La muerte del sol
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La muerte del sol

  1. 416 páginas
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La muerte del sol

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Información del libro

En un pequeño pueblo de la sierra de Balou vive el joven Li Niannian, de catorce años. Una tarde, después de ponerse el sol, Niannian se da cuenta de que algo inusual está sucediendo. Los aldeanos parecen actuar dormidos; uno tras otro, van cayendo en un extraño episodio de sonambulismo colectivo. Ante los ojos del muchacho, da comienzo un desfile de vecinos que, como víctimas de una extraña epidemia, se levantan en mitad de la oscura noche para entregarse a sus deseos más ocultos y desatar un infierno. Con el paso de las horas, los saqueos y la violencia se extienden por la región. Mientras tanto, los funcionarios y líderes locales se hunden en el libertinaje o en delirantes fantasías de grandeza, ajenos al drama del pueblo. La pesadilla solo terminará cuando llegue la mañana y el sol vuelva a salir, pero el tiempo parece haberse detenido y, a la hora del alba, una insondable oscuridad llena aún el cielo hasta donde alcanza la vista.Yan Lianke, nos sumerge en esta historia siniestra y cautivadora en la que acompañamos a Li Niannian, a sus padres, e incluso al propio autor, transformado aquí en personaje, en un intento desesperado por salvar el pueblo del caos y la locura.

