El encantamiento del mundo
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El encantamiento del mundo

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El encantamiento del mundo

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Desde el nacimientos nos dejamos fascinar, hechizar e hipnotizar por el mundo y los otros que nos rodean. ¿Cuál es este poder oculto que nos gobierna y nos obliga a quedar capturados por los gestos, la mirada y la voz de los otros? Esta reacción la compartimos con todos los animales que al nacer necesitan el cuidado de otros para poder sobrevivir. La fascinación que nos liga a nuestro mundo es un producto de la evolución. Pero, si los animales quedan hechizados por los sentidos cuando perciben el olor, el color o la postura de otros, para los humanos se añade otro tipo de hechizo: los significados que cada uno atribuye a las cosas hechizando, a su vez, el mundo y recreándolo como su mundo mental. Cuando los humanos conversan con otros sobre y desde su representación particular del mundo, no saben cuál es la del otro y, sin embargo, nos sirve para comunicar. Y este mundo puramente mental no está separado de nuestro físico, porque todo nuestro organismo está penetrado por los significados que creamos. Esta obra ofrece un amplio panorama de los aspectos más sutiles y sorprendentes del comportamiento humano y su desarrollo. Boris Cyrulnik lo compara a cada paso con las conductas de las más diversas especies animales. A la vista de sus asombrosas capacidades y actitudes, sólo recientemente descubiertas y reconocidas, cabe preguntar qué queda aún como lo específicamente humano. El autor intenta responder desde la etología humana a la pregunta por nuestro lugar en el mundo de lo viviente y por nuestro estatuto en este planeta.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418193484

