Aprendiz cósmico
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Aprendiz cósmico

Informes desde las fronteras de la ciencia

  1. 336 páginas
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Aprendiz cósmico

Informes desde las fronteras de la ciencia

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En este caleidoscópico y brillante libro, una multiplicidad de campos de la ciencia –entre ellos la genética, la neurobiología, la astrofísica o la termodinámica– se dan cita con la indagación filosófica. Siguiendo la estela de su padre, Carl Sagan, quien popularizó el estudio del cosmos, y de su madre Lynn Margulis, bióloga evolutiva que se enfrentó repetidamente con el establishment científico, Dorion ofrece la versión más rigurosa de la divulgación científica. Sagan ofrece al lector una serie de inventivas y pertinentes observaciones sobre qué significa ser humano, cómo es el planeta donde vivimos o quiénes son los seres que nos acompañan, además de intervenir provocativamente en debates sobre termodinámica, tiempo lineal y no lineal, ética, los vínculos entre el lenguaje y las drogas psicodélicas o la búsqueda de inteligencia extraterrestre, entre otros temas. Una obra entretenida, deslumbrante y exigente a partes iguales que toda persona interesada en nuestro mundo y nuestra condición humana disfrutará. Aprendiz cósmico desafía a los lectores a rechazar tanto el dogma como el cliché y, en su lugar, recuperar el espíritu intelectual de la aventura que debe –y puede, una vez más– motivar el desarrollo tanto de la ciencia como de la filosofía.