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Información

Año
2020
ISBN
9788415509660
Categoría
Literatura

LIBRO SEGUNDO

SEGUNDA VIGILIA: LAS AVES VUELAN SIN TON NI SON

1

21:00 – 21:20

El negocio familiar Nuevo Mundo también vivió su episodio de sonambulismo.
El de mi madre.
Cuando me fui, la dejé tirada en mitad de la tienda con la cabeza ladeada, un montón de pliegos de papel de colores delante y las tijeras en el suelo, a sus pies. La calle seguía igual. La luna brillaba clara. Las farolas, pardas. Y sus luces, clara una y pardas las otras, se mezclaban como cuando en una palangana de agua limpia viertes la turbia de lavar las verduras. Al final, el agua limpia se ensucia y se vuelve también turbia.
El silencio era absoluto. Sepulcral.
Un silencio de muertos. Total.
El sol se había puesto hacía poco y entre los sonidos nocturnos se colaban los ronquidos de los cerdos, que dormían. Ruidos cálidos y sucios. Pegajosos. Sudorosos. Por las rendijas de las puertas se escapaba un olor a sudor que en la calle se sumaba a los de la noche estival.
Envueltos en los olores nocturnos, unos dormían al borde de la calle. Algunos sorbían té y se abanicaban delante de sus tiendas. Entretanto, otros habían sacado a la puerta sus ventiladores eléctricos con cabeza giratoria y se habían sentado al raso. Girando como cuchillas a toda velocidad, las aspas emitían un sonido metálico. Y así, sentada o tumbada frente a su aire y sus cuchillas, la gente charlaba. El pueblo entero seguía igual que antes. El mundo entero seguía igual que antes.
Aunque lo cierto es que el mundo había cambiado.
Porque el sonambulismo ya había comenzado. Sus pasos se habían adentrado poco a poco en nuestro pueblo. El gran episodio sonámbulo se propagaba entre el silencio y la confusión. Las gentes no sabían aún la que se les venía encima, como un nubarrón o una tragedia. Creían que lo que pendía sobre sus cabezas no era más que una nube sombría, propia de las noches de verano. Creían que aquella noche sería igual que cualquier otra del verano. Volví solo al pueblo. Reparé en el silencio y en los ronquidos, pensando, también yo, que todo seguía igual. Salvo por unos cuantos sonámbulos, que nada tenían de extraño. Observando la calle más próspera del pueblo y el vasto firmamento estival, llegué a la tienda de artículos fúnebres y vi el sedán aparcado delante. Mi tío materno había venido de visita. Lo encontré en el interior, de pie, como un médico en el cuarto de un paciente.
—Siéntate, hombre.
Sin hacer caso a mi padre, mi tío se limitó a escudriñar la tienda.
Mi tío medía uno ochenta. Mi padre, metro y medio. Mi tío llevaba una de esas chaquetas de seda que los ricos solían vestir en época de la república.15 Mi padre estaba en calzoncillos y sin camiseta. Mi padre no era delgado, pero al lado de mi tío lo parecía. Allí de pie, parecía un árbol pequeño junto a otro más grande. El familiar del paciente al lado del médico. Delante de mi tío, mi padre parecía el hijo de un enfermo ante un médico de renombre al que le hubiera suplicado ayuda. Mi madre seguía sentada en el mismo sitio, dormida. Aunque ya no dormía igual que antes. Estaba sentada en el taburete en el que se pasaba los días recortando papel, sobre un cojín de algodón, ajado y aplastado. El tono de su rostro no era el de los ladrillos de las antiguas murallas, sino más bien el de un trapo ajado. El de un periódico viejo. Musitaba sin mirar a nadie: «Todo muerto merece tener coronas de flores en su tumba, aunque sean unas pocas». Mientras tanto, recortaba el papel que sujetaba doblado entre las manos con el cuidado de quien se agacha a regar una maceta. Un jardín entero. Había recortado un montón de flores. Doblaba y recortaba. Y un montón de hojas verdes. Doblaba y recortaba. Mi padre estaba de pie a su lado. En el suelo había varas de bambú, engrudo, cordón y escalpelo. Se había quedado dormida mientras recortaba. Mi padre explicó a mi tío que la había despertado dos veces y que había ido a lavarse la cara, pero que al volver siempre se la encontraba dormida. Se quedaba dormida mientras recortaba. Y así, todavía en sueños, sus manos seguían recortando. Con los ojos entreabiertos, o entrecerrados. La boca mascullando todo el tiempo. Y las manos manejando las tijeras sin descanso. Mi padre supo así que estaba sonámbula. También yo lo supe. Aquellos últimos días habían sido un no parar de defunciones. Los artículos funerarios se vendían en un suspiro y mi madre acabó tan agotada que se volvió sonámbula.
Mi tío observó a su hermana menor como un médico que examina a un paciente gravemente enfermo. Se giró con gesto frío y dejó caer la mirada como una losa de hielo sobre mi padre.
Mi padre sonreía.
—Supongo que el negocio está yendo bien también en la incineradora.
Mi padre miró a mi tío como si quisiera explicar al médico que los síntomas de mi madre eran comunes, nada fuera de lo normal. Que no eran gran cosa. Pero olvidaba que mi madre era la hermana menor de mi tío. Mi tío no soportaba verla doblada de tanto trabajar, recortando formas y redondeles de papel con las tijeras en ristre incluso en sueños.
—Trae otra palangana para lavarle la cara. —Descontento, mi tío lanzó a mi padre una mirada de desdén.
La tienda olía a engrudo recién cocido. Y al sudor del pecho descubierto de mi padre. Tras dudarlo un momento, agarró una palangana y se fue a buscar agua.
—Cuando alguien muere es inevitable echar unas horas de más para confeccionarle una corona —dijo volviéndose hacia mi tío.
Le habló con cierto desprecio. Y atemorizado al mismo tiempo. Soltó la palangana en un rincón de la escalera que conducía a la cocina. Cataplún. El golpe llevaba implícito cierto disgusto, un «lo que pase en mi casa no te incumbe». En ese preciso instante, mi madre miró a mi tío, como si despertara. Aunque, al mismo tiempo, no parecía ver nada. Solo prestaba atención a sus recortes. El papel atravesado por las tijeras sonaba como el canto de los saltamontes en los azufaifos en las noches de verano. Ante el estado de su hermana, mi tío me miró como a quien abandona a un enfermo en su lecho. Estaba enfadado. Muy disgustado. Arqueó las cejas. Dio una patada a un taburete que tenía delante y torció el gesto. Su rostro se volvió del tono del hierro oxidado.