Capítulo 1

EL CUERPO

Primeros hechizos

El embrujamiento aparece a partir de los primeros minutos posteriores al nacimiento, cuando el recién nacido mama los captores sensoriales a los que resulta sumamente sensible.
El feto ya había percibido las informaciones que lo afectaban y a las que respondía mediante conductas de exploración, a raíz de los desplazamientos de la madre, cambios de postura y fuertes ruidos. Pero, al final del embarazo, el bebé prefería claramente la palabra de su madre que, como una caricia, se ponía en contacto con sus labios y manos para vibrar allí suavemente. Entonces él respondía llevándose a la boca todo lo que asía y todos los días tragaba líquido amniótico, lo que le permitía degustar a su madre al tiempo que la escuchaba.
Después del nacimiento, el simple hecho de vivir en un mundo aéreo cambió la forma de los estímulos: la luz se hizo más viva, el aire más frío y las colisiones más duras. Pero nos olvidamos de hablar de un trastorno vital: la sequedad. Después de nueve meses en un universo acuático, tibio y protector alrededor del cuerpo, pero también en la boca y la nariz, de pronto resultó imprescindible secarse.1El bebé tuvo frío y tuvo sed y, a causa de esas dos privaciones iniciales, se hizo sensible a la calidez de los brazos que lo rodeaban y a la humedad del pezón que se le ofrecía. Encontró la forma de ponérselo en la boca y ejecutar el increíble libreto conductual que constituye la primera mamada, porque ya se había entrenado mucho antes del nacimiento, cuando su madre, al hablar, lo había incitado a explorar con la boca y las manos todo aquello que flotaba.
Desde los primeros minutos posteriores al nacimiento, lo que despertó su avidez de fascinación fue una falta, la pérdida de calor y humedad nutricia. Esta privación estimuló su sensibilidad ante un objeto sensorial compuesto por el cuerpo tibio y contenedor de la madre, y un pezón fragante que segrega calostro, la primera leche diluida que le permite al bebé reencontrarse en parte con algo del universo acuático desaparecido y mojarse un poco. Por lo tanto, lo que despertó su avidez de volver a encontrar cualquier objeto que evocara el océano pasado que lo rodeaba, fue una pérdida, un leve sufrimiento. No habría podido quedar hechizado con una aguja, un vivo resplandor o un empujón, mientras que un objeto sensorial que evoca una huella inscrita en su breve memoria tuvo el poder de capturarlo, para su inmensa felicidad.
El libreto conductual del primer encuentro constituye tal vez la metáfora que tematiza nuestra supervivencia y explica la necesidad de hechizarnos. El recién nacido que no encontrara un pezón no podría sobrevivir pero, para que se tope con él, es preciso que se haya sensibilizado a raíz de una falta. El primer embrujamiento exige un cuerpo materno y el sistema nervioso de un bebé sensibilizado por una falta.
El mundo se experimenta con los sentidos mucho antes de la palabra, pero «un sistema vivo inteligente sólo puede funcionar y desarrollarse según la dotación que tenga para actuar y reaccionar».2
Mucho antes de la convención del Verbo, el mundo viviente está estructurado mediante la sensorialidad que le da una forma perceptible precisa. Ese mundo palpable posee un sentido complementario que se lo otorga la flecha del tiempo. Hay quienes piensan que la evolución del mundo viviente tiene un sentido intencional. Con toda seguridad es direccional, ya que un rasgo adquirido o una especie que ha aparecido jamás podrán volver atrás. Un pájaro sólo puede nacer y dar vida a otro pájaro antes de morir, y jamás se transformará en una rana. Esta imagen es exagerada, pero permite ilustrar bien la idea de que la evolución no puede dar marcha atrás.
Cuando aparece el Verbo, cambia la naturaleza del tiempo. Lo que lo mueve ya no es la duración que transforma los cuerpos, sino la representación del tiempo, la historia. Hemos podido determinar el surgimiento de lo sagrado en África oriental cuando, hace 1,3 millones de años, los hombres conservaban el cráneo de los muertos modelándolos con una capa de arcilla. Este rito de conservación de los cráneos nos permite comprender que en esa época ya se creía que el espíritu se asentaba en ese lugar del cuerpo. Un hombre que pierde una mano sigue siendo un hombre, pero, si se le corta la cabeza, su cuerpo deja de ser humano y se convierte en un objeto. El hombre de Neandertal comprendía muy bien que el cuerpo de su amigo muerto ya no estaba habitado por el hálito del alma. Percibía a el muerto y se representaba la muerte, lo cual lo impulsaba a inventar una sepultura para no verse obligado a arrojar el cuerpo del amigo, a quien todavía quería.
