Funciones de los partidos.
Una herramienta de poder
y de participación política
La incógnita a despejar en este trabajo es si los partidos son entidades privadas o públicas. Es decir, si sus funciones se limitan al ámbito de intereses de sus miembros o si su actividad se desliza hacia terrenos que afectan al conjunto de la sociedad.
La distinción es fundamental. Si se llega a la conclusión de que son entidades privadas, es decir, «propiedad» de sus miembros, entonces su regulación pública debería ser sucinta, como la de cualquier otra asociación, permitiendo a sus integrantes una amplia libertad para regular su actividad interna y los procedimientos de elección de sus dirigentes. Pero, si se llega a la conclusión de que son entidades públicas, es decir, que ejercen funciones que van más allá del interés de sus miembros, entonces su funcionamiento debe ser regulado minuciosamente como instrumento para garantizar que sus funciones se cumplen adecuadamente.
Nos aproximaremos a este debate intentando integrar los dos enfoques tradicionales en el debate académico sobre los partidos: la visión desde el derecho constitucional y político que, obviamente, privilegia los aspectos jurídicos de estas organizaciones; y el enfoque desde la sociología de las organizaciones, que trata de analizar su dinámica interna y su adaptación a los entornos competitivos que plantea la política en cada momento.
Las constituciones y los partidos: la ficción de la democracia por emanación de la voluntad popular
En los principios de la democracia liberal los partidos eran ignorados en los textos constitucionales, sencillamente no se los menciona. Las constituciones más influyentes del período de entreguerras, la de México (1917) y la de Weimar (1919) tampoco aludieron a ellos, considerándolos incluidos en el derecho de asociación. La Constitución de la II República señalaba que «la potestad legislativa reside en el pueblo, que la ejerce por medio de las Cortes o Congreso de los Diputados» y este último «se compone de los representantes elegidos por sufragio universal, igual, directo y secreto» sin mencionar los partidos. En esa época, Hans Kelsen, en Esencia y valor de la democracia, defendía la necesidad de los partidos y su regulación, ya que no hacerlo implicaba una negación de la realidad de la formación de las decisiones políticas y un obstáculo a su necesaria democratización.
Después de la II Guerra Mundial no sorprende, dada la experiencia de degradación de sus partidos en el período anterior, que los primeros países que contemplaran los partidos en sus Constituciones fueran Italia, en 1947; Alemania Federal, en la Ley Fundamental de Bonn (1949), con una referencia a que los partidos «cooperan en la formación de la voluntad política del pueblo», y Francia, en su Constitución de 1958, en la que se dice que «concurren a la expresión del sufragio [...] deben respetar los principios de la soberanía nacional y de la democracia». Las Constituciones aprobadas en los años 1970 y 1980, es decir, las de Portugal, Grecia, España y Holanda (1983) incluyen referencias genéricas a su papel y el mandato de que su composición y funcionamiento deben ser democráticos.
Ninguna constitución ha contemplado los partidos y el proceso de toma de decisiones dentro de ellos como parte del procedimiento que conforma las decisiones políticas de las instituciones. Se puede decir de otra forma: las Constituciones tratan a los partidos de modo tangencial, como si fueran el reverso oscuro de la política. Como fantasmas perturbadores que discurrieran bajo las instituciones y empañaran la pureza de la teoría de la relación directa entre los votantes y sus representantes, sacramentada mediante el voto. En vez de afrontar la realidad de su existencia y su papel, las constituciones, la española entre ellas, mantienen la ficción de la democracia individualista basada en el vínculo electoral representante-representado sin intermediación de los partidos.
García Pelayo subrayó la inadaptación del derecho constitucional democrático a la realidad sociológica y política de la existencia de los partidos y al funcionamiento del Estado democrático como «Estado de partidos». Afirma que «el Estado de partidos es necesariamente la forma de Estado democrático de nuestro tiempo: sin (su) mediación organizativa [...] sería imposible la formación de una opinión y voluntad colectivas [...] (con) el sistema de representación proporcional, los electores no seleccionan entre los candidatos individualmente considerados, sino entre los partidos que los presentan [...] los partidos son órganos destinados a realizar actos mediante los que se eligen o designan a los titulares o portadores de otros órganos». En la política real, los partidos son el «último órgano de creación de todos los demás órganos, ya que sin su mediación la masa amorfa no podría derivar de sí misma los órganos de poder del Estado». Pero el derecho constitucional «cuando se refiere a la situación de los diputados como representantes de la totalidad del pueblo sólo obligados a su conciencia y no sometidos a mandato imperativo, ignora la existencia y coerciones de las fracciones o grupos parlamentarios». Se puede decir que las Constituciones y los tratados de derecho constitucional ocultan la realidad de que «la libertad de los diputados se ha transformado en dependencia de sus partidos [...] (y que) los votos de los electores pertenecen al partido, por tanto, la voluntad del partido o partidos mayoritarios se identifica con la voluntad general».
