La historia o la lectura del tiempo
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La historia o la lectura del tiempo

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La historia o la lectura del tiempo

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Desde los años setenta y las obras de Paul Veyne, Hayde White y Michel de Certeau, los historiadores han discutido dos cuestiones esenciales: por un lado, la tensión entre la forma retórica y narrativa de la historia, compartida con la ficción, y su estatuto de conocimiento comprobado; por el otro, la relación entre el lugar social donde la historia como saber se produce (ahora la universidad, anteriormente la ciudad antigua, el monasterio, las cortes, las academias) y sus temas, técnicas y retórica. Recordando y desplazando estas cuestiones clásicas, este ensayo hace hincapié en tres problemas más recientes: 1) La competencia para la representación del pasado entre historia, literatura y memoria; 2) Las posibilidades y efectos de la comunicación y de la publicación electrónicas sobre la investigación y la escritura históricas; 3) La construcción de la relación entre las experiencias del tiempo y la construcción del relato histórico.

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Información

Año
2007
ISBN
9788497844260

De lo social a lo cultural

En estos últimos años, tal como demuestran las numerosas obras que se esfuerzan por delimitar los objetos y los métodos,31 la historia cultural se ha vuelto uno de los ámbitos más vigorosos y debatidos del ámbito histórico. Trazar sus límites no es empresa fácil. ¿Se debe hacer a partir de los objetos y las prácticas cuyo estudio sería lo propio de esta historia? Existe un gran riesgo de no poder trazar una frontera segura y clara entre la historia cultural y otras historias: la historia de las ideas, la historia de la literatura, la historia del arte, la historia de la educación, la historia de los medios de comunicación, la historia de las ciencias, etcétera. ¿Debemos por ello cambiar de perspectiva y considerar que toda historia, la que sea, económica o social, demográfica o política, es cultural, en la medida en que todos los gestos, todas las conductas, todos los fenómenos objetivamente mensurables siempre son el resultado de las significaciones que los individuos atribuyen a las cosas, a las palabras y a las acciones? Desde esa perspectiva, fundamentalmente antropológica, el riesgo es el de una definición imperialista de la categoría que, al identificarla con la historia misma, conduce a su disolución.
Esta dificultad halla su razón fundamental en las múltiples acepciones del término «cultura». Pueden distribuirse esquemáticamente entre dos familias de significados: la que designa las obras y los gestos que, en una sociedad dada, se sustraen a las urgencias de lo cotidiano y se someten a un juicio estético o intelectual; o la que apunta a las prácticas ordinarias a través de las cuales una sociedad o un individuo viven y reflexionan sobre su relación con el mundo, con los demás o con ellos mismos.
El primer orden de significados conduce a construir la historia de los textos, de las obras y de las prácticas culturales como una historia de dimensión doble. Es lo que propone Carl Schorske: «El historiador intenta ubicar e interpretar el artefacto temporalmente en un campo donde se intersectan dos líneas. Una línea es vertical, o diacrónica, y a través de ella establece la relación de un texto o sistema de pensamiento con expresiones previas en la misma rama de actividad cultural (pintura, política, etcétera). La otra es horizontal, o sincrónica, y a través deella evalúa la relación del contenido del objeto intelectual con lo que aparece en otras ramas o aspectos de una cultura al mismo tiempo».32 De modo que se trata de pensar cada producción cultural a la vez en la historia del género, de la disciplina o del campo donde se inscribe y en sus relaciones con las otras creaciones estéticas o intelectuales y las otras prácticas que le son contemporáneas.
La segunda familia de definiciones de la cultura se apoya en la acepción que la antropología simbólica da de la noción –y en particular Clifford Geertz–: «El concepto de cultura que sostengo […] denota un patrón históricamente transmitido de significados expresados en símbolos, un sistema de concepciones heredadas expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento sobre la vida y sus actividades hacia ésta».33 Así pues, la totalidad de los lenguajes y las acciones simbólicas propios de una comunidad constituye su cultura. De ahí la atención que prestan los historiadores más inspirados por la antropología a las manifestaciones colectivas donde se enuncia de manera paroxística un sistema cultural: rituales de violencia, ritos de pasaje o fiestas carnavalescas.
Según sus diferentes herencias y tradiciones, la historia cultural ha privilegiado objetos, ámbitos y métodos diversos. Enumerarlos es una tarea imposible. Más pertinente es, sin duda, la identificación de algunas cuestiones comunes a esos enfoques tan distintos. La primera se relaciona con la necesaria articulación entre las obras singulares y las representaciones comunes o, dicho de otro modo, el proceso por el cual los lectores, los espectadores o los oyentes dan sentido a los textos (o a las imágenes) de los que se apropian. La pregunta se ha hecho eco, en reacción contra el estricto formalismo de la Nueva crítica o New Criticism, de todos los enfoques que se han propuesto pensar la producción del significado como construida en la relación entre los lectores y los textos. El proyecto adoptó diversas formas dentro de la crítica literaria, centrando la atención en la relación dialógica entre las propuestas de las obras y las expectativas estéticas o las categorías interpretativas de sus públicos,34 o en la interacción dinámica entre el texto y su lector, comprendida en una perspectiva fenomenológica,35 o en las transacciones entre las obras mismas y los discursos o las prácticas ordinarias que son, a la vez, las matrices de la creación estética y las condiciones de su inteligibilidad.36
Enfoques similares han hecho que se alejen las lecturas estructuralistas o semióticas que relacionaban el sentido de las obras con el mero funcionamiento automático e impersonal del lenguaje pero, a su vez, se han vuelto el blanco de las críticas de la historia cultural. Por otro lado, la mayoría de las veces consideran los textos como si existieran en sí mismos, fuera de los objetos o las voces que los transmiten, mientras que una lectura cultural de las obras recuerda que las formas que las dan a leer, a escuchar o a ver también participan en la construcción de su significado. De ahí la importancia que han recuperado las disciplinas abocadas a la descripción rigurosa de los objetos escritos que llevan los textos: paleografía, codicología o bibliografía.37 De ahí también la atención prestada a la historicidad primera de los textos, la que les viene del cruce entre las categorías de asignación, designación y clasificación de los discursos propios de un tiempo y un lugar, y su materialidad, comprendida como la modalidad de su inscripción en la página o de su distribución en el objeto escrito.
Por otra parte, los enfoques que han considerado la lectura como una «recepción» o una «respuesta» han universalizado implícitamente el proceso de la lectura, considerándolo como un acto siempre similar cuyas circunstancias y modalidades concretas no importan. Contra ese «borrado» de la historicidad del lector, conviene recordar que la lectura también tiene una historia (y una sociología) y que el significado de los textos depende de las capacidades, las convenciones y las prácticas de lectura propias de las comunidades que constituyen, en la sincronía o la diacronía, sus diferentes públicos.38 De modo que la «sociología de los textos», entendida a la manera de D. F. McKenzie, tiene como punto de partida el estudio de las modalidades de publicación, diseminación y apropiación de los textos, ya que considera el «mundo del texto» como un mundo de objetos y de performances y el «mundo del lector» como el de la «comunidad de interpretación»39 a la cual pertenece y que es definida por un mismo conjunto de competencias, normas y usos. Apoyada en la tradición bibliográfica, la «sociología de los textos» hace hincapié en la materialidad del texto y la historicidad del lector con una doble intención: identificar los efectos producidos en la condición, la clasificación y la percepción de las obras por las transformaciones de su forma manuscrita o impresa; mostrar que las modalidades propias de la publicación de los textos antes del siglo XVIII cuestionan la estabilidad y la pertinencia de las categorías que la crítica asocia a la literatura: las de «obra», «autor», «derechos de autor», «originalidad», etcétera.
Esta doble atención ha fundado la definición de ámbitos de investigación propios de un enfoque cultural de las obras (lo que no quiere decir específicos a tal o cual disciplina constituida): así, las variaciones históricas de los criterios que definen la «literatura»; las modalidades y los instrumentos de constitución de los repertorios canónicos; los efectos de las restricciones ejercidas en la creación por el mecenazgo, el patrocinio, la academia o el mercado; o incluso el análisis de los diversos actores (copistas, editores, libreros, impresores, correctores, tipógrafos) y las diferentes operaciones que participan en el proceso de publicación de los textos.
Para desplazar la frontera trazada entre las producciones y las prácticas más comunes de la cultura escrita y la literatura, considerada como un ámbito particular de creaciones y de experiencias, es necesario acercar lo que la tradición occidental ha alejado perdurablemente: por un lado, la comprensión y el comentario de las obras; y por otro, el análisis de las condiciones técnicas o sociales de su publicación, circulación y apropiación. Esta disociación tiene varias razones: la permanencia de la oposición entre la pureza de la idea y su inevitable corrupción por la materia, la definición de los derechos de autor, que establece la propiedad del autor sobre un texto considerado siempre idéntico a sí mismo, más allá de su forma de publicación, o incluso el triunfo de una estética que juzga las obras al margen de la materialidad de su soporte.
Paradójicamente, los dos enfoques críticos que han prestado atención con mayor continuidad a las modalidades materiales de inscripción de los discursos han fortalecido, y no menguado, ese proceso de abstracción textual. La bibliografía analítica ha movilizado el estudio riguroso de los diferentes estados de una misma obra (ediciones, programas, ejemplares) con el objeto de hallar un texto ideal, purificado de las alteraciones infligidas por el proceso de publicación y conforme al texto tal como fue escrito, dictado o soñado por su autor.40 De ahí que, en una disciplina dedicada casi exclusivamente a la comparación de objetos impresos, prevalezca la obsesión por los manuscritos perdidos y la radical distinción entre la obra en su esencia y los accidentes que la han deformado o corrompido.
El enfoque deconstructivista propuesto por Jacques Derrida, en esos términos o no, ha insistido vehementemente en la materialidad de la escritura y las diferentes formas de inscripción del lenguaje. Pero, en su esfuerzo por abolir o desplazar las oposiciones más inmediatamente evidentes (entre oralidad y escritura, entre la singularidad de los actos de habla y la reproductibilidad de lo escrito), ha construido categorías conceptuales («arqui-escritura», «iterabilidad») que ...

Índice

  1. Nota previa
  2. La historia, entre relato y conocimiento
  3. La institución histórica
  4. Las relaciones en el pasado. Historia y memoria
  5. Las relaciones en el pasado. Historia y ficción
  6. De lo social a lo cultural
  7. Discursos eruditos y prácticas populares
  8. Microhistoria y globalidad
  9. La historia en la era digital
  10. Los tiempos de la historia