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Información

Año
2018
ISBN
9788497848497
Parte IV
Cerrando el circuito abierto
Capítulo 11
Sacerdotes de la era moderna
Las revoluciones científicas y el continuo majaretas-críticos, un escenario con chiflados, escépticos, conformistas y los curiosos
«Como regla básica, uno debe respetar la opinión pública lo justo para no morirse de hambre y no ir a la cárcel; pero todo lo que vaya más allá de esto equivale a someterse voluntariamente a un despotismo innecesario, y es probable que interfiera con la felicidad de muchas maneras».
Bertrand Russell,
La conquista de la felicidad
«Hoy en día la gente ya no cree en la originalidad de las personas y los grupos individuales. Todo el mundo cree en el gran grupo y en el poder conjunto. Sufrimos de maoísmo en la ciencia. Dejad que las flores crezcan. Ya no es probable que ocurra. Todo el mundo cree en la ideología de que ya no es posible ser un Poincaré o un Einstein. Pero también vivimos en una era donde todos creen en el Big Bang, que es la tontería más demencial, si mis colegas están en lo cierto. Y sin embargo, es imposible deshacerse de ella. Vivimos en una época dogmática. La gente quiere llegar a la certidumbre sirviéndose de opiniones comunes. No creen que sea posible dar con algo realmente original. Es una pena para nuestros jóvenes. Ya no se les permite creer en sí mismos».
Otto Rössler, «Interview: Professor Otto Rössler Talks on the Large Hadron Collider (LHC)»
«La moraleja del relato es el poder de la razón, su influencia decisiva en la vida de la humanidad. Los grandes conquistadores, desde César hasta Napoleón, influenciaron profundamente las vidas de generaciones subsiguientes. Pero el efecto absoluto de esta influencia se reduce a la insignificancia si lo comparamos con toda la transformación de mentalidad y hábitos humanos encabezada por una gran serie de hombres de pensamiento, desde Tales hasta la actualidad; hombres individualmente carentes de poder pero en el fondo, los amos del mundo».
Alfred North Whitehead,
Science and the Modern World
Los muros de la ortodoxia, y los rebeldes que los tiran abajo
«Los científicos son los sacerdotes de la era moderna, y debemos vigilarlos muy atentamente», escribió Samuel Butler a finales del siglo xix. Butler había adoptado una perspectiva evolutiva después de leer El origen de las especies de Charles Darwin. Pero ya que Butler se había liberado con gran dificultad de la doctrina religiosa de su padre y su ambiente —la hipocresía victoriana—, se negó a subyugar su mente crítica y curiosa a una nueva autoridad.
Así como Giordano Bruno fue quemado vivo en la hoguera y Galileo Galilei fue puesto en arresto domiciliario porque siguieron sus mentes abiertas e interactuaron con las pruebas —amenazaron a los árbitros eclesiásticos de la verdad bajo la forma de doctrinas religiosas—, también el auge de la ciencia como estilo de pensamiento amenazó con establecer una nueva estructura social represiva, fruto irónico de la institucionalización llevada a cabo por la ciencia de la apertura de mentes y la corrección de errores —bajo la forma del método científico—. Los comentarios de Butler fueron suscitados tanto por su gran motivación intelectual al leer El origen de las especies, que le convenció, como su desencanto —tras leer algunos de los predecesores que el mismo Darwin había reconocido— ante la explicación demasiado mecánica de Darwin. Al hablar de los organismos como objetos creados por una selección natural presentada cual ley pseudonewtoniana, Dar­win había eliminado de su descripción una de las características más importantes de los organismos en sí mismos: su agencia y su autonomía, su capacidad autosuficiente de alterarse a sí mismos y alterar su entorno. Butler, que vivía en Nueva Zelanda, se desilusionó aún más cuando intentó contactar con su exvecino Darwin y tanto éste como Thomas Huxley, su elocuente defensor y «bulldog», le dieron la espalda. Aunque Butler no era un científico, acusó a Darwin de extraer la vida de la biología y de eclipsar toda discrepancia a medida que una nueva estructura social autoritativa empezaba a establecerse.
El retrato que pinta Butler de los científicos como sacerdotes quizás sorprenda a algunos, especialmente en los Estados Unidos, donde la religión y la ciencia, especialmente la biología evolutiva, a menudo parece que mantienen un combate a muerte. Pero su comentario era sociológico. Al ser un librepensador iconoclasta que se había resistido a los intentos de su familia de meterlo en el clero, que había dejado de recitar oraciones y que había explorado sin temor las hipocresías y pretensiones de la sociedad victoriana, Butler era sumamente consciente de que la religión no tenía ningún monopolio del dogma. Centrar las mentes en la sabiduría popular, incluso en ideas que eran subversivas en su momento, parecía un proceso natural, como el endurecimiento de las arterias. El dogma era mercenario, y ya se estaba «metastazizando» hacia la cultura establecida por aquellos que hacían frente a la religión. No es ninguna coincidencia que, tal como señaló Stephen Jay Gould, tanto Galileo como Darwin publicaran tratados científicos importantes en formatos accesibles al público. Los Diálogos sobre los dos Máximos Sistemas del Mundo de Galileo justificaron el heliocentrismo en un panfleto popular que puso las palabras en la boca de un detractor galileano llamado Simplicio, y fue publicado en italiano, la lengua de la gente común, en un momento en el que los pronunciamientos científicos serios habitualmente se editaban en latín, el lenguaje sofisticado, aspirante a idioma universal, tanto de la ciencia como de la Iglesia. En 1633, debido a este libro de ciencia popular, Galileo fue clasificado bajo «grave sospecha de herejía». No sólo metieron los Diálogos en el Índice de libros prohibidos (donde permanecieron hasta 1835), sino que un edicto sagrado prohibió cualquier otra cosa escrita por Galileo.