Con este pensamiento se han organizado todos los rituales psicoterapeúticos desde la Antigüedad. En la Mesopotamia, el médico babilonio distinguía, al igual que hoy, la medicina exterior, ejecutada con la mano (la cirugía), y la medicina interior, realizada mediante la palabra por los sacerdotes encargados de la asistencia. Los sufrimientos interiores se explicaban por la intervención de un demonio que se asentaba en el órgano elegido. Este esquema parasitario del cuerpo permitía ya entrever la imagen de una arqueopsicosomática.
En Egipto, el más conocido es Imhotep (2850 a. C.). Los papiros dan testimonio de la presencia de especialistas veterinarios, ginecólogos y dentistas, también ellos clasificados en cirujanos manuales y exorcistas de más alto rango.
En la Persia antigua, Zaratustra (600 años a. C.) nos ha legado el concepto de espíritus poseídos por el diablo, que en muy gran medida ha asimilado el Occidente cristiano.
Los hebreos han descrito escrupulosamente algunas enfermedades mentales que todavía conocemos hoy. El rey Saúl suplicaba que le hicieran el favor de matarlo, como todavía imploran los melancólicos. Y Nabucodonosor se creía un caballo, como afirman algunos esquizofrénicos. Por eso, en el 490 d.C. los hebreos construyeron en Jerusalén la primera «clínica psiquiátrica».
También los hindúes separaron el cuerpo del alma y perseguían a los malos espíritus con las palabras contenidas en los Vedas, intentando actuar sobre ellos mediante las posturas del yoga.
Curiosamente, en algún momento los griegos olvidaron el cerebro. Creían que el alma se asentaba en el diafragma, de donde surge el concepto de oligofrenia (que tiene poco desarrollada la mente). Pero, muy rápidamente, Crotón (500 a.) volvió a situar el alma dentro del cerebro, a causa de su conexión con los órganos de los sentidos. Hipócrates lo consideró la sede de la inteligencia, y Galeno (200 d. C.) puso en marcha la aventura moderna del cerebro y la mente, al afirmar que las impresiones del mundo exterior penetran por los ojos en los ventrículos cerebrales.
Lo que resulta muy extraño es la dificultad que siempre hemos tenido para representarnos la mente. Sabemos que actúa sobre nosotros, sin que nos demos cuenta, que penetra por medio de los sentidos y nos inunda de fluidos. Sabemos también que podemos actuar sobre el mundo no percibido, mediante palabras, sortilegios, danzas, posturas e incluso con algunas sustancias, puesto que todas las culturas, hasta las más antiguas, han descubierto y utilizado el efecto alucinógeno de algunas plantas para conseguir la prueba de la existencia de un tercer mundo, el del espíritu, diferente de los de la vigilia y el sueño. La condición paradójica de las relaciones entre la mente y el cuerpo en el curso de nuestra historia consiste en que lo ignorado actúa sobre nosotros, mientras que lo sabido actúa sobre él. Lo conocido actúa sobre lo desconocido, lo cual permite explicar nuestra antigua tendencia a asociar la ciencia y la magia. Oprimir un botón del televisor para ver lo que ocurre en China se convierte en el equivalente psicológico de un «Ábrete, Sésamo», una palabra que actúa sobre la roca. Las leyes fenoménicas son muy diferentes en ese caso pero, si no las estudiamos, llegamos a experimentar la ciencia como un tipo de magia. Sin ideas claras, no podemos pensar. Pero, en la medida en que establecemos categorías para delimitar los elementos y las agrupamos con el fin de calcular y de juzgar, estamos creando una trampa del pensamiento.
El análisis del mundo permite examinarlo. Creemos que lo dominamos cuando simplemente le damos forma a la representación que nos hemos hecho. Para no confundir fenómenos pertenecientes a mundos tan diferentes, los separamos de modo equivocado: el cuerpo constituido por sustancia extensa no tiene nada de común con un alma imperceptible y sin sustancia, amarrada al mástil de la epífisis mediante una voltereta intelectual.
¿No habría algún medio de abordar el problema en términos de embrujamiento natural? Ya no se trataría de buscar de qué modo el alma se coloca dentro del cerebro, sino más bien de interesarse «por el cuerpo humano, por la condición que le otorga al hombre y por la relación que mantiene con la humanidad».3

