Mi camino
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Mi camino

La vida y la obra del padre del pensamiento complejo

  1. 248 páginas
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Mi camino

La vida y la obra del padre del pensamiento complejo

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He aquí el camino de un hombre. He aquí el pensamiento que se forma en el curso de este andar y que ha producido una gran obra. Este recorrido ha sido constante, completado dentro de una curiosidad jamás saciada, un cuestionamiento incesante, un vínculo permanente entre la vida y la obra, una lenta gestación del pensamiento complejo, pero a la vez acompasada por los recomienzos y renacimientos que han puntuado su vida cada diez años.Este libro de entrevistas que la periodista Djénane Kareh Tager realizó Edgar Morin a muestra la unidad de una obra a través de su diversidad, la unidad de una vida en sus peripecias. En Mi camino, es el hombre quien habla sin ocultar sus emociones ni sus pasiones. Nos cuenta su propia experiencia de la vida, del amor, de la poesía, de la vejez, de la muerte."El sentido de nuestra vida es el que elegimos entre todos los sentidos posibles y el que elaboramos durante nuestro propio camino. El sentido de mi vida tiene dos fases. La primera es la curiosidad. Hasta ahora mi curiosidad se ha mantenido despierta; el inconveniente ha sido la dispersión, pero esa curiosidad me ha vuelto capaz de adquirir las ideas y los conocimientos que convenían a mi necesidad de centro. La otra fase del "sentido" de mi vida se vincula con el amor, la amistad, la belleza, la alegría, los sentimientos. Dar un sentido a su vida, para mí, es vivir poéticamente cultivando la fraternidad. Tal es de hecho mi evangelio de la perdición: estamos perdidos en el Universo, no sabemos por qué estamos aquí, por qué el mundo existe. Somos pobres diablos marcados por la tragedia, seres sufrientes embarcados en nuestro pequeño planeta. ¡Tengamos un poco de compasión unos por otros! ¡Seamos hermanos, ya que estamos perdidos y no porque seremos salvados!"

