Ciencia, filosofía y racionalidad
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Ciencia, filosofía y racionalidad

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Este libro, escrito con rigor, soltura y claridad, trata de la aventura de pensar y el placer de conocer; de la situación intelectual de nuestro tiempo; de la ciencia, la filosofía y la racionalidad como dimensiones humanas que a todos nos atañen; de la visión del mundo que buscamos y del esfuerzo por alcanzar la verdad y la felicidad. Todo ello puede interesar tanto a estudiantes y académicos como a personas curiosas e inteligentes en general. Frente al fracaso de las religiones e ideologías, la ciencia ha cosechado éxitos notables. Pero no es oro todo lo que reluce, y hay que distinguir el trigo de la ciencia fiable de la paja de las meras especulaciones. La filosofía responde a nuestro deseo de vivir con los ojos abiertos y de la mejor manera posible. ¿Cómo pensar, cómo actuar, cómo vivir? Estas preguntas se sitúan en el centro de los esfuerzos por hallar una salida a la multidimensional crisis contemporánea. Mosterín ofrece en este libro una respuesta madura y profunda, compatible con la ciencia de nuestro tiempo y relevante para nuestros problemas personales y colectivos. La racionalidad teórica es la estrategia para maximizar el alcance y la veracidad de nuestras ideas sobre la realidad. La racionalidad práctica es la estrategia para vivir lo mejor posible, alcanzando nuestras metas y satisfaciendo nuestras preferencias en la mayor medida posible. Mosterín desarrolla desde hace decenios un agudo análisis de la reflexión teórica y la praxis humana vertebrado por la noción de racionalidad. Esta obra supone la culminación de ese análisis.