Mundos animales y mundos humanos

No sirve para nada enumerar el catálogo de las diferencias entre el cuerpo del hombre y el de los animales (escamas, pelo, plumas, patas, rabos, ancas) ni el de las diferencias de producción (hierro, herramientas, prohibición del incesto, lenguaje…). Me parece que el objetivo psicológico de esta clasificación consiste en reparar la vergüenza de nuestros orígenes, como si fuera preciso que perteneciéramos a cualquier precio a la especie elegida y no tuviéramos nada que compartir con esos seres con pelo, patas y carentes de lenguaje.
Una mirada evolucionista le otorgaría al hombre un lugar en el movimiento de la vida: «no hay nada en su tipo de organización que no se encuentre en los otros vertebrados. […]Pero en el hombre el progreso del psiquismo alcanza su punto más alto; una conciencia humana es capaz de conocerse a sí misma, de considerarse como un objeto. El esfuerzo de cerebralización iniciado desde el comienzo de la vida encuentra así su expresión profunda, y la humanidad representa la conclusión del mismo proceso biológico que aquel del cual proviene el árbol de los vivos».4
Al igual que los animales, el hombre pertenece a un mundo de seres vivos en el cual, a diferencia de aquellos, adquiere un lugar humano. Esta idea no es original. Sin embargo, no se la termina de admitir ya que se nos pregunta sin cesar para que contestemos si el hombre es o no un animal. Conozco incluso a grandes biólogos, elegantes escritores, que se enfadan cuando se sostiene que el hombre es un animal (si tomamos en cuenta las secreciones neurohormonales), y que lo mismo se molestan cuando se sostiene que el hombre no es un animal (si se considera su producción intelectual).5
Lo que incomoda es la pregunta, puesto que obliga a una respuesta parcial, como todas las alternativas. Pero me siento mucho mejor después de haber leído a Woody Allen, porque ya sé la conducta que debo seguir: «Cada vez que me piden que elija entre dos caminos, no vacilo jamás: ¡tomo el tercero!».
Sin duda debemos renunciar a la metáfora del corte, del vacío entre el hombre y el animal que nos obliga a elegir entre el que habla y el que no habla, entre el que tiene un alma y el que no la tiene, entre el que podemos bautizar y el que podemos cocinar. Luego de esta metáfora trágica, que ha hecho posible la esclavitud y el exterminio de pueblos enteros, han aparecido las variantes de la jerarquía, dentro de la cual el hombre, en la cima de la escala de los seres vivos, se permite destruir, comer o excluir del planeta a los otros seres terrestres, animales o humanos, cuya presencia le incomoda.
Podemos extraer múltiples enseñanzas de la filogénesis del cerebro en el mundo viviente: primero lo hemos pesado para llegar a la conclusión de que, cuanto mayor era su tamaño, más inteligente era el animal. Este concepto pintoresco ha dado lugar a anécdotas muy divertidas y a menudo trágicas como por ejemplo: «el cerebro de las ballenas es más inteligente que el de las hormigas», lo que lleva de inmediato a: «el cerebro de los ingleses es más grande que el de los africanos», o «el cerebro de Stalin es más voluminoso que el de Einstein» (adivinad las ideas políticas del neurólogo) y por último: «el cerebro de los hombres es más pesado que el de las mujeres» (lo cual es verdad).
Todo esto fue muy fácil de refutar. Entonces, para hacer ciencia, se calcularon los coeficientes cefálicos de los seres vivos (relación entre el peso del cerebro y el del cuerpo), pero las excepciones a la regla eran tan numerosas que se hizo necesario buscar otros índices.
Una manera más fecunda de plantear el problema consiste en observar de qué modo, en el mundo viviente, la nutrición y el sistema nervioso han aparecido gradualmente para crear nuestras condiciones de vida humana.
Jacob von Uexküll, uno de los pioneros de la etología, ha propuesto una teoría de la significación, una semiótica del mundo de los seres vivos en la cual los «insectos, abejas, abejorros y libélulas […] y hasta los animales que no se separan del suelo, como ranas, ratones, caracoles y gusanos, parecen moverse libremente en la naturaleza. […] Esta impresión es engañosa. En verdad, cada uno de los animales […] está vinculado a un mundo que es su morada».6 El mundo de una rana no es el del hombre, que tampoco es el del erizo de mar. Estos tres seres vivos situados en una misma ecología biofísica percibirán significados materiales diferentes. El objeto portador del significado «alimento» es mayormente olfativo para el ratón, más visual para el hombre y quimiotáctil para el erizo. El significado del «alimento» es distinto para cada uno de ellos porque sus respectivos sistemas nerviosos seleccionan percepciones diferentes que caracterizan el mundo que habita esa especie. La boca y el cerebro los llevan a vivir en mundos diferentes, aun cuando estén compuestos por los mismos ingredientes materiales.
El proceso gradual de semiotización del mundo se vale de fenómenos diversos, percibidos y organizados por el sistema nervioso para convertirlos en portadores de significados, típicos del organismo.
En ese mismo carácter, habría que incluir en el proceso a las plantas, e incluso a los hongos, sin clorofila y a veces muy cercanos al reino animal. Las plantas, que no tienen sistema nervioso que les permita procesar informaciones distantes, desde el receptor al efector, sólo pueden vivir sumidas en su medio, inmersas en su ecología. El sol calienta las pilas clorofílicas que proveen la energía necesaria para absorber el agua. Como no tienen sistema nervioso, esas pilas deben captar los rayos del sol, y sus raíces, las moléculas de agua. El sol, el agua y la tierra constituyen los ingredientes cósmicos con los que la planta debe estar en contacto para poder vivir. Las reservas son débiles y sólo puede buscar agua mediante sus raíces. Los mensajeros químicos y térmicos tienen un papel privilegiado en este proceso, puesto que necesitan que el organismo esté inmerso en su hábitat.
El mundo que rodea a un animal es radicalmente diferente. Al igual que las plantas y los hombres, tiene necesidad de sol, agua y minerales. Pero, gracias a su sistema nervioso, no tiene necesidad de quedar inmerso en las informaciones. Puede almacenar reservas de energía en forma de grasa, lo cual le da tiempo para buscar la información que precisa. El animal ya vive en un mundo de indicios en el cual la proximidad es necesaria, pero también accede al mundo de las imágenes en las que el ser vivo percibe representaciones visuales y no solamente longitudes de ondas. La grasa que permite almacenar alimento y el sistema nervioso que se apropia de mayor espacio y tiempo, al procesar informaciones cada vez más alejadas, constituyen entonces un primer grado de libertad biológica.
La semiotización del mundo no se ocupa sólo de los códigos y los mensajes, sino que combina las informaciones elementales para convertirlas en representaciones: lo que el animal percibe es ya una representación del mundo. Supongamos que el hombre actual ve una c...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. INTRODUCCIÓN
  6. CAPÍTULO 1: EL CUERPO
  7. CAPÍTULO 2: EL ENTORNO
  8. CAPITULO 3: EL ARTIFICIO
  9. Cómo se cierra un libro
  10. NOTAS