—Hay que llevarse la grasa de los cadáveres. Niannian, tu padre anda muy liado. Deberías echar una mano en casa —dijo mi tío.
En ese momento apartó la vista y la posó en la novela de Yan Lianke, que estaba sobre el taburete junto a la puerta, como si todos los males hubieran salido de ella. Me dio la impresión de que quería ir hasta el umbral y mandar por los aires aquel ejemplar de El paso del tiempo de los besos para Lenin de una patada. O tal vez quemarlo.
Pero entonces apareció mi padre en la escalera, de vuelta de la cocina, con la palangana a medio llenar y un trapo dentro. Su aparición obligó a mi tío a desviar la mirada. Posó la palangana a los pies de mi madre. Humedeció el trapo, lo sacó y lo escurrió. Y a continuación le enjugó la cara, como una enfermera que lava a un enfermo. «Está frío. Con la impresión, despertarás», mi padre le hablaba a mi madre, aunque parecía hablar solo. La dulzura con la que se dirigió a ella me dejó pasmado. Yo sabía que aquellas palabras iban en realidad destinadas a mi tío. Entretanto, mi tío observaba y escuchaba cómo mi padre le lavaba la cara a mi madre. Cómo le enjugaba el sueño con un paño húmedo. Cuando el agua fría acarició su rostro, mi madre detuvo de pronto las tijeras en el aire. Cuando mi padre le pasó el paño en el sentido de las agujas del reloj, las dejó caer.
Cuando siguió restregándoselo en el sentido de las agujas del reloj, mi madre soltó también los pliegos de papel.
Mi padre volvió a aclarar el paño. Lo escurrió y se lo pasó en el sentido contrario al de las agujas del reloj. Entonces, mi madre despertó. Volvió en sí, como si le hubieran echado un cubo de agua fría a la cara. Eso parecía. Apartó pasmada la mano de mi padre. Parpadeó. Miró a su alrededor como si descubriera un mundo nuevo que nunca antes hubiera contemplado. Hacía calor. Mucho, mucho calor. El frescor del agua se propagaba por el aire con un suave crepitar. Como cuando se vierte un jarro de agua fría en una olla hirviendo.
—¿Estaba recortando dormida? —preguntó. Aunque, al mismo tiempo, más bien parecía afirmarlo para sí—. Hermano, has venido. —Miró a mi tío—. Siéntate un rato, hombre. Hace un mes que no nos vemos. — Luego se dirigió a mí—: Niannian, corre y ve a por un taburete para tu tío.
Fui a por uno y se lo puse debajo del culo.
Pero mi tío ni siquiera lo miró.
—He venido a pediros que vayáis a recoger la grasa de los cadáveres. El barril está otra vez lleno —mi tío miraba a su alrededor mientras hablaba—. Una vez que se ha ganado el dinero suficiente, uno tiene que irse a la cama a dormir, en lugar de matarse echando horas extras por cuatro céntimos.
Mi tío despreciaba la miseria que daba la venta de artículos fúnebres. Cuando se disponía a irse, en la calle se oyó una moto.
El ruido del motor se detuvo delante de nuestra tienda.
En el marco de la puerta asomó un rostro joven y moreno con gesto de sorpresa y alegría.
—Oíd, Zhang Mutou, vuestro vecino de enfrente, se ha vuelto loco. Ha aparecido con una barra de hierro de dos codos, que cualquiera sabe de dónde ha sacado, y farfullando: «Verás como lo mato, verás como lo mato». Al llegar a casa se ha encontrado con que su mujer acababa de volver con Wang, el de la fábrica de ladrillos del norte del pueblo, con el que andaba por ahí armando lío. Total, que Zhang Mutou le ha soltado un mazazo y le ha abierto la cabeza.
»Decidme, ¿cómo habrá sabido Zhang Mutou que su mujer y el otro acababan de volver? Parecía sincronizado. Ha sido llegar ellos en plena noche y presentarse Zhang Mutou con la barra preparada… No sé quién se lo habrá dicho. Wang, el de la fábrica, tan arrogante, ha sido cruzar la puerta y verse con la barra en la cabeza. Y tan arrogante, ha caído como un saco de algodón en medio del patio de Zhang Mutou.
»El gerente Wang era el más rico del pueblo. La mujer de Zhang Mutou no era la primera que engatusaba. Nada más morir, ha llenado todo el suelo de sangre. Parecía un fajo de billetes rojos de cien yuanes desperdigados.
»Al ver la sangre, Zhang Mutou ha despertado. Se ha quedado atónito. ¡Estaba soñando, joder! Si ha hecho esa barbaridad es porque iba sonámbulo. En cuanto ha despertado, se ha puesto a llorar paralizado. «Buah, buah, buah… He matado a una persona… He matado a alguien…». Y ha vuelto a ser el pusilánime de siempre.
El de la moto sonreía y gesticulaba al hablar, mientras un par de ojos de ratón daban vueltas por la tienda como perlas.
—Como todo el mundo sabe, Wang el de la fábrica era mi pariente lejano. Nunca mostró ningún afecto, pero nosotros hemos de cumplir con lo que nos toca. Ahora mismo voy a buscar a su mujer para decirle que vaya a casa de Mutou a por el cadáver. Donde hay relación hay obligación. Así que, de paso, he decidido pasarme para pediros que hagáis alguna corona extra para el gerente Wang. Su familia es la más rica de todo el pueblo. Cualquiera que quiera hacerse una casa tiene que ir a comprarle los ladrillos. Así que preparad bastantes ofrendas. Si los suyos no cumplen, ya os las pago yo. ¿Quién me mandaba a mí ser su pariente suyo? He pensado en diez o veinte coronas para la tumba.
Soltó todo aquello de corrido, como agua a la que le abren las compuertas. Sus ojos despedían alegría y por sus gestos se diría que estaba tan feliz como si su mujer embarazada hubiera dado a luz por fin a un hijo varón. Seguía con el cuerpo fuera y la cabeza asomada por el marco de la puerta, mientras los ojos le saltaban como un conejo que hubiera dado dos pasos fuera de su madriguera de invierno para contemplar las flores abiertas al calor de la primavera. Cuando se marchaba, reparó en mi tío, primero con una risotada para sí y, a continuación, con una gran sonrisa de oreja a oreja.
—Director Shao. Qué bien que esté aquí también usted. Cuando vayan a incinerar al gerente Wang, le pagaré la misma cantidad de dinero que la familia del finado. Dígale a sus empleados del crematorio que no lo quemen del todo, que se aseguren de que quedan algunos huesos de las piernas y la columna cua...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título
  4. Contenido
  5. PRELUDIO: Permitidme la perorata
  6. LIBRO PRIMERO PRIMERA VIGILIA: Aves salvajes se cuelan en la cabeza de la gente
  7. LIBRO SEGUNDO SEGUNDA VIGILIA - PRIMERA PARTE: