Capítulo 1
Cómo pensar en la cultura:
Recordar a Niebuhr
Antes de sumergirnos en este tema, lo mejor es que lleguemos a cierto consenso sobre qué queremos decir al hablar de “cultura”.
No hace mucho tiempo, “cultura” hacía referencia normalmente a lo que hoy día se considera “alta cultura”. Por ejemplo, podríamos haber dicho: “¡Tiene una voz tan cultivada!”. Si una persona leía a Shakespeare, Goethe, Gore Vidal, Voltaire y Flaubert, y escuchaba a Bach y a Mozart mientras leía un breve volumen de poesía, degustando un suave Chardonnay, era una persona culta; si leía novelas policiacas baratas, cómics de Astérix y libros de Eric Ambler (o mejor aún, si no leía nada en absoluto), mientras bebía cerveza o una Coca-Cola y escuchaba ska o heavy metal al tiempo que concentraba su atención en la pantalla de la X-Box, donde a gritos se entretenía con el último juego violento a la venta, era una persona inculta. Pero este concepto de “cultura”, tarde o temprano, será cuestionado por aquellos para quienes la “alta” cultura supone un tipo de elitismo, algo intrínsecamente arrogante o condescendiente. Para ellos, el antónimo de “alta cultura” no es “baja cultura”, sino “cultura popular”, expresión que apela claramente a unos valores democráticos. Pero incluso la apelación a la “cultura popular” no resulta muy útil para nuestro propósito, porque solo apela a una parte de la “cultura”: presuntamente, ahí fuera también pululan diversas formas de “cultura impopular”.
Actualmente, “cultura” se ha convertido en un concepto bastante plástico que significa algo así como “el conjunto de valores que en general comparten los miembros de algún subconjunto de la población humana”. No está mal, pero sin duda esta definición podría mejorar estrechándola un poco. Probablemente, la definición básica más importante, que surge de los campos de la historia intelectual y la antropología cultural, sea la de A. L. Kroeber y C. Kluckhohn:
La cultura está compuesta de patrones, explícitos e implícitos, de y para la conducta, adquiridos y transmitidos por símbolos, que constituyen el logro distintivo de grupos humanos, incluyendo su plasmación en artefactos; el núcleo esencial de la cultura consiste en ideas tradicionales (es decir, derivadas y seleccionadas históricamente) y, especialmente, en los valores que las acompañan; por un lado, los sistemas culturales pueden considerarse productos de la acción; por otro, elementos condicionantes de actos futuros.
Hay otras cuantas definiciones que dicen algo parecido a esto. Una de ellas, concisa y directa, es la definición de una sola línea de Robert Redfield: “conceptos compartidos manifiestos en actos y en artefactos”. Otra definición muy citada, que nos ofrece Clifford Geertz, combina la concisión con la claridad: “El concepto de cultura… denota un patrón de significados transmitido históricamente y encarnados en símbolos, un sistema de conceptos heredados expresados de forma simbólica por medio de los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento sobre la vida y sus actitudes hacia ella”.
Sin duda, los detalles de estas definiciones se pueden debatir y refinar; ciertamente, una minoría significativa de antropólogos y otros se muestran suspicaces frente al concepto general de la cultura. La razón primaria tiene que ver con la confusión sobre lo que significa “cultura” y lo que significa “metanarrativa”. Los críticos nos ofrecen dos argumentos dominantes. Primero, insisten ellos, debemos rechazar sin más la pretensión de que es posible una metanarrativa: no existe una amplia historia explicativa que encuentre sentido a todas las pequeñas historias. Y si rechazamos el concepto de metanarrativa, no podemos seguir hablando de la cultura, dado que esta se encuentra vinculada con hipótesis universales o incluso trascendentales. Segundo, todos estos debates presuponen que nosotros, que hablamos de la cultura, nos hallamos fuera de ella, lo cual es imposible. Por ejemplo, todo debate entre Cristo (y, por tanto, el cristianismo) y la cultura es incoherente, dado que todas las formas de cristianismo se encuentran inherente e ineludiblemente insertas en una expresión cultural. ¿Cómo puede haber un diálogo cuando solo hay un interlocutor?
