Elogio de las fronteras
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Elogio de las fronteras

  1. 112 páginas
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Elogio de las fronteras

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Régis Debray nos muestra en este incisivo "elogio" el anverso de "la aldea global", concepto acuñado por Marshall McLuhan. A través de un ameno recorrido sobre el concepto de frontera en la historia, Debray nos reta a comprender que aquellos muros no han caído, que la idea de frontera no sólo no se ha diluido sino que emerge en nuevas y sofisticadas formas. Y nuestro autor va más allá: su dimensión negativa también puede convivir —he ahí la complejidad— con una concepción que combata la imposición de la uniformidad. La frontera, en última instancia, como canto a la resistencia, a la diferenciación y, en palabras del pensador Aimé Césaire, como vacuna contra la "disolución en lo universal". Una obra, en suma, provocativa y lúcida, que no nos dejará indiferentes.

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Información

Año
2016
ISBN
9788416572526
Categoría
Filosofía
V
La ley de separación
«Hoy en día, ya no hay límites», oímos decir todas las mañanas en los mostradores y en las barras, donde se refugia la mejor filosofía en París. Feuerbach, mentor del gran Marx, reconocería a sus hijos en las tascas. No más límites, es cierto, ante la escalada de remuneraciones y prebendas, frente a las fruslerías de las señoronas sinvergüenzas y las desenvolturas de los presidentes que no saben estar en su sitio. La indecencia de la época no procede de ningún exceso, sino de un déficit de fronteras. Ya no hay límites a porque ya no hay límites entre. Los asuntos públicos y los intereses privados. Entre el ciudadano y el individuo, el nosotros y el mí-yo. Entre el ser y el parecer. Entre la banca y el casino. Entre los telediarios y la publicidad. Entre el Estado y los lobbies. El vestuario y el césped. La habitación y el despacho del jefe de Estado. Y así sucesivamente. Conflictos de interés y amistades peligrosas resultan de una confusión de las esferas. El principio de laicidad llevaba un nombre: la separación. La ley en el foro; lo privado en casa. Se inició en mayo de 1968 con la euforia de un guirigay simpático. Ahora zozobra en un caos de mercantilismo y de exhibicionismo. Es momento de invocar al dios Terminus, de levantar de nuevo los mojones y de volver a pintar las líneas amarillas. Sin lo cual no estaremos muy lejos de ese «fin del mundo» del que hablaba Feuerbach, autor de La esencia del cristianismo —por lo menos de ese mundo de facetas todavía no alisado ni formateado por el imperio de las cifras y de la imagen porque aún había formas que respetar—.
En la actualidad, lo informal no da pie con bola. Porque todo quiere ir a su bola, directamente al grano, sin plazo ni maneras. Se las daba de impulsivo, desacomplejado, pero eso huele a prefabricado. La ausencia de preliminares conduce mal al placer, como la ausencia de procedimientos a la buena justicia. Ya no más guardias en la entrada de los edificios, ya no más umbrales en las tiendas. Lo que no anuncia sino lo sombrío, el correo electrónico sin fórmulas de cortesía, el sexo sin «bagatelas en la entrada», el McDonald’s sin entremeses. La felicidad está en el campo, que así sea, pero no en el territorio indefinido.
Los eminentes sociólogos que han confundido la distinción con la morgue han abierto las compuertas del dinero, que cualquier barrera enoja y que la excepción cultural exaspera. La frontera tiene mala prensa: defiende los contra-poderes. No esperemos que los poderes establecidos, y en posición de fuerza, hagan su promoción. Y tampoco que esos atraviesa-fronteras que son los evasores fiscales, miembros de la jetset, astros del esférico, traficantes de mano de obra, conferenciantes de 50.000 $ estadounidenses, multinacionales adeptas a los precios de transferencia, declaren su amor a aquello que les hace de barrera. En la monotonía de lo acuñable (el dinero siempre es más, o menos, de lo mismo), prospera la aspiración a lo inconmensurable. A lo incomparable. A lo refractario. Para que podamos de nuevo distinguir lo auténtico de lo falso. Ahí reside por cierto el escudo de los humildes, contra lo ultrarrápido, lo inaprensible y lo omnipresente. Son los desposeídos quienes tienen interés en la demarcación franca y neta. Su único activo es su territorio, y la frontera su principal fuente de ingresos (cuanto más pobre es un país, más depende de sus tasas de aduana). La frontera iguala (por poco que sea) las potencias desiguales. Los ricos van donde quieren, volando; los pobres van donde pueden, remando. Aquellos que dominan los stocks (de cabezas nucleares, de oro y de divisas, de saberes y de patentes) pueden jugar con los flujos y volverse aún más ricos. Quienes no tienen nada en stock son los juguetes de los flujos. Lo fuerte es fluido. Lo débil no tiene para sí más que su redil, una religión inexpugnable, un dédalo inocupable, arrozales, montañas, delta. Guerra asimétrica. El depredador odia la muralla; a la presa le encanta. El fuerte domina los aires, lo que de hecho lo conduce a sobrevalorar sus fuerzas. Resistentes, guerrilleros y «terroristas» no tienen ni helicópteros ni drones ni satélites de observación. Su hermano no es el cielo, sino el subsuelo. Están casados con el túnel, la guarida y las galerías subterráneas. ¡Bien jugado, viejo topo!
Deseemos para mañana otro domicilio que no sea la madriguera o la gruta, pero no nos hagamos ilusiones sobre lo que de balcanización nos trae la globalización. Acerca de lo que la bomba de diáspora libera de energía identitaria aquí y allí. Flujos migratorios, circulación de hombres y mezcla son bienvenidos, pero el traje de arlequín planetario es tanto confrontación como mestizaje. La afluencia de inmigrantes despierta la xenofobia de los países ricos de acogida y, en las congestionadas megalópolis, los exiliados de la miseria cavan sus propias zanjas. En La forma de una ciudad, Julien Cracq recuerda que «el estado de fricción latente y continuo electriza las relaciones». El toqueteo civilizacional provoca eczema. Los integrismos religiosos son las enfermedades de la piel de un mundo global en el que las culturas se toquetean. «Cuando el espacio sin límite se unifica hasta convertirse en zona frontera, entonces el mundo entero se convierte en zona irritable».23 Y cada choque, un grito de cólera, y cada desacuerdo, una cuestión de honor. Nos golpeamos, nos espiamos, nos ultrajamos, nos encendemos por una palabra de más. El narcisismo de las pequeñas diferencias, exacerbado por la comunicación en tiempo real, engendra paranoias relámpago. Vigilancia del vocabulario, trazado del menor gesto, pleitos entre comunidades —amargo efecto de una globalización aceite y vinagre—. Viejo asunto, dirán algunos. Estrasburgo siempre ha sido más chovinista que París, Jerusalén más judaizante que Tel Aviv, Lahore más integrista que Karachi, y Bombay más hinduista que Delhi. La exposición al borde favorece la urticaria. Nos ilusionamos viendo las civilizaciones como grandiosos charcos que se pliegan desde el centro a la periferia hasta sus tristes confines, decreciendo desde lo más colorado a lo más desteñido. Al contrario que las curvas de nivel: en un melting pot tanto más volcánico cuanto efervescente, las cuencas de cultura se elevan en pira, y algunas en caldera.24 ¿Está en crisis lo anexo? Es en la juntura de las capas humanas donde la «comunidad internacional» (o aquella que así se denomina) debería posicionar sus cascos azules, sobre todo porque sus escalones escapan al poder central de los Estados. Restringiendo los imperios, sancionando sus guerras idiotas, previniendo el resentimiento de los invadidos y de los deshonrados.
Menudo programa de subversión dentro de la subversión.
El pequeño-burgués se sintió liberado cuando el aire del tiempo cesó de discernir entre clases, sexos, entre la obra y el producto, entre el rojo y el negro, entre la información y la comunicación, la pasta y lo chic, la escena y la sala, la cosa y su mención. Y el problema nació poco después del embrollo. El otro ha desaparecido, y con él el azote de lo negativo. Narcisismo generalizado. No dudo de que una defensa de la frontera vaya a ser reducida a una apología de la ballesta cuando asoma el arcabuz o de la línea Maginot cuando aparecen los panzers. Se me señalará que Google, el Instituto Pasteur y el grupo de expertos intergubernamentales sobre el cambio climático, sin olvidar, pero por razones muy distintas, los estudios de Hollywood, calculan y establecen modelos más allá del horizonte. ¿No sabe usted, hombre de Dios, que de todas partes nos llueven los «bienes culturales» desmaterializados, sin papel ni celuloide ni cinta magnética? Admitámoslo: la combinación de los cultos del gadget y de Gaia le dan al dogma del sinfronterismo un aire de evidencia, sin el cual no habría conquistado los hearts and minds de los beatos, querubines y pardillos. Si la negra reputación de la frontera circula por todas partes (del tipo: «¡el nacionalismo es la guerra!»), el sinfronterismo humanitario destaca a la hora de blanquear sus crímenes. Mejor aún: ha transformado un confusionismo en mesianismo. Ha disfrazado de revolución una contrarrevolución. Devolvámosle su polémica maldad a golpe de ismos (el justo revés de esos soberanismos, jacobinismos, culturalismos, relativismos y otros cinismos, con los cuales viste de ridículo a los aguafiestas hogareños).
¡Adelante, tontos de capirote! ¿Qué es el sinfronterismo?
— Un economismo. Al abrazar el global marketplace, al «internalizar» la economía de escala y de alcance, al consagrar la libre circulación de capitales y mercancías, aunque supuesta y extrañamente excluya la de las violencias, un aura de buena voluntad y de comunidad de destinos disfraza de fraternidad a una multinacional. Y le da una coz al político atrapado en su gleba por la coerción electoral. Avala la menor cantidad de Estado disimulando su corolario: un extra de mafia; da un lustre de generosidad a la ley del más fuerte; y recubre con un manto de compasión desregularizaciones y privatizaciones. Empujadas por las finanzas ambulantes, la escritura numérica y la universalidad del bit, nuestras sociedades off shore se chupan los dedos. Sponsors garantizados. Charity business en el top.
— Un tecnicismo. Una herramienta estándar no tiene ni latitud ni longitud. Mi último modelo tendrá una duración de funcionamiento breve, pero podrá encontrarse por todas partes en un santiamén. El unicode standard, susceptible de codificar todas las escrituras (incluso vuestros millares de kanjis), se impone a todos los ordenadores. Esta hybris robótica que quiere dárselas de metacultura mundial, con ayuda de lo numérico y de la fibra óptica, acabará por confundir lo poshumano con el torbellino.
— Un absolutismo. El delincuente no interioriza la noción de límite. El profeta tampoco. Ni el pseudosabio. Estos tres pillos tienen en común que se extralimitan. Son peligrosos porque tienen respuesta a todo y en tod...

Índice

  1. I A contrapelo
  2. II En el principio era la piel
  3. III Nidos y nichos, el retorno
  4. IV Cierres y portales, el ascenso
  5. V La ley de separación