Hacerse cargo
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Hacerse cargo

Por una responsabilidad fuerte y unas identidades débiles

  1. 192 páginas
  2. Spanish
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Hacerse cargo

Por una responsabilidad fuerte y unas identidades débiles

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Uno de los pilares sobre los que se sostiene la visión del mundo hegemónica en la actualidad es el de la importancia fundamental atribuida a los individuos, entendidos como seres libres y soberanos, y, en consecuencia, responsables. Sin embargo, no está claro que semejante defensa de la libre responsabilidad sea la actitud realmente más extendida en nuestra sociedad, en la que lo que parece generalizado en creciente medida es la sistemática búsqueda de argumentos exculpatorios que minimicen la aceptación de responsabilidad por parte de los individuos (el ambiente familiar, el contexto económico, la inestabilidad emocional...). Desde el punto de vista teórico, estaríamos ante una paradoja. De tanto exculpar al individuo a base de responsabilizar a las estructuras, hemos terminado por convertirle en el eslabón más débil de la cadena. La misma modernidad que en un principio pretendía hacer descansar el sentido del mundo sobre el ser humano, convirtiéndolo en la nueva clave para justificar lo real, al final ha terminado por considerarlo un elemento incapaz de sostener nada ni hacerse cargo de acción alguna a poco que ésta tenga consecuencias negativas.