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Información

Año
2010
ISBN
9788497845571

1
Luna

Usted es el creador de lo que se ha llamado el «pensamiento complejo», un pensamiento global, perturbador, en la medida en que implica vincular las contradicciones, intimidante en un universo que ha optado por caminos más fáciles...
Es un pensamiento que pretende vincular el conocimiento de las partes con el de la totalidad y el de la totalidad con el de las partes, de acuerdo con este enunciado de Pascal: «Siendo todas las cosas causadas y causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas, y estando todas unidas por un lazo natural e insensible que vincula las más alejadas y las más diversas, sostengo que es imposible conocer las partes sin conocer el todo, así como conocer el todo sin conocer las partes».
Este pensamiento es fruto de su personalidad atípica, forjada en gran parte, como usted ha relatado, por un drama: la muerte de su madre cuando tenía diez años. Ese fue el cataclismo fundamental de su vida...
Esa muerte provocó en mí un Hiroshima interior. Aunque supe de inmediato que era irremediable, definitiva, durante mucho tiempo esperé el regreso de mi madre. Se llamaba Luna. Luna, diosa a la que han rendido culto varias civilizaciones de la Antigüedad, Mesopotamia, Cartago... Desde entonces, se me aparece cada vez que hay luna llena, hasta el día de hoy, hasta mi muerte, y le murmuro el canto sagrado «Casta diva», que le está dedicado en Norma. El corazón de Luna era frágil, murió de un paro cardíaco en un tren suburbano. Tenía treinta años. Ese día yo estaba en el colegio. A la salida, me estaba esperando mi tío Jo, aunque ese hecho sorprendente no me alertó. Me llevó a su casa explicándome que mis padres se habían ido para hacer una cura. Era un hermoso día de primavera. Tomamos un taxi de techo descubierto, yo iba de pie, miraba los árboles en flor, hacía viento, me sentía feliz. No sospechaba nada. Dos o tres días más tarde, me llevaron a la plaza Martin Nadaud, contigua al cementerio del Pére-Lachaise. Jugaba en el césped cuando, de repente, me topé con un par de zapatos negros. Levanté la vista. Vi un pantalón negro, una chaqueta negra, un hombre totalmente vestido de negro, mi padre. De golpe, entendí todo. Supe que mi madre había muerto, pero hice como si no entendiera. Me dijo: «No juegues en el césped, está prohibido». Respondí con un gesto malhumorado. Volvía del entierro, pero no me reveló nada.
¿No le parece que, con su silencio, es probable que su padre quisiera, como se hacía entonces, atenuar la conmoción? Usted era un niño...
Sin duda, pero fue peor, porque subestimó la conciencia de un niño de nueve años. Mi tía materna, Corinne, me dijo que mi madre se había ido de viaje al cielo, que quizá volvería, todas esas tonterías que se les cuentan a los niños. Los odié a todos, no sólo por mentirme acerca de la muerte de mi madre, sino también por haberme impedido despedirme de ella. Me quedó un odio hacia la mentira. Odié a mi tía cuando me pidió que la considerara como mi madre; odié a mi padre, que, por querer evitarme una emoción, me causó un shock del que jamás me repuse. Nunca les hablé de mi madre, se convencieron de que sólo sentía indiferencia. No entendieron nada hasta treinta años más tarde, cuando evoqué la muerte de Luna en Autocrítica. Pero yo los quería. Sentía amor filial hacia mi padre y amaba a esa tía que ya estaba muy presente antes de la muerte de mi madre (me bañaba en su casa porque en la nuestra no teníamos bañera) y que luego se ocupó de nosotros.
En cambio, me negué a acompañarlos a la tumba de mi madre en los aniversarios de su muerte. Fui por primera vez siendo adulto, con motivo del entierro de uno de mis tíos. Mi madre era mía, mi pena era mía, yo no quería compartirlas. Viví con ellos con mi secreto a cuestas.
¿Cómo vivió las consecuencias de esa desaparición brutal?
De noche, mi madre estaba presente en mis sueños, volvía a ausentarse en cuanto me despertaba. Me encerraba en el baño para llorar, me sacudían sollozos mudos. Aún puedo oír la voz de mi padre: «¿Estás bien, Edgar? ¿Te duele el estómago?». Esperaba que se me secaran las lágrimas para salir. El escrutaba mi rostro tranquilo, indiferente, le aterraba la idea de que yo no manifestara algún sentimiento, atribuía eso a mi necedad. No sabía que de noche lloraba en silencio en mi cama y que todas las mañanas me despertaba desesperado porque mi madre desaparecía de mi sueño. El silencio y el disimulo respecto a su muerte habían provocado en mí silencio y disimulo hacia mis seres queridos. Así fue como viví la pena más grande, en una desdicha acrecentada por la soledad, la disimulación y la incomprensión. Me vinculaba con mi madre a través de una canción española que a ella le gustaba mucho, «El relicario». La escuchaba de manera repetitiva, casi obsesiva, hasta romper el resorte del fonógrafo de manivela. Entonces daba vueltas al disco con mi dedo. Me intoxicaba con esa canción cuya letra no entendía, porque no hablaba castellano en ese momento, pero sentía que se trataba de una historia de amor y de muerte.
¿Entonces vivió ese duelo en una soledad total? ¿No compartía al menos su tristeza con algún amigo?
No hablaba de eso con nadie. En la escuela, me avergonzaba de ser huérfano. En mi curso había otros judíos, había protestantes, pero yo era el único huérfano. Ese era el defecto que me diferenciaba de los demás. Incluso con mis dos amigos más íntimos, nunca abordaba ese tema. Por otra parte, los niños se sienten siempre más o menos culpables de la muerte de sus padres. Un día escuché a mi tía Corinne decir a sus hijos: «La tía Lunica se murió porque la hicieron sufrir mucho». ¿Era yo quien había provocado ese sufrimiento el día en que, estando enojado, le había gritado: «¡Mala!»? Durante mucho tiempo sentí esa culpabilidad.
¿Luego desapareció?
No, siempre puede volver.
¿Cuándo pudo hablar de su madre?
