científicos, quienes la consideran o bien irrelevante o bien contraria a la ciencia. En particular, la filosofía política ha sido acusada de ser oportunista—en lugar de guiarse por principios—e imprecisa, así como de estar relacionada solo vagamente con el grueso de la filosofía. Peter Laslett (1967: 370) señaló que el mencionado oportunismo «ha llevado a la fragmentación e incluso a la incoherencia en los trabajos a ella dedicados, así como a un énfasis en los argumentos intuitivos, por lo que sale muy mal parada de la comparación con otra literatura filosófica». Muchos años después, este mismo estudioso añadía una queja: los filósofos políticos hacen demasiado hincapié en la historia del pensamiento político, en desmedro de los desafíos contemporáneos (Laslett, en Skinner, 2002: 2).
Con todo, nadie puede evitar la filosofía cuando discute acerca de algo que no sea los acontecimientos cotidianos. Ante la duda, el lector puede intentar hacer politología sin utilizar las nociones de cosa y proceso, realidad y apariencia, causa y azar, persona y sociedad, comportamiento y norma, supuesto y deducción, dato y teoría, indicador y puesta a prueba, ciencia e ideología, y muchas más. Lo que se puede hacer y habitualmente se hace es usarlas sin detenerse a examinarlas. Sin embargo, la filosofía tácita es descuidada y acrítica. Para evitar estos dos defectos, hemos de analizar y sistematizar los conceptos universales. Debemos construir teorías precisas en torno a ellos. Se trata, pues, de una tarea para la buena filosofía.
Este capítulo bosqueja lo que espero sea un sistema filosófico coherente; ofrece, además, sugerencias acerca de cómo precisar algunos conceptos filosóficos clave pertinentes para el estudio de la política. Algunos de estos conceptos aparecen, si bien en su mayoría de manera implícita, en la obra del calumniado Nicolás Maquiavelo (1940). Maquiavelo no solo fundó la tecnología política moderna o arte de persuasión de las masas, sino también la teoría política moderna. De tal modo, no solo inspiró a Hitler, Stalin y los traficantes del terror, sino también a todos los teóricos políticos serios de la era moderna, desde Hobbes y Locke hasta nuestros días.
Sostengo que el éxito científico de Maquiavelo se debió en gran medida a su perspectiva filosófica moderna, aunque fuera tácita e imprecisa. En realidad, su ontología era tanto secular (a diferencia de la de sus predecesores cristianos) como dinamista (a diferencia de las de Platón y Husserl). Maquiavelo consideraba que la estructura política era una totalidad en perpetuo flujo, cuyos componentes individuales eran impulsados principalmente por sus intereses mundanos. Tenía confianza en que, por medio del estudio de los mecanismos del cambio político, sería capaz de comprenderlos y controlarlos en beneficio del soberano.
Contrariamente a Platón y Aristóteles, pero anticipando a Galileo, Maquiavelo consideraba que el cambio era la característica de la perfección, no de la imperfección. Fue, también, el primero en afirmar que la política no es solo un juego que juegan los príncipes (gobernantes), sino también un proceso que involucra masas de individuos que intentan prever las consecuencias de sus acciones. Maquiavelo fue también un realista gnoseológico. Creía en la existencia independiente del mundo externo, así como en la posibilidad de conocerlo. En pocas palabras, Maquiavelo puede considerarse una especie de materialista, así como un realista, racionalista y utilitarista. Es verdad, también creía en la magia, pero esta no tuvo ningún papel en su teoría política, del mismo modo que el Dios de Newton no aparece en sus ecuaciones de movimiento.
Abordar un problema político circunscrito como, por ejemplo, si la representación proporcional es justa y factible dentro de una única rama de una disciplina, es posible. Pero las grandes cuestiones de todo tipo, tales como la pobreza, solo pueden abordarse con el auxilio de varias disciplinas y dentro de un marco filosófico comprensivo. Ello es así porque la acción política tiene lugar en el mundo real, se planifica en vista de un cuerpo de conocimiento y de un código moral, y seguramente beneficia a algunos a la vez que perjudica a otros.