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Información

Año
2015
ISBN
9788497849777
Categoría
Filosofía
V. La ocasión para una identidad diferente (A vueltas con la tolerancia)
1. Primeras palabras. Del concepto de tolerancia se podría decir algo parecido a lo que decía Ricoeur a propósito del de acción, esto es, que para entenderlo bien hay que inscribirlo en un entramado conceptual más amplio, que en su caso él proponía denominar red conceptual de la acción. La tolerancia también es un concepto que mantiene con otros conceptos vecinos un vínculo más fuerte que el de la mera asociación o el complemento. Por ello nada hay de casual en el hecho de que su solo planteamiento nos remita de forma inevitable a nociones como la de barbarie, multiculturalidad, cosmopolitismo, mestizaje o diferencia (por nombrar únicamente algunas: pero hay más, como habrá de verse). Esta remisión no debiera entenderse como indicio de una debilidad de la categoría, sino de la complejidad de la situación a que pretende aplicarse.
Porque, efectivamente, sólo desde una perspectiva tal cabe entender de manera adecuada el resurgimiento de este tema en este preciso momento. Con otras palabras: a menudo los ataques a la idea de tolerancia se sirven de la estrategia argumentativa de desvincularla de su contexto material e intelectual como premisa previa debilitadora que deja al crítico el campo despejado para su ataque. No se pretende con esto insinuar que la correcta contextualización produce como seguro efecto proteger la categoría de cualquier cuestionamiento, sino tan sólo señalar que su adecuada inscripción en el marco que le corresponde es condición previa de inteligibilidad.
2. Un rodeo por la ciudad. Así, si hemos de empezar haciendo alguna referencia al contexto material, resulta inevitable aludir —no mucho más que eso: otros participantes en este volumen han incidido en este mismo extremo— a esos fenómenos tan característicos del presente momento histórico como son el desarrollo de las comunicaciones, las grandes migraciones y el establecimiento de las inmensas urbes —las llamadas megalópolis—. Fenómenos que, como resulta evidente, se encuentran profundamente relacionados entre sí pero que, aunque sólo sea a efectos de exposición, tal vez requieran ser abordados por separado. La puntualización no debiera interpretarse como un escrúpulo de especialista. Y es que no se plantean las cosas de idéntica forma en los diferentes ámbitos. Así, si reparamos en los dos primeros fenómenos, advertiremos que la diferencia es tan notable que puede llegar a parecer incluso contradictoria. Mientras que el desarrollo de las comunicaciones remite a lo que pudiéramos considerar el lado amable de la globalización, las grandes migraciones nos colocan ante el rostro más duro, más hosco, de los nuevos procesos. Como ya ha sido señalado en más de una ocasión, lo que en el terreno de la información o el capital es libre circulación sin fronteras de ningún tipo, se transforma en restricción, en obstáculo en muchos casos infranqueable, cuando de personas se trata.
La especificidad del tercer fenómeno se relaciona con su mayor generalización. Las grandes ciudades constituyen lo que bien cabría calificar como la nueva realidad, el territorio privilegiado en el que analizar más eficazmente las modalidades de existencia de cualquier conflicto. La sociedad postindustrial presenta una urbanización casi total. El mundo es la ciudad o, si se prefiere enunciarlo casi a la inversa, la ciudad es la nueva naturaleza. La antigua naturaleza es ya sólo nuestra prehistoria, algo que conviene que conservemos por razones a medio camino entre la melancolía y la supervivencia, pero que ocupa todo otro lugar en nuestra representación imaginaria del mundo. Ya no es el exterior que rodea los espacios humanizados (un exterior que todavía parecía estar presente en expresiones como «salir al campo de excursión»), sino a la inversa. Y así, hablamos de reservas naturales o proponemos leyes que regulen el acceso a la naturaleza (expresión que invierte la imagen clásica: es ahora la naturaleza la que está rodeada —aunque tal vez fuera mejor decir asediada— por la ciudad). La ciudad es hoy, como se diría con el lenguaje filosófico tradicional, lo dado: aquello con lo que hay que contar, la realidad de la que no queda más remedio que partir. Manteniendo esto, se está dando un paso más allá de la simple afirmación de que todo ocurre en la ciudad: se está planteando que el concepto de sociedad ha sido absorbido por el de ciudad, como parece probarlo el hecho de que en nuestro lenguaje ordinario el término la sociedad sin más, tal como aparecía, por poner una fecha próxima, en los discursos de los años sesenta, está tendiendo a desaparecer —y, cuando no, arrastra unas connotaciones ingenuamente anacrónicas—. Ahora todo es ciudad. Quedaría confirmada así la vieja intuición de Marx: de la misma forma que toda la historia se encuentra contenida en la antítesis ciudad-campo, así también el destino de la ciudad moderna resume el futuro de la humanidad por completo. Tanto en Europa como en América o en Asia podemos encontrar toda una serie de grandes ciudades que son al mismo tiempo el lugar en el que se concentra la riqueza económica, así como el centro de la actividad política y el espacio de producción cultural. Mejor plantearlo así que introducirse en la maraña de una distinción categorial entre recientes concentraciones hiperurbanas (estilo México D.F. o Singapur) y viejas ciudades europeas (estilo París, Berlín o Viena). No hay duda de los múltiples rasgos que las diferencian,76 pero todavía es más lo que las une que lo que las separa o, lo que viene a ser lo mismo, no hay duda tampoco de que aquéllas son las hijas de éstas —y en cierto modo su destino—.