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Información

Año
2013
ISBN
9788497847773
1
Ciencias y humanidades
Del humanismo a las humanidades
La palabra “humanismo” fue acuñada en el Renacimiento. Los humanistas, aunque cristianos sinceros, percibían la Edad Media como una época oscura, obsesionada por la muerte, el pecado y el infierno. Hastiados de la concepción medieval de este mundo como un valle de lágrimas, querían restaurar la serena visión de la Antigüedad y su aprecio del placer y la belleza. Esa visión clásica se había expresado en un latín elegante y sutil, que contrastaba con el latín macarrónico y empobrecido de los eclesiásticos medievales. Los humanistas pretendían restaurar el cultivo del latín refinado de los autores antiguos, acercándose a su visión serena mediante la lectura de sus obras. Al estudio de las letras sagradas (la Biblia y los Padres de la Iglesia) contrapusieron el de las letras humanas (los textos latinos clásicos y, en algún caso, también los griegos). La palabra “humanismo” pasó a designar el estudio de las letras humanas, es decir, la filología clásica, la lectura de los textos antiguos y el cultivo del buen latín y de la elocuencia literaria. Petrarca, Boccaccio, Pico Della Mirandola, Chaucer, Erasmo, Luis Vives, François Rabelais y Thomas More fueron algunos de los humanistas famosos.
Este humanismo estrecho, reducido a mera filología, fácilmente caía en la trampa de un antropocentrismo arrogante e incompatible con los avances del saber. Los humanistas, desdeñosos de la filosofía escolástica, despreciaban también la incipiente actividad científica moderna, que no entendían y que ponía en cuestión sus prejuicios y tradiciones. Pensaban que la verdadera sabiduría ya estaba en los autores clásicos, a los que había que estudiar, y que era ocioso innovar. Los resultados de Copérnico y Galileo eran ignorados o confrontados con hostilidad.
En el siglo XIX la tradición humanista afloró en las universidades, agrupando las disciplinas filológicas e históricas (incluyendo la historia del arte, la crítica literaria, la filosofía y los estudios religiosos) bajo el nombre genérico de “humanidades”. Entre sus contribuciones más valiosas destacan la edición crítica de los textos del pasado y, en general, el florecimiento de los estudios históricos.
En el siglo XX muchos intelectuales literarios y profesores de «humanidades» (unas humanidades que excluían nada menos que el genoma humano, el cerebro humano y la evolución humana) ya no entendían nada de la ciencia de su tiempo. En 1959, el científico y novelista británico C. P. Snow pronunció su famosa conferencia «The Two Cultures» («Las dos culturas»), que lamentaba la separación entre científicos y literatos. En ella describía reuniones de académicos de humanidades de su universidad en las que nadie había oído hablar de la segunda ley de la termodinámica y ni siquiera sabía lo que era la aceleración, lo que equivaldría, según Snow, a nunca haber oído el nombre de Shakespeare y a ni siquiera saber leer. «The two cultures» generó una gran polémica, pero ya en 1963 Snow habló de la posibilidad de una tercera cultura que estableciera un puente entre las ciencias y las humanidades, propuesta recogida en 1995 por John Brockman en su libro The Third Culture (La tercera cultura).1
Las trampas del antropocentrismo
Los precursores antiguos del humanismo ponían al humán2 en el foco de su atención y se interesaban por todo lo humano. En las célebres palabras de Terencio: «Hombre soy, y nada humano me es ajeno» (Homo sum, humani nihil a me alienum puto).3 Esta amplia curiosidad humanística es claramente visible en la obra de los filósofos griegos clásicos, que siempre consideraron al humán (ánthropos) como parte de la naturaleza y como pieza de un cosmos global. El humanismo empezó a estrechar su punto de mira con la noción ciceroniana de humanitas (el núcleo de cualidades y propiedades específica y exclusivamente humanas). Cicerón era básicamente un político y no estaba interesado en todo lo humano, sino solo en las características peculiarmente humanas que hacen posible la vida política.
El humanismo estrecho cae fácilmente en las trampas del antropocentrismo. Cuando reducimos el foco de nuestro interés desde todo lo que somos (seres físicos, biológicos y sociales) a solo lo que tenemos de único y peculiar, perdemos el sentido del contexto y dejamos de lado nuestras características más importantes. Las peculiaridades de una especie animal con frecuencia son diferencias triviales, como una mancha más en un ala. Algunas especies solo se diferencian por algún rasgo invisible o por un leve retraso en el periodo de apareamiento. Un énfasis excesivo en lo que es únicamente humano puede resultar confundente. De hecho, la visión antropocéntrica del mundo es completamente falsa y distorsionada, pues finge para nosotros un centro que no ocupamos. No es de extrañar que siempre acabe chocando con la ciencia.
