Acerca de la dificultad de vivir juntos
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Acerca de la dificultad de vivir juntos

La prioridad de la política sobre la historia

  1. 96 páginas
  2. Spanish
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Acerca de la dificultad de vivir juntos

La prioridad de la política sobre la historia

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Información del libro

El presente texto examina las principales concepciones de la memoria presentes, de manera tácita o explícita, en el imaginario colectivo de las gentes de hoy. El autor intenta mostrar en qué medida, tras muchas de las sonoras apelaciones a recuperar el pasado, a salvaguardar los recuerdos, etc., se encuentran supuestos de carácter abiertamente ideológico.En todo caso, como el propio autor ha señalado en múltiples ocasiones, la memoria no sólo no debe ser considerada como un fin en sí misma sino que, por el contrario, debe poder encontrar su articulación específica con el orden de los proyectos y de los fines. De esto se trata en el último tramo del texto, en el que se intenta plantear la cuestión del nexo que debe existir entre un discurso acerca de la historia y la actividad política en cuanto tal, nexo cuyo signo no se oculta ni se escamotea en modo alguno: viene anunciado en el subtítulo mismo del libro.

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Información

Año
2007
ISBN
9788497844277
Categoría
Social Sciences
Categoría
Sociology

IILargo impasse para una discusión específica: el problema del trauma

Pero probablemente el debate más interesante desde el punto de vista teórico sea el que relaciona este cuarto grupo con determinadas categorías, decididamente problemáticas. Por plantearlo de manera vertical: la concepción de la memoria como algo vinculado al duelo mantendría un nexo teórico fuerte con la idea de trauma, idea que, como es sabido, ha dado lugar a una ingente bibliografía y que, sobre todo, ha abierto un universo de problemas que, sin duda alguna, están lejos de haber quedado resueltos. Aunque me he referido al trauma en otro lugar,13 allí –por razones de exposición– no hacía mención a determinados planteamientos, ciertamente sugestivos, que en relación con este asunto se han formulado y a los que valdrá la pena aludir en lo que sigue. Pienso muy en especial en los del filósofo de la historia norteamericano Dominick LaCapra,14 quien, a lo largo de su obra, ha tematizado la cuestión del trauma de una manera específica, llamando la atención sobre dimensiones poco atendidas no ya sólo de la categoría, sino también de su uso doctrinal y social. Parece claro que el auge de los planteamientos traumatizantes tiene que ver con el auge paralelo o previo de toda una serie de discursos de la victimización (a los que empezamos a hacer referencia al comentar el segundo grupo). En tales planteamientos el trauma constituiría el equivalente al momento fundacional –originario, constituyente– de una comunidad, sector de la población o incluso pueblo. Dicho momento cumpliría la función de definirlos por completo, instituyendo los rasgos básicos de su identidad colectiva, en algún caso hasta agotarlos.
La operación resulta cuestionable desde varios puntos de vista. La objeción más reiterada es la que censura lo que dicha operación tiene de proyección retroactiva de criterios éticos sobre quienes padecieron el presunto trauma, eximiéndoles de cualquier responsabilidad o culpa. La sobrevenida condición de víctimas termina funcionando –a base de sustanciar en un episodio el entero signo de su existencia– a modo de elemento exculpatorio que no sólo redime y absuelve de cualquier posible imputación de cualquier otro signo, sino que transforma a tales víctimas en una particular modalidad de inocentes absolutos.
Puesto que es probable que muchos lectores tengan el asunto en la cabeza, valdrá la pena explicitarlo abiertamente: la obscena utilización que algunos sectores políticos (pienso, como es fácil de suponer, en la derecha española) han hecho de este asunto ha tenido, cuanto menos, la virtud de mostrar de manera descarnada algunas dimensiones menos visibles de determinadas argumentaciones o parte de la lógica profunda de muchos discursos, como se prefiera decirlo. Y lo que ha salido a la superficie es algo que, aunque sea de manera desigual, debiera incomodar a casi todos. Porque, en realidad, ningún sector ideológico parece estar en condiciones de arrojar a la cabeza del otro la noble causa de la memoria, precisamente porque, cuando se utiliza así (esto es, como arma arrojadiza), pierde toda su posible nobleza. Podrían buscarse ejemplos más o menos dramáticos para ilustrar lo que se pretende sostener. De los menos dramáticos formarían parte los debates que han tenido lugar en España a propósito de la presencia en espacios públicos de los monumentos heredados del régimen anterior (por ejemplo, las estatuas ecuestres con la figura del dictador). Paradójicamente, la derecha, siempre tan recelosa con la historia, se ha servido del argumento (cínico en mi opinión) de que forman parte de nuestro pasado y, por tanto, de nuestra memoria para defender que permanecieran en su sitio, mientras que la izquierda ha tendido a ser partidaria de retirarlas y por tanto, en cierto sentido, de su olvido público. Claro que sin dificultad las posiciones se han invertido, y en el momento en que la izquierda en el poder ha propuesto una Ley de la Memoria Histórica,15 la derecha de aquí (utilizando, por cierto, la misma argumentación de la que se sirve la derecha en muchos países latinoamericanos cuando se encuentra en trances similares)16 se ha apresurado a enfatizar que no hay que reabrir las heridas del pasado y que lo importante es el futuro y una vida buena en común. Heridas del pasado que, por supuesto, ha reabierto sin ningún escrúpulo cada vez que le ha convenido para sus intereses políticos inmediatos, de la misma forma que muchos de los que defendían, por presuntamente progresista, la memoria histórica eran luego partidarios, en nombre del mismo progresismo, de ponerla en sordina en otros lugares (dejando para más adelante la elaboración de lo que denominaban un mapa del dolor)17 si de esta forma se allanaba el camino para sus particulares objetivos a corto y medio plazo.
No se trata de un vaivén casual o falto de sentido, explicable únicamente en función de la volubilidad de las coyunturas. Tanta mudanza, tanta variación en la defensa y/o abandono de una misma instancia (la memoria) constituye un indicador significativo de algo. En realidad, a mi entender resulta significativo de varias cosas. Señalaré a continuación una –la más directamente conectada con lo que ahora se está planteando–, dejando para más adelante el resto. En el fondo, lo que acostumbra a operar tras la cambiante (según la situación y el momento) reivindicación de la memoria es el empeño por determinar qué trauma es el efectivamente importante, qué doloroso momento del pasado es el de veras fundante de nuestro presente. La elección no tiene nada de banal o irrelevante: aquel sufrimiento colectivo determina la forma de nuestra realidad porque, sin explicitarlo de manera abierta, lleva a cabo a través de su permanente evocación un desplazamiento de primera magnitud. Se trata del desplazamiento desde la idea de ausencia a la de pérdida,18 mecanismo –distorsionador, en el fondo, de la verdadera naturaleza del acontecimiento histórico– muy frecuente en ciertas formas de abordar el problema del trauma y que explica buena parte de la rentabilidad que la apelación al mismo ofrece a los individuos. Tras el mencionado desplazamiento, los damnificados –reales o simbólicos– por un determinado trauma quedan legitimados para orientar su acción en la dirección de recuperar aquello que alguna vez les resultó arrebatado, aquello que injustamente perdieron.19
Esta legitimación con carácter retroactivo (cuya expresión político-discursiva puede considerarse, según quedó anunciado, una específica variante del victimismo) termina generando unos efectos devastadores sobre el presente en tanto que presente. Quiere decirse que en un cierto sentido lo que ahora hay, lo que ahora sucede, aquello respecto de lo cual nos es dado tomar alguna decisión, queda en la práctica despojado de todo valor, en la medida en que lo realmente existente pasa a ser considerado un efecto epigonal de aquel potente fogonazo de dolor –el trauma en cuestión– en cuya estela aún vivimos instalados, cuyas heridas se da por descontado que aún permanecen abiertas o, en el mejor de los casos, cuya repetición es la mayor amenaza que pende sobre nosotros.20