Conviene no perder de vista estas últimas afirmaciones, porque la caracterización de la ciudad en términos de referente sustitutivo de la antigua naturaleza presenta el inconveniente de no acentuar lo suficiente la dimensión que en lo sucesivo más nos interesará. Efectivamente, de un lado, resulta equívoco pensar la ciudad bajo la figura de la naturaleza porque, a diferencia de ella, la ciudad es un producto, un resultado de nuestra actividad. Esta afirmación resulta rigurosamente obvia, pero sin embargo parece quedar olvidada en esa consideración, tan frecuente en el lenguaje habitual del hombre de la calle, de la ciudad como un entramado de servicios y posibilidades a su alcance, que esta ahí con la misma mezcla de necesidad y de disponibilidad con la que en la naturaleza están los árboles o los pájaros. De otro lado, la absorción de la idea de sociedad por la de ciudad también puede dar lugar a sus propios equívocos, como por ejemplo el de suponer que la problemática vinculada al concepto absorbido ha quedado superada. Pero no se trata tanto de que dejemos de pensar en los viejos problemas de la sociedad para pasar a preocuparnos por los problemas de las grandes ciudades, como de que aquéllos deben ser pensados en este nuevo marco teórico.
Lo que significa revisar al mismo tiempo y conjuntamente las formas tradicionales de entender los conflictos sociales y la idea de ciudad. Acaso a más de uno este planteamiento le resulte poco simpático, en la medida en que interprete que lo que se está proponiendo es visualizar las grandes ciudades de hoy como el renovado escenario de una lucha no concluida. Pero quien objetara eso, debería por su parte empezar reconociendo que con demasiada frecuencia en los últimos tiempos los discursos de muchos teóricos de las ciudades se han deslizado hacia un lenguaje conciliador, exageradamente blando, que excluía del discurso de la ciudad todo antagonismo, toda arista.
Sin embargo, la ciudad no es sólo eso, precisamente porque, como se acaba de decir, lo es todo. La ciudad no es el resultado mecánico de sumar fiestas, infraestructuras y servicios. Es el espacio de la socialidad, de una socialidad que hoy sólo puede ser desgarrada, dolorida. Qué rancia ha quedado en poco tiempo la expresión modelo de sociedad, por la que antes se hacían pasar todas las diferencias. Pero los conflictos ni siquiera se ahuyentan por el mero hecho de que dejemos de hablar de ellos. No sería bueno que penetrase también en el discurso de la ciudad esa imagen de la realidad social que desde otras esferas se nos pretende imponer con el supremo argumento de la derrota de cualquier otra posibilidad histórica. Dicha imagen vehicula el enésimo intento conservador de acabar con la política, de convertirlo todo en mera administración de recursos. (A este intento en alguna ocasión me tomé la libertad de proponer denominarlo la fantasía del político contable).
La ciudad es también dificultad para vivir, para ser lo que se desea, para aspirar a lo que se cree tener derecho. La ciudad también tiene un rostro duro, bronco, violento, a cuya interpelación no podemos sustraernos. El debate que nos ha estallado en la cara es el de cuánta desigualdad estamos dispuestos a soportar. No debe ser casual que la imagen de la ciudad absolutamente vacía la hayamos terminado asociando al día después de la destrucción.
Se puntualiza todo esto para prevenir de un posible malentendido. No tendría demasiado sentido contentarse con una genérica afirmación del tipo «la ciudad son las personas que la habitan» o cosa parecida. Entre otras razones porque desde esa actitud —en suma, una variante delicuescente del humanismo, que acaso mereciera el rótulo de humanismo populista— lo que se estaría deslizando subrepticiamente sería una consideración análogamente bienintencionada de la noción de tolerancia, dando a entender, sin explicitarlo, que la razón por la que tanto se la invoca en los debates actuales es porque necesitamos promover actitudes de mayor respeto hacia la diferencia en un mundo crecientemente complejo y multicultural, en orden a facilitar la imprescindible convivencia. No va a ser éste el planteamiento en lo que sigue, ni, por lo demás, da la impresión de que ese recorrido dé teóricamente demasiado de sí.
3. Ya de regreso. Más aún, probablemente sea un tratamiento como el mencionado (de la tolerancia como virtud, para entendernos)77 el que en buena medida explique las reacciones de rechazo hacia la idea, reacciones que también han proliferado en los últimos tiempos. En casi todas ellas viene a subrayarse lo que la idea de tolerancia deja sin pensar y, en consecuencia, nunca llega a cuestionar, a saber, la concreta realidad en que ese conflicto entre diferencias se da. Es justa la observación de que la tolerancia acostumbra a implicar la jerarquía: hay un algu...

Índice

  1. Índice
  2. Prólogo
  3. Visto lo visto (Reflexiones preliminares)
  4. I. Un marco en el que situar la cuestión
  5. II. El problema que nos concierne: responsabilidad e identidad
  6. III. Hacia una responsabilidad inocente
  7. IV. Nostalgia del horizonte
  8. V. La ocasión para una identidad diferente (A vueltas con la tolerancia)
  9. Epílogo. Meditación del insomne