El humanismo estrecho degenera fácilmente en hostilidad contra la ciencia. Ya vimos que los humanistas del Renacimiento despreciaban no solo la filosofía escolástica, sino también la nueva ciencia matemática y experimental. En el siglo XX algunos estudiosos de las disciplinas literarias se sintieron superados y amenazados por los rápidos progresos de la ciencia y la tecnología. En vez de asimilarlos e integrarlos en un nuevo humanismo global a la altura de nuestro tiempo, adoptaron un anticientifismo oscurantista y confuso, empeñado en desacreditar cualquier pretensión de claridad, objetividad y rigor. Su discurso zafio e intelectualmente deshonesto fue puesto en ridículo por el físico Alan Sokal en un sonado escándalo. Sokal escribió en broma un artículo que era una acumulación de grotescos sinsentidos y obvias falsedades, una parodia de las críticas posmodernas de la física. Le puso el pomposo título de «Transgressing the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity» («Transgresión de los límites: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica») y lo envió a la revista posmoderna Social Text. El artículo fue aprobado por la redacción y publicado en abril de 1996. Al día siguiente Sokal desvelaba en la portada del New York Times que todo había sido un chiste, que ponía al descubierto la incompetencia y falta de nivel de ese tipo de publicaciones. A continuación, Sokal y Jean Bricmont publicaron en francés Impostures intellectuelles (1997), traducido al inglés como Fashionable Nonsense: Postmodern Intellectuals’ Abuse of Science (1998) y al español como Imposturas intelectuales (1999).4 El libro es una antología del absurdo posmoderno, que reúne todo tipo de citas de intelectuales pretenciosos, desde la identificación por Lacan del pene con la raíz cuadrada de −1 hasta la crítica de la ecuación relativista especial E = mc2 por privilegiar la velocidad de la luz c frente a otras velocidades con los mismos derechos, pasando por alusiones disparatadas a los teoremas de Kurt Gödel o Paul Cohen.
El antropocentrismo contribuye también a la falta de sensibilidad moral hacia las criaturas no humanas. En las tradiciones judía, cristiana e islámica solo la gente, los humanes, son objeto de consideración moral. Nuestra tradición cultural carecía de elementos comparables al sentido de la naturaleza del daoísmo chino o a la preocupación moral de los budistas y jainistas por no causar daño a las criaturas (la concepción de la a-himsa o no-violencia como la virtud moral suprema). En la antropocéntrica tradición occidental la naturaleza era ignorada o concebida como un mero objeto de explotación humana. Se suponía que los humanes no teníamos nada que ver con los otros animales ni con el resto de la naturaleza. Nosotros habríamos sido creados a imagen y semejanza de Dios y colocados en el centro del escenario del gran teatro del mundo como los protagonistas de la representación. El Sol y todos los planetas y estrellas giraban en torno a la Tierra, nuestro trono, y Dios y los ángeles, como espectadores sentados tras la esfera de las estrellas fijas, continuamente nos vigilaban, censuraban y aplaudían.
El humanismo occidental concede un peso excesivo a su propia tradición religiosa y cultural. Otros grupos étnicos y culturales tienen otros clásicos, otras creencias tradicionales y otras religiones. La llamada a la fidelidad cultural es una invitación a permanecer prisioneros en la caverna de la propia tradición, encadenados a una particular interpretación religiosa del mundo (tan arbitraria como las demás). Lo que necesitamos es liberarnos de nuestras cadenas intelectuales, y eso solo puede lograrse mediante una manera libre y universal de pensar, más en concordancia con nuestro mundo crecientemente globalizado y de la que la ciencia y la tecnología actuales son ejemplos.
Obviamente, no será renunciando a la principal fuente de información de que disponemos como podremos llegar a conocernos. A la ciencia hay que ordeñarla, no temerla. La épica historia de la Revolución Científica es bien conocida. Copérnico apartó la Tierra del centro del Universo, degradándola a la categoría de mero planeta del Sol. Bruno apartó al Sol del centro del Universo, degradándolo a la condición de una más entre millones de estrellas. Todavía en 1920 la mayoría de los astrónomos dudaban de que hubiese otras galaxias fuera de la Vía Láctea. Más recientemente nos hemos ido dando cuenta de que no solo nuestro Sol es una estrella más entre los cientos de miles de millones que componen nuestra galaxia, sino que nuestra galaxia misma es a su vez una galaxia más entre los miles de millones que pueblan el Universo observable. La isotropía inferida de la radiación cósmica de fondo constituye la más radical negación de cualquier forma de antropocentrismo. Ni el Universo tiene un c...

Índice

  1. Prólogo
  2. 1. Ciencias y humanidades
  3. 2. Grandeza y miseria de la filosofía analítica
  4. 3. Naturaleza humana y emociones morales
  5. 4. Convenciones y normas
  6. 5. Teoría de la racionalidad
  7. 6. La racionalidad científica
  8. 7. Límites del conocimiento
  9. 8. Modelos simples de un mundo complejo
  10. 9. La frontera entre ciencia y especulación
  11. 10. La consistencia en la ciencia empírica
  12. 11. Observación y detección
  13. 12. Hurgando el nanomundo
  14. 13. El principio antrópico en cosmología
  15. 14. Profesionales y aficionados
  16. 15. Albert Einstein
  17. 16. Karl Popper
  18. 17. Entrevista con Karl Popper
  19. 18. Thomas Kuhn
  20. 19. La epistemología evolutiva de Rescher
  21. 20. Apéndice: cuatro entrevistas al autor
  22. Bibliografía