Por ejemplo, el diseño e implementación de todo programa prometedor (o amenazador) de obras públicas, salud o educación presupone una cosmovisión secular, una gnoseología realista y una teoría de la acción que sea consciente de los intereses, así como una filosofía moral consecuencialista (aunque no necesariamente utilitarista). En resumidas cuentas, sostengo que la filosofía contribuye a dar forma a la estructura política a través de la teoría y la acción políticas, tal como lo sugiere el siguiente diagrama de flujo:
FilosofíaTeoría políticaPolíticasDebate políticoDecisión políticaPlanificaciónEjecuciónEvaluaciónConsiguiente rediseño de la política o el plan
El materialista ingenuo podría objetar que se trata de una concepción idealista, porque exhibe ciertos hechos como consecuencias de ciertas ideas. Pero da la casualidad que la acción deliberada, a diferencia de la reacción irreflexiva, se lleva a cabo a la luz de ciertas ideas entrelazadas con sentimientos morales. (Toda decisión de pasar a la acción está precedida por deliberaciones, guiadas o distorsionadas por ciertos deseos arraigados en ciertos intereses, así como restringidas o alentadas por cierta moralidad.) Admitir lo anterior no supone ninguna concesión al idealismo filosófico, siempre que las ideas se consideren procesos cerebrales, no entidades existentes de manera autónoma. Por ende, todo el proceso que acabamos de bosquejar tiene lugar en el mundo real que habitan los agentes políticos.
La pertinencia de la filosofía para la investigación en ciencias políticas resulta obvia a partir del enfoque de la disciplina escogido por los autores pertenecientes a las cuatro revistas académicas estadounidenses y británicas más influyentes del área, durante el período 1997-2002 (Marsh y Savigny, 2004). Por ejemplo, el 56% de los autores publicados en el American Journal of Political Science optó por el «conductismo» [behavioralism] o respeto por los datos empíricos, en tanto que la teoría de la elección racional—caracterizada por su apriorismo—fue la elección de solo el 15% de ellos. Los datos correspondientes para el British Journal of Political Science fueron 63% y 9% respectivamente.
En este capítulo bosquejaré las disciplinas filosóficas involucradas en la filosofía política. En mi opinión, la filosofía auténtica está compuesta por las siguientes ramas:
TEÓRICA Lógica: precisión y deducibilidad Semántica: significado y verdad Ontología: ser y devenir Gnoseología: cognición y conocimiento Filosofía de la ciencia y la tecnología PRÁCTICA Metodología: pruebas Axiología: valores Ética: derechos y obligaciones Praxiología: acción Filosofía política: política
Todas las ideas clave de estas disciplinas filosóficas desempeñarán un papel en cada capítulo de este libro. Sin embargo, el lector debe recordar que, a diferencia de la matemática o la química, la filosofía es plural, en el sentido de que toda concepción filosófica pertenece a alguna escuela: racionalista o irracionalista, idealista o materialista, individualista o sistemista, entre otras.
He elegido mi propia filosofía, que he expuesto detalladamente en obras anteriores—especialmente en los ocho volúmenes de mi Tratado de filosofía (1974-1989)—, así como en tres libros de filosofía de las ciencias sociales (Bunge, 1996a, 1998a, 1999a), en mis últimos libros sobre ontología y gnoseología (Bunge, 2003a, 2006a), y en una antología acerca de mi realismo científico (Mahner, 2001). Pero sostengo que, aunque sesgada como todas las filosofías, la mía es precisa y está basada en pruebas. Las pruebas que ofrezco a favor o en contra de las hipótesis filosóficas provienen de la ciencia y la tecnología. Por ejemplo, si considero que toda cosa es mudable y, además, es un sistema o un componente de un sistema, es porque así lo hace toda ciencia propiamente dicha. En otras palabras, mi filosofía es abiertamente cientificista, vale decir centrada en la ciencia.
Esta filosofía puede resumirse como un hexágono en cuyo centro está la ciencia y cuyos lados son mis propias versiones del materialismo emergentista (contrapuesto tanto al idealismo como al reduccionismo radical), el sistemismo (como alternativa tanto frente al individualismo o atomismo como frente al holismo o estructuralismo), el dinamismo (la tesis de que, en el mundo real, todo es mudable), el realismo científico (a diferencia del realismo ingenuo, el subjetivismo y el relativismo), el humanismo (en contraposición al sobrenaturalismo y al egoísmo) y la exactitud (contrapuesta a la imprecisión y la oscuridad). Intentaré mostrar la pertinencia de cada una de estas concepciones filosóficas, tanto para las ciencias políticas como para la filosofía política. También sostendré que una filosofía sin lógica ni semántica resultará poco seria, sin ontología estará invertebrada, sin gnoseología será acéfala y si no tiene ética tampoco tendrá garras.
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Figura 1.1. Bosquejo del sistema filosófico utilizado en esta obra.