Aunque de forma menos ostentosa, Darwin también plantó cara a la iglesia. Había reunido una cantidad inmensa de material que anulaba la opinión de la Iglesia de que las especies habían sido creadas de una tacada. Darwin podría haber optado por dirigir sus descubrimientos a los especialistas pero en cambio los publicó en un lenguaje común bajo la forma de libro divulgativo. En ambos casos, argumentó Gould, las ideas principales —para Dar­win, la evolución vía selección natural; para Galileo, el polémico sistema solar de Nicolás Copérnico que situaba el Sol en el centro— eran demasiado importantes como para dejar que las arbitraran instituciones de conocimiento anquilosadas. A veces la ciencia es demasiado importante como para dejarla en manos de los científicos: aquí tenemos a dos científicos de primera clase que deciden implícitamente que el público debe ser informado directamente, que la gente tiene derecho a evaluar las ideas por ellos mismos. Darwin fue más cauteloso que Galileo —mencionó a un Creador al final de El Origen87 y el censurado Galileo fue más políticamente astuto (o precavido) que el pobre Giordano Bruno; pero ambos socavaron la autoridad absoluta de la Iglesia, asaltando a la fe con pruebas y planteando refutabilidad en vez de infalibilidad. Y a medida que la estrella de la ciencia ascendía, en manos de hombres tan valientes y perspicaces, también creció su autoridad y la de la ciencia como institución. Por supuesto, hoy en día gran parte de la gente del planeta —por no decir la mayoría— concede a la ciencia más facultades para descubrir la verdad de las cosas que a la religión, que los escépticos y los ateístas consideran un atavismo. Sus textos preservan doctrinas, supersticiones y sabiduría contradictorias presentes hace miles de años que en vez de someterse a prueba han sido reforzadas por la fe y la repetición.
Sin embargo, los sistemas de creencia y la autoridad de aquellos que los postulan son irreductiblemente humanos. Como institución, la ciencia, al igual que la religión. está sujeta a las peculiaridades de las relaciones sociales jerárquicas. Los profanos —conservamos el término de aquellos fuera del clero— debemos confiar en las aseveraciones aparentemente mucho más sabias de aquellos que forman parte del negocio del conocimiento. (Ciencia proviene de scientia, «conocimiento» en latín).
Se podría argumentar que cuanto más radical es una nueva teoría, menos probable es que la autoridad establecida la acepte y más probable es que ofenda a aquellos que han invertido sus carreras en un área amenazada. Esta dinámica esencialmente conservativa rechaza la pseudociencia y la locura pero también pone obstáculos a aquellos que tienen ideas más correctas o útiles que tropiezan con las estructuras autoritarias y prevalecientes de poder intelectual. El mismo Galileo, más temerario que Darwin, se mostraba escéptico ante el pensamiento grupal, no sólo de los religionarios sino de los propios científicos, que ni de lejos eran inmunes al descarte de la evidencia y a la negación consensuada de la originalidad y el testeo. «El cometido de la Ciencia no es abrir una puerta que conduzca a un conocimiento sin fin, sino poner una barrera a la ignorancia sin fin», escribió. Según Galileo, un pensador solitario en su sótano podía ser más productivo y acercarse más a la verdad que un grupo de pontífices o expertos cuyo juicio estaba nublado por la presión grupal. «Ese hombre», escribe en El ensayador (1623), «será muy afortunado tras ser conducido por cierta luz interior inusual, siendo capaz de escapar de los laberintos oscuros y confusos en los cuales podría haber permanecido para siempre deambulando en grupo y enmarañándose incluso más. Por lo tanto, en lo que se refiere a la filosofía, no me parece muy sensato juzgar la opinión de un hombre en base a la cantidad de seguidores que tiene».88 El filósofo Friedrich Nietzsche defendía una idea parecida, a saber, que la locura es algo raro en los individuos pero común en las multitudes.
Se supone que la ciencia, a diferencia del dogmatismo religioso, está metodológicamente abierta a la innovación; se supone que acoge nuevas perspectivas si hay pruebas que las respalden. A diferencia de las autoridades eclesiásticas, que menospreciaron la aseveración de que la Tierra no era el centro del sistema solar, a Galileo no sólo le motivaba la nueva perspectiva, más realista, sino también la idea del cambio en general. Al dejar de estar en el centro, la Tierra pasó a formar parte de una «danza» de objetos celestes cambiantes. Así como la opinión anticuada (de una Tierra central y esferas fijas de estrellas) ofrecía el consuelo de la estabilidad y la confirmación de la astronomía aristotélica y bíblica, este nuevo punto de vista, basado en observaciones telescópicas, revelaba un universo lleno de sorpresas que insertaba a la Tierra y sus organismos en una especie de comunidad cósmica. El cambio debía ser bienvenido, no temido, aunque pusiera en duda la doctrina religiosa de la vida eterna. «Si la Tierra no fuera sujeta a ningún cambio», escribió el astrónomo en los Diálogos de 1632, «yo consideraría que la Tierra es un cuerpo grande pero inútil dentro del universo, paralizado... superfluo e innatural. Aquellos que tanto ensalzan la incorruptibilidad, la inflexibilidad y demás se obligan a pensar en estos términos debido a su exorbitante deseo de vivir mucho tiempo, así como debido al terror que sienten ante la muerte... No se dan cuenta de que si los hombres fueran inmortales nunca habrían venido al mundo».89
Vivir EN la historia
La práctica de la ciencia debe diferenciarse del pensamiento individual que es el espíritu de la ciencia. Tendemos a comportarnos como si viviéramos fuera de la historia, pero vivimos dentro de ella: nuestros ...

Índice

  1. Índice
  2. Parte I
  3. Parte II
  4. Parte III
  5. Parte IV