Se oculta también que la pugna política, el incesante trajín de selección de dirigentes y la elaboración de las decisiones políticas, se desarrolla en el interior de los partidos. Las instituciones son, la mayoría de las ocasiones, el escenario en el que se representan las decisiones y donde adquieren legitimidad a través de los procedimientos formales, pero su elaboración reside en los órganos de los partidos, o en la negociación entre ellos.
La letra de la Constitución española, como la mayoría, parte de la base de que los miembros de las Cámaras no están ligados por mandato imperativo (art. 67.2.) y son elegidos de forma personal por los electores (art. 68). El art. 68.3. no menciona (sorprendentemente) la necesidad de listas de partidos para atender a los criterios de representación proporcional. En consecuencia, también omite los mecanismos de selección de los candidatos para acceder a ellas. Sobre esta base, ajena a la realidad, transmite la sensación de que los parlamentarios brotarían espontáneamente de sus circunscripciones y, una vez elegidos y reunidos en el Congreso y el Senado, serían la emanación de la voluntad popular «pura», sin intermediarios.
La realidad es que, mediatizados por los procedimientos internos de los partidos para seleccionar a sus candidatos y sujetos a los mecanismos de disciplina de los grupos parlamentarios, los diputados y senadores son meros agentes de la voluntad de los partidos, que toman las decisiones políticas fundamentales: elaboran las leyes (arts. 81 a 90), aprueban tratados internacionales (arts. 93 a 96) y reforman la Constitución (arts. 87.1 y 2, 167 y 168), dan lugar a la acción del Gobierno y controlan su acción y eligen a los integrantes de los órganos constitucionales, judiciales o reguladores, como el Tribunal Constitucional (art. 159), diez miembros del CGPJ (art. 122, modificado por la LO 8/85, texto consolidado, art. 567); seis del Tribunal de Cuentas (LO 2/1982, art. 30.1.); el Defensor del Pueblo (LO 3/81, art. 2), cuyos adjuntos se reparten entre los partidos mayoritarios (LO 3/81, art. 8), y otras muchas instituciones del Estado.
En los textos constitucionales las decisiones parecen surgir de las instituciones, la política real queda entre bastidores. Pero la realidad es que las decisiones legislativas y normativas, los tratados internacionales y las decisiones del Gobierno dependen del programa del partido en el Gobierno o de acuerdos entre partidos, y las elecciones de los miembros de los órganos citados surgen de las entrañas de los partidos y se concretan en acuerdos para repartir lotes de candidatos. ¿Cómo contempla el derecho constitucional español de dónde nace y cómo se forma la voluntad de los partidos que impulsa estas decisiones? Esa cuestión se ha abandonado a su autorregulación a través de los Estatutos. Un territorio jurídico casi desconocido, y que la ciencia y sociología políticas conocen sólo a medias. La única concesión en la Constitución española a la realidad de la política es el art. 99.1., al reconocer que existen «los representantes de los Grupos políticos con representación parlamentaria» [obsérvese que se elude la palabra partidos] con los que el Rey debe consultar para proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno.
En suma, el derecho constitucional concibe las cámaras como emanación directa del pueblo a través de representantes que conjuntamente encarnan la soberanía nacional. El art. 38.1. de la Constitución alemana condensa este enfoque. De este modo, la ficción institucional oculta que el centro de gravedad de la acción política en el Estado de Partidos son los partidos.
La realidad es que «tras las decisiones jurídicamente imputables a los órganos del Estado están las decisiones tomadas unilateral o coordinadamente por los partidos, de tal manera que los órganos políticos del Estado podrían calificarse [...] como mecanismos y marcos para conversión de la voluntad de los partidos en voluntad del Estado». Los tratados de derecho c...