1. La lógica: racionalidad conceptual

Echemos un vistazo al razonamiento político. Lo que piensa y siente acerca de los problemas políticos y qué hacer con respecto a ellos es un cerebro. Y los cerebros pueden funcionar de manera racional y realista, o no. Estas dos condiciones, racionalidad y realismo, son bastante diferentes. Se puede discutir racionalmente acerca de los fantasmas, al estilo de los teóricos de la elección racional, cuando hacen uso de utilidades y probabilidades no definidas. O se puede respetar la realidad, pero pensar sobre ella de manera irracional, al estilo de los posmodernos, como cuando Derrida afirmó que «lo que es propio de una cultura es no ser idéntica a sí misma» (en Coles, 2002: 311).
Para argumentar correctamente acerca de algo, ya sea real o imaginario, es necesario respetar las reglas del argumento racional. Estas reglas son estudiadas por la lógica formal (o matemática), la más abstracta y, por ende, la más general y transportable de todas las ciencias. No necesitamos la lógica para crear ideas, sino para controlar su validez y para detectar peligrosos sinsentidos, tales como «socialismo autoritario», «centralismo democrático» (el mecanismo interno de los partidos comunistas), «sindicato vertical» y «guerra contra el terror».
La lógica se ocupa de conceptos, tales como el predicado «es democrático», así como de proposiciones o enunciados, tales como «Solo la democracia protege los derechos humanos». Los conceptos son designados por símbolos—palabras, por ejemplo—en tanto que las proposiciones son designadas por oraciones de un lenguaje. Dado que hay varios miles de lenguajes, el mismo concepto puede ser designado por miles de símbolos y lo mismo ocurre con las proposiciones. Solamente las proposiciones (o enunciados) pueden ser verdaderas o falsas en alguna medida. Por ejemplo, «libertad» no es verdadero ni falso, mientras que podría decirse que «La libertad debe ser conquistada o defendida» es verdadera. Con todo, la lógica se ocupa de la precisión y la validez formal—especialmente de la consecuencia lógica—, no de la verdad. En efecto, los principios y reglas de la lógica son válidos independientemente del contenido y el valor de verdad.
Paradójicamente, los supuestos lógicos y sus consecuencias son vacuos. Nada afirman en particular, razón por la cual se les llama tautologías. Sin embargo, algunos políticos adoran las tautologías, bien por ignorancia, bien porque no nos comprometen de ningún modo. Por ejemplo, el ex presidente George W. Bush declaró una vez: «Quienes entran en el país de manera ilegal, violan la ley». También inventó el eslogan «guerra contra el terror», que es una contradicción disfrazada, puesto que la propia guerra engendra los peores terrores.
La lógica no se ocupa de las oraciones que no representan proposiciones, tales como preguntas, pedidos, lamentos, órdenes y contrafácticos. Pero, desde luego, las preguntas, pedidos, lamentos y órdenes, aunque carentes de valor de verdad, son indispensables. No se puede decir lo mismo de los enunciados contrarios a los hechos, a pesar de que estén profusamente extendidos en la retórica política. Recuérdese lo que dijo el mismo político citado anteriormente: «Si no hubiéramos invadido Irak, ahora esto sería un criadero de terroristas». Contrariamente a la difundida creencia de que la persona en cuestión tiene tendencia a decir mentiras, esta oración no es ni verdadera ni falsa. Con todo, grosso modo, significa lo mismo que la oración declarativa «Atacamos Irak porque con seguridad se iba a convertir en un criadero de terroristas». A diferencia de la oración contrafáctica correspondiente, esta expresa una proposición, aunque se trate de una proposición que no es apoyada ni debilitada por ninguna prueba, por lo cual no se le puede asignar un valor de verdad. Solo sabemos que, cinco años después de haber sido invadido, Irak se ha transformado en un terreno de cría para los «terroristas», también llamados «insurgentes» o, por algunos, «patriotas». La moraleja es que los contrafácticos deben manejarse con cuidado, especialmente en cuestiones de vida o muerte.
Las más importantes de todas las reglas lógicas son la ley de no contradicción y la regla de inferencia llamada modus ponens. La primera sostiene que la afirmación conjunta de una proposición y de su negación es falsa: A y no-A es falso independientemente del contenido de A. Y el modus ponens es la regla: a partir de A y «Si A, entonces B», dedúzcase B.
Paradójicamente, las contradicciones son extremadamente fértiles, puesto que de ellas se sigue cualquier proposición. En cambio, de la conjunción de «Si A, entonces B» y B no se sigue nada. Afirmar lo contrario es incurrir en una falacia clásica. Por ejemplo, de la generalización «Los representantes que mantienen su palabra son reelegidos» y del dato «Fue reelegido» no se sigue que el susodicho haya mantenido su palabra. En realidad, todos los cuerpos de representantes están llenos de personas que han quebrantado sus promesas una y otra vez.
La lógica es, pues, la antorcha que nos ayuda a identificar los argumentos incorrectos. Pero ¿cómo justificamos las reglas lógicas? Casi nunca lo hacemos, porque todo argumento válido acerca de cualquier asunto supone las reglas de la discusión. Si se abandona la ley de no contradicción, se incurrirá en la más sencilla de todas las falacias: la contradicción, lo que equivale a perder la discusión. Y si se abandona el modus ponens, se hace imposible concluir cosa alguna a partir de cualquier conjunto de premisas, ni siquiera se puede controlar si estas engendren contradicciones. De tal modo, la lógica, la menor de las restricciones para el discurso racional, aparte de la claridad, no solo es esencial para todo discurso válido, sino que también nos mantiene a salvo de caer o bien en la nada o bien en el todo.
Esta es la razón por la que Heidegger, Jaspers, Gadamer, Arendt, Derrida, Irigaray, Vattimo y los restantes autores llamados posmodernos rechazaron la lógica: la irracionalidad les permitía poner juntas las palabras sin tener que preocuparse por su sentido, por no mencionar la coherencia y las pruebas pertinentes (véase Edwards, 2004). Y, por supuesto, el irracionalismo ayuda a los dictadores, puesto que desactiva el análisis y la crítica, además de sustituir las teorías universales por creencias tribales. Es por ello que el fascismo, en todas sus versiones, ha buscado «combatir las ideas mismas de verdad objetiva y razón universal» (Kolnai, 1938: 59).
Resulta casi imposible discutir con personas que se destacan en el uso de sandeces esotéricas e ignoran las reglas de la discusión racional. Por ejemplo, ¿cómo podría alguien discutir a favor o en contra de la esotérica aserción de Heidegger (1954: 76) de que el Ser «es Eso, él mismo»? El posmodernista Gianni Vattimo llama a este tipo de «pensamiento», que él recomienda, «pensamiento débil». Creo que merece ser llamado pseudopensamiento. El esoterismo recomendado por Leo Strauss sirve para ocultar la vacuidad o la mala intención. Con todo, volvamos al razonamiento genuino: el argumento claro y válido.
La lógica es la más general (y, en consecuencia, también la más abstracta) de todas las ciencias, porque es neutral respecto del contenido y, por ende, es transportable de un área a otra. Esta es la razón de que no pueda haber una lógica política, del mismo modo que no puede haber una lógica química. Con todo, la lógica deja fuera el razonamiento práctico: no abarca pautas de inferencia tales como la siguiente:
Si esa nación es atacada, tomará represalias.
Tomar represalias es malo.
__________________________________
Esa nación no debe ser atacada.
El anterior es un caso de razonamiento práctico. Relaciona hechos en lugar de enunciados e incluye un juicio de valor, así como un imperativo. Volveremos al razonamiento práctico en el Capítulo 8, Sección 2. Por el momento, baste advertir que el discurso político honesto contiene argumentos tanto prácticos como lógicos.
La discusión racional no es privativa de la vida académica: también es una característica de la democracia. En efecto, la contienda política y la administración del bien común suponen debates racionales acerca de medios y fines, incluso para la invención y ejecución de campañas políticas simplificadoras, tales como el llamamiento nazi a la «sangre y tierra». Pero, desde luego, la discusión racional, aunque necesaria, nunca es suficiente. Únicamente los racionalistas ingenuos podrían creer que los conflictos políticos se pueden resolver exclusivamente por medio de la discusión racional: la racionalidad debe guiar la disputa política, aunque solo sea para minimizar los daños, pero no puede reemplazar la contienda. Lamentablemente, los intereses con el respaldo de la fuerza pueden aplastar incluso al más convincente de los ar...

Índice

  1. Prefacio
  2. Prólogo del autor a la edición española ¿Para qué sirve la Filosofía política?
  3. Agradecimientos
  4. Introducción
  5. 1. El trasfondo filosófico: las ideas universales
  6. 2. El ciudadano y la organización política: diversidad y unidad
  7. 3. Valores y moralidad: individuales y sociales
  8. 4. La ideología: cuestiones e ideales
  9. 5. Contienda y negociación
  10. 6. Gobernanza pública
  11. 7. Insumos científicos de la política
  12. 8. Insumos tecnológicos de la política
  13. 9. Visión: la democracia integral
  14. Bibliografía