Alguien podría pensar que, de alguna manera, tanto da a este respecto que aquel traumático momento fundacional venga cargado de sentido o no, que responda a alguna elaborada estrategia (antropomorfizando el Mal como si de un personaje se tratara) o, por el contrario, constituya una perfecta apoteosis de irracionalidad.21 Es cierto que, como bien ha señalado LaCapra, las narrativas del Mal han adoptado ambas formas. Como lo es que, desde el punto de vista que acabamos de comentar, en cualquiera de los casos la posición de los sujetos actuales –y actuantes– es una posición derivada, subalterna, en relación con aquel momento del pasado al que se le concede una definida prioridad ontológica. Pero el hecho de que haya un ámbito en el que ambas opciones resultan indiferentes en modo alguno agota el problema. O, por decirlo mejor, de inclinarse por una narrativa o por otra se siguen importantes consecuencias de signo muy diverso. Dejaré de lado ahora la opción desracionalizadora del trauma22 para centrarme en aquella otra que no renuncia a su comprensión.
El hecho de interpretar el trauma como el resultado de una planificación, de un designio o de un cálculo23 da lugar a específicos problemas de orden epistemológico (no exentos de una dimensión práctica, por supuesto). Aquella desmesura, aquel exceso de experiencia subsumido bajo el rótulo trauma, requiere de instrumentos adecuados de aprehensión, no homologables a aquellos otros de los que nos servimos para dar cuenta de las situaciones normales. Autores tan eminentes como Paul Ricoeur, Hayden White, Giorgio Agamben o Jacques Derrida se han referido, desde diversas perspectivas, a este asunto. En términos generales se puede afirmar que todos ellos coinciden en que, por más que la naturaleza traumática de ciertos acontecimientos tienda a bloquear la comprensión, en modo alguno ello justifica la renuncia a intentar explicarlos. Si acaso, nos obliga a acomodar dicha explicación a su particular objeto.
La coincidencia, claro está, deja amplísimo margen a la discrepancia. Resulta obvio que no basta con proponerse la comprensión del objeto para alcanzarla. Hay vías que, paradójicamente, terminan desembocando en lugares de todo punto indeseables. O lo que viene a ser lo mismo: defender la necesidad de acabar con el vacío representacional generado alrededor de determinados traumas no equivale a aceptar que éste pueda ser rellenado de cualquier manera. Sin pretender reconstruir ahora aquí una discusión extremadamente compleja, al menos un par de indicaciones sumarias respecto a la manera más adecuada de afrontar el conocimiento de una realidad a la que suponemos cargada de sentido pueden plantearse. En primer lugar, proponer categorías procedentes de la esfera estética –pienso en ese sublime negativo de origen kantiano del que hace uso Agamben en alguno de sus libros–24 como figuras de saber histórico susceptibles de ser aplicadas a un trauma particular –Auschwitz, pongamos por caso– implica empezar a deslizarse hacia concepciones criptoteológicas o metafísicas, inútiles por su propia naturaleza para analizar concretos acontecimientos históricos.
Conviene reparar en el prefijo cripto, que pretende llamar la atención sobre la condición oculta o enmascarada de determinados supuestos. Condición que puede incluso simultanearse con una apariencia discursiva de signo opuesto. Es lo que a mi entender ocurre cuando el propio Agamben plantea esas otras afirmaciones, según las cuales el mundo moderno admite ser representado bajo la figura de un inmenso campo de concentración.25 Parece claro que la supuesta descripción corre el peligro, en su hipérbole, de terminar propiciando aquello que declaraba rechazar, a saber, la ininteligibilidad de ese mismo mundo. Sabemos desde hace mucho –como poco desde Hegel– que existe un tipo de afirmaciones, de pretensión hiperuniversalizadora, las cuales terminan por resultar perfectamente inútiles desde el punto de vista gnoseológico. En breve: aquello que todo lo explica, nada explica en realidad. Probablemente en muchos momentos del pasado reciente la operación de presentar determinados traumas o episodios como la quintae...

Índice

  1. Nota previa
  2. A modo de preámbulo
  3. I. La memoria se dice de muchas maneras
  4. II. Largo impasse para una discusión específica: el problema del trauma
  5. III. De regreso a la lista: no hay quinto malo (¿o sí?)
  6. IV. La prioridad de la política sobre la historia
  7. Apéndice. Apoteosis de la sinrazón (Auschwitz, crimen perfecto)