La primera vez que hablé de mi madre tenía diecinueve años. Era al principio de la segunda guerra mundial, me había refugiado en Toulouse con otros estudiantes. Una amiga que trabajaba vendiendo Paris-Soir en las calles me había invitado a comer. Me inspiró confianza, hablé. Y lloré. A finales de la década de 1980 pasé por un período de depresión, la única en mi vida. Un amigo, un psicólogo ecléctico que se convirtió en mi gurú, me pidió que lo llevara a la tumba de mi madre en el cementerio del Pére-Lachaise. Había ido una vez, ya lo dije, algunos años antes para el entierro de un tío materno. Lo llevé de manera casi automática, en un estado cercano al sonambulismo, aunque es bastante complicado llegar hasta el lugar. Ahora bien, hace poco, un equipo de televisión mexicano que me dedicaba un documental me pidió también ir a esa tumba. Después de algunos tanteos, llegamos hasta un pequeño islote judeoespañol del cementerio, pero no logré encontrar el lugar. O sea, yo sé (inconscientemente) y no sé (conscientemente) dónde está esa tumba.
¿Ese shock lo transformó a usted de manera fundamental?
Es un shock que me hizo envejecer de manera prematura, bloqueándome a la vez, paradójicamente, en un espíritu infantil que se ha mantenido en todas las edades.
En el fondo, ¿fue la muerte de su madre, o más bien las circunstancias que la rodearon, el hecho de que usted no pudiera despedirse, lo que lo conmocionó tan profundamente?
Me despedí mucho tiempo después pero sólo en sueños. Tenía casi cincuenta años, había sido invitado a pasar un año en California por el Salk Institute de La Jolla. Tenía una casa grande a orillas del océano, invité a mi padre y a mi tía Corinne, con quien después él se casó. No vivía con mi padre desde hacía más de treinta años. La noche anterior a su llegada tuve un sueño. Estaba en la ladera de una colina, abajo había una estación, arriba un camino. Un autobús se detuvo, bajaron algunos pasajeros y se dirigieron hacia la estación. Entre ellos, vi a mi madre. Corrí hacia ella, llegó el tren. Me abrazó, le dije adiós y se fue. Me desperté llorando, pero con un sentimiento increíble de liberación: había podido despedirme de ella aunque sólo fuera en sueños. Mi relación con mi padre y Corinne se tranquilizó enormemente. Hace poco volví a despedirme de mi madre, cuando me despedí en tres oportunidades de mi mujer Edwige, en el momento en que murió, al cerrar el ataúd y en el cementerio. El aspecto de «pequeña mamá» de Edwige integró a mi madre. Ahora estoy tranquilo.
Cuando usted habla de nacimiento, utiliza una expresión extraña: «Nací muerto». ¿Qué quiere decir?
Es literal, nací muerto. Cuando se casó, mi madre tenía una lesión en el corazón y le habían aconsejado que no tuviera hijos. Cuando quedó embarazada por primera vez, sin decirle nada a su marido, mi padre, recurrió a una mujer que la ayudó a abortar. Volvió a ver a esa mujer cuando quedó embarazada por segunda vez, pero el aborto fracasó: siendo feto, me negué a salir. El médico le prometió a mi padre, informado de la situación, que haría todo lo posible por salvar a Luna y al niño. El parto fue un momento trágico. La vida de mi madre precisaba de mi muerte y mi vida podía provocar la suya propia. Mi madre sobrevivió al parto, pero yo nací prácticamente muerto, estrangulado por el cordón umbilical. Mi padre me contó la escena en una carta muy conmovedora que me mandó muchos años más tarde, el 8 de julio de 1975, cuando cumplí cincuenta y cuatro años. En esa carta revive esa noche en vela a partir del momento presente: describe al médico sujetándome por los pies, «como a un conejo», y dándome cachetes por todas partes, en las mejillas, en el pecho, hasta que suelto el primer grito. Estábamos a salvo, mi madre y yo. Conservo de ese nacimiento un sentimiento de asfixia que a veces me vuelve y que se traduce en un enorme bostezo, una suerte de necesidad de aire. Siendo niño, sólo podía hacer ese bostezo cuando nadie me miraba, entonces me escondía debajo de la mesa. ¡El simple hecho de hablar de eso me da sensación de ahogo! Al poco tiempo de la muerte de mi madre, al verano siguiente, tuve una dolencia extraña. Los médicos no lograron diagnosticarla y dijeron que era fiebre aftosa, esa enfermedad que sufren los bovinos. Tenía 41 grados de fiebre, mi tía Corinne me sumergía en hielo para intentar bajarla, metía sus dedos en mi garganta para tratar de sacar la flema que me ahogaba. Esa enfermedad fue un combate entre una parte de mí que había sido golpeada a muerte y otra parte que quería vivir. Cuando volví al colegio, las clases ya habían empezado. Recuerdo al inspector general terriblemente enojado cuando justifiqué mi ausencia por una fiebre aftosa: «Ah, pequeño, ¡cómo te burlas de nosotros!». El hecho de haber sobrevivido dos veces a la muerte, al nacer y tras mi «fiebre aftosa», me dio quizás esa «resiliencia» de la que habla Boris Cyrulnik, que me ha dado la capacidad hasta ahora de resistir muchas situaciones difíciles.
¿Usted sabía que su madre estaba enferma?
Tardé en tomar conciencia del vínculo de vida y muerte que tenía con mi madre. Debido a su enfermedad, ella estaba condenada a tener un solo hijo. Una vez, durante unas vacaciones en la región de Vosges, yo debía de tener siete u ocho años, fuimos a ver todos juntos a una mujer barbuda que era la atracción local. Salimos del lugar y la idea era seguir caminando hasta llegar a una famosa cueva. De repente, mi madre se sintió mal, la sostuvieron, le hicieron respirar colonia. Yo estaba tremendamente asustado, grité: «¡Mamá! ¡Mamá!» y ella recobró el conocimiento. Murió dos años después. Pero eso era todo lo que sabía sobre su enfermedad.
Evoca con insistencia ese fuerte vínculo entre usted, el hijo único, y su madre. ¿Qué recuerdos tiene de esa relación?
De pequeño siempre...

Índice

  1. 1 Luna
  2. 2 Vidal
  3. 3 Morin
  4. 4 Doble identidad
  5. 5 Debates y combates
  6. 6 La sociología del presente
  7. 7 La complejidad humana
  8. 8 Mi método
  9. 9 El estado del mundo
  10. 10 La educación del futuro
  11. 11 La vida
  12. 12 La muerte
  13. Epílogo