En el tercer capítulo intentaré abordar algunos de estos retos. Este no es (aún) el lugar donde sondear este asunto con detalle. Por el momento, basta con señalar que el uso que hago de “cultura” encajará cómodamente en el ámbito de las definiciones que ya he proporcionado, en concreto en la contribución de Geertz. Estas definiciones presuponen que existen muchas culturas, y no tienen la pretensión de asignar un valor trascendental a ninguna de ellas. No es posible negar razonablemente que todas las ejemplificaciones de la fe, cristiana o no, se expresan necesariamente dentro de formas que son culturales. Aún tenemos que dilucidar qué supone esto para el diálogo.
Lo cual me lleva al meollo del tema que deseo abordar.
El desafío contemporáneo
Con el paso del antiguo pacto al nuevo, el eje del pueblo del pacto pasó de la nación del pacto al pueblo internacional del pacto. Esto planteó inevitablemente preguntas sobre las relaciones que mantendrían estos pueblos con quienes les rodeaban y que no formaban parte del nuevo pacto. En términos políticos, los cristianos tuvieron que plantearse la relación entre la Iglesia y el Estado, entre el reino de Dios y el Imperio Romano. Las distintas circunstancias exigieron que las respuestas fueran también dispares: comparemos, por ejemplo, Romanos 13 y Apocalipsis 19. Pero los problemas a los que se enfrentaba la Iglesia por ser una comunidad internacional que exigía una lealtad última a un reino que no es de este mundo fueron mucho más que gubernamentales. También tuvieron que ver con si los cristianos debían participar de costumbres que se esperaban de ellos en su cultura, siempre que esas costumbres tuvieran connotaciones religiosas (p. ej. 1 Corintios 8), se relacionasen con formas de gobierno (p. ej. Mateo 20:20-28), con toda una batería de expectativas relacionales (p. ej. la epístola a Filemón; 1 Pedro 2:13–3:16), el reto que suponía la persecución (p. ej. Mateo 5:10-12; Juan 15:18–16:4; Apocalipsis 6), y muchos temas más.
Por supuesto, todas estas dinámicas cambiaron debido a la decisión de Constantino, pero esto no quiere decir que desde principios del siglo IV se resolvieran todas las tensiones y se acallasen los debates. Obviamente, el reto de cómo responder a la persecución oficial perdió relevancia en el imperio tras la subida al poder de Constantino, pero tuvo que dilucidar otras preguntas. Por ejemplo, la teoría de la guerra justa, expresada en su forma pagana por Cicerón, adoptó formas distintivamente cristianas una vez los creyentes se enfrentaron a las responsabilidades crecientes del liderazgo político. “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”, había dicho el Maestro (Marcos 12:17), y era improbable que las consecuencias de esa afirmación, dentro del contexto de los documentos del Nuevo Testamento como un todo, llegase a una resolución estable en el lapso de una o dos generaciones. Solo en el terreno de la política, los cristianos escribieron numerosos tratados mientras intentaban establecer las relaciones idóneas entre Cristo y la cultura.
Sin embargo, no tengo intención de estudiar la historia de estos debates, excepto para comentar de pasada que nunca debemos caer en la trampa de suponer que somos la primera generación de cristianos que piensa en estas cosas. Quiero centrarme en cómo deberíamos plantear las relaciones entre Cristo y la cultura ahora, a principios del siglo XXI. Por supuesto, disponemos de los mismos textos bíblicos que indujeron a reflexionar a las primeras generaciones de cristianos, pero nuestras reflexiones quedan conformadas por seis factores únicos:
1. Sobre todo dentro del mundo anglosajón, el tratamiento de estos asuntos no puede pasar por alto el análisis programático de H. Richard Niebuhr. Volveremos con él dentro de poco.
2. Vivimos en una época en la que diversas voces reclaman el derecho de citar cuáles deberían ser las relaciones entre Cristo y la cultura.
3. Debido a la tecnología moderna de la comunicación y a los patrones de la inmigración, que han convertido a gran número de megalópolis repartidas por el mundo en centros extraordinarios de la multiculturalidad, se producen muchos debates sobre lo que es “cultural” y lo que es “multicultural”.
4. Esto, a su vez, ha precipitado los debates sobre los méritos relativos de una cultura respecto a otra o, dicho de otra manera, sobre si alguien tiene derecho a afirmar la superioridad de una cultura sobre otra. Por supuesto, esto a su vez alimenta los debates sobre las af...