I. RELIGIÓN, POLÍTICA Y SOCIEDAD EN EUROPA
La religión in foro publico
Jean-Marc Ferry
Université de Nantes
El artículo 17 del Tratado de la Unión Europea invita a las religiones del espacio público europeo a un diálogo regular con los poderes públicos. El tratado afirma, además, que las religiones de este espacio representan «una contribución positiva a la base identitaria de la Unión». Esta llamada oficial a una implicación de las religiones en nuestros espacios democráticos (o así pensados) confiere una actualidad política al tema de la postsecularidad, un tema que fue introducido en los medios académicos. Se dice que una sociedad es secular si permite el compromiso en cualquier actividad pública «sin encontrar a Dios». La religión ha dejado de ser el principio estructurante para convertirse en una esfera delimitada entre otras, y la creencia en Dios, que antaño iba de suyo, se ha convertido en una simple opción que no es evidente por sí misma. Sin embargo, el carácter opcional de la creencia en Dios, así como la privatización de la convicción religiosa, serían fenómenos superficiales. Después de Max Weber, se admite que el declive de la influencia de la Iglesia en la determinación directa de las normas públicas encuentra un apoyo esencial en la diferenciación de las esferas donde se encarnan las racionalidades diferenciadas de la ciencia y la técnica, de la moral y el derecho, del arte y la religión. Éste es el punto de vista sociológico. Desde algunas posiciones filosóficas —por ejemplo las de Karl Löwith, Eric Voegelin o Carl Schmitt— se defiende, sin embargo, que con la autonomización de estas esferas de valor ha tenido lugar una transferencia de sacralidad, confiriendo una «perennidad escondida» a la tradición cristiana, lo que hace que se denuncie como ilusoria la pretensión moderna de establecer la sociedad sobre fundamentos autónomos. Se trata de la tesis llamada «genealógica», refutada por Hans Blumenberg, quien propone ver en la modernidad, no «el producto de una tradición desnaturalizada», resultante de una «transferencia de sustancia», sino una superación (finalmente) exitosa de las tentaciones gnósticas que no excluye la reinversión de funciones que han sido vaciadas. Sea como fuere, el aquí se ha convertido en el marco de las pretensiones de verdad y el punto de referencia de las búsquedas de realización personal.
Llamaremos «postsecular» a una sociedad que, sobre una base secular, exhorta a la superación del carácter privado de la religión en dirección hacia una sociedad radicalmente abierta: incluso las convicciones más absolutas conseguirían socializarse en los procedimientos responsables de discusión ordenados bajo la forma de enfrentamientos civiles, legales y públicos. Una sociedad postsecular es capaz de ofrecer, sobre una base igualitaria, un marco apropiado para una exposición pública de las convicciones sometida a la prueba de contra-experiencias y contraargumentos. En ese caso, no se confrontarían tesis doctrinales sobre la existencia o la inexistencia de Dios, sino las experiencias vividas extraídas de esa opción tomada a favor de la existencia o de la inexistencia de Dios. En un contexto así, donde la cuestión de Dios se despolemiza sin ponerse en sordina, las sociedades seculares ganarían sin duda profundidad abriendo la reflexividad sobre sus concepciones implícitas acerca de lo que es válido o no para orientar la existencia.
En el fondo, lejos de indicar un retorno hacia épocas preseculares, la postsecularidad sugiere, al contrario, que la secularización no se prosigue contra la religión, sino ahora con ella, y puede que en su seno, por el beneficio de una reconciliación de la razón crítica y de la fe. Por eso habría optado gustoso por la expresión «secularización segunda» o «secularización interna», más que por la de «postsecularidad». El término genera alarma, en particular en los medios en los que la laicidad es comprendida y utilizada como un muro contra la expresión pública de las convicciones religiosas. Sin embargo, así como la secularidad no implica una constitución laica de nuestros Estados, tampoco la postsecularidad significa un rechazo de los objetivos de la laicidad.
Hay que considerar la laicidad republicana a la francesa con perspectiva, como un arreglo institucional entre otros principios comunes a los Estados democráticos de derecho: la libertad de culto, la igualdad ante la ley, y la autonomía recíproca de las Iglesias y del Estado. Pero con más claridad que con la secularidad (típicamente protestante), la laicidad postcatólica descansa sobre una privatización de lo religioso. Se trata, sin embargo, en grados variables, de una constante de los Estados europeos modernos. Esto se explica en dos órdenes de consideración: uno histórico y otro sistemático.
En el orden histórico, la separación entre la convicción privada religiosa y la razón pública política, que podemos remitir a fuentes bíblicas, es fundamentalmente moderna. Se explica por el trauma de las guerras de religión del siglo XVI entre católicos y protestantes. Desde este punto de vista, la privatización de las convicciones religiosas fue una operación saludable, pues previno la dislocación social, pero también contribuyó a una pedagogía de la tolerancia. En el orden sistemático, la excomunión política de lo religioso está inscrita en la lógica de la razón pública tal como está estructurada por el espíritu liberal del derecho. Este aspecto sistemático es importante para mis propósitos. Es también el aspecto sobre el que menos se ha reflexionado.
Yo sugería que la secularidad no se traduce necesariamente en una constitución laica de nuestros Estados. Tampoco la postsecularidad implica un rechazo del objetivo de la laicidad. Este objetivo es la coexistencia en igualdad de convicciones fundamentales, eventualmente divergentes, en el seno de un espacio civil pacificado, si no plenamente reconciliado. No obstante, la perspectiva postsecular aspira a algo más que a una pacificación garantizada a través de la disminución oficial de la diversidad étnica y religiosa. Propone más bien un reconocimiento sustancial de las convicciones, siempre y cuando éstas acepten relacionarse con la razón no hegemónica que dirige las confrontaciones bajo los tres principios civilizatorios de la Europa moderna: la civilidad, la legalidad y la publicidad. La idea de la postsecularidad sugiere un levantamiento del velo de ignorancia puesto sobre las pertenencias y las convicciones. La contribución de las religiones al aprendizaje de cuestiones delicadas dejaría de estar limitada a los márgenes de los procedimientos democráticos abiertos. Lo que, en perspectiva, se perfila con una tal ampliación de la arena deliberativa no es solamente un especie de secularización interna de las religiones de Europa. Es también una transformación de la razón pública.
1. ¿Qué es la razón pública?
La expresión «razón pública» designa el conjunto de argumentos autorizados para justificar públicamente la adopción o el rechazo de las normas que poseen consecuencias políticas. Bajo este aspecto —que se llama estructural, a diferencia del aspecto procesual del debate—, la razón pública presenta una estructura selectiva de admisibilidad política de los enunciados que pretenden tener una fuerza normativa. Considerada positivamente, la razón pública tiene como objetivo realizar un «trabajo de reconciliación», tal como sostenía John Rawls, debido a que ella ofrece una base de principios sobre los que es posible un consenso (sobre lo Justo o lo Equitativo), más allá de los desacuerdos doctrinales (sobre lo Bueno, el Bien o el Mal). Pero considerada negativamente, la estructura de la razón pública censura los enunciados cuya pretensión normativa considera como no admisible. Por ejemplo, «Dios dice que…» ha dejado de ser un argumento admisible, menos aún un argumento dirimente, en nuestros espacios cívicos. Aunque una sociedad verdaderamente liberal tolera la expresión pública de todas las opiniones y convicciones, solamente algunas de ellas, las que concuerdan con la gramática del derecho moderno, pueden ofrecer una base aceptable para las deliberaciones políticas.
Consideremos la situación resultante de la llamada, dirigida por la Unión Europea a las religiones, a implicarse en nuestros espacios públicos. El problema, visto desde la laicidad liberal y republicana, es doble. Se trata, por una parte, de la intromisión de un poder espiritual en el orden temporal y, en consecuencia, del problema del fundamentalismo moral: una posición que afirma la superioridad incondicional de la ley moral sobre la ley civil, en razón del carácter categórico, absoluto y literalmente indiscutible del mandamiento del deber, interpretado como una voz interior que se impone a una conciencia no depravada. Se trata, por otra parte, de la subordinación por parte de lo Justo —comprendido como igual libertad de los individuos— a un Bien colectivo y, en consecuencia, del problema del perfeccionismo político: una concepción según la cual la vida en sociedad tiene como destino realizar un valor final y supremo para la Ciudad, por lo que las disposiciones que organizan la comunidad política se ven evaluadas con el criterio de su adecuación a ese fin.
Sin embargo, para el ethos liberal el fin de las sociedades modernas no es otro que la satisfacción del individuo y de su libertad. Siguiendo el sentido común moderno, se considera que cualquier disposición es políticamente justa si respeta la igual libertad de las personas. Esta afirmación se entiende en el sentido de que el interesado, él solo, está capacitado para definir su propio bien con total responsabilidad, sin que el Estado u otra autoridad determine en su lugar lo que es bueno para él. Por esta razón, el ethos liberal en sentido amplio es inconciliable con los gestos del fundamentalismo moral y del perfeccionismo político.
Sin subestimar la magnitud de estos problemas, es importante esclarecer la perspectiva abierta por el compromiso de las religiones en los diálogos europeos. Lo que está en juego es una forma de perlaboración entre religión y política y, más allá, una transvaloración del espíritu crítico y de la fe, dos elementos cuya sinergia habría conformado —se dice— el auténtico germen del humanismo europeo. Ahora bien, ¿en qué consistiría la transformación de esta relación por parte de lo político y por parte de la religión?
2. Por parte de lo político
En los Estados democráticos de derecho lo político está sometido, en cuanto a su legitimidad, a la estructura y al proceso de la razón pública. No obstante, lo político no se confunde con la razón pública. En primer lugar, porque lo político la desborda ampliamente e incluso, eventualmente, transgrede las razones que pueden justificar su ejercicio desde el punto de vista de la justicia política y del derecho público. En segundo lugar, porque una primera misión integradora del Estado lo convierte en agente operador de un equilibrio que contextualiza esta razón pública con respecto a las particularidades de la comunidad política en cuestión.
Lo político debe realizar, en efecto, un equilibrio entre la legitimidad de tres polos: el polo de la justicia política y de los derechos fundamentales; el polo de la autonomía cívica y de la voluntad política soberana; el polo de la identidad patrimonial, representado por el imaginario de una comunidad (por ejemplo, nacional) de valores y de tradiciones compartidas. Ahora bien, la razón pública debe lo esencial de su fuerza simbólica a los recursos de sentido del primer polo (derechos fundamentales y justicia política). En estado puro, su elemento principal es el concepto filosófico de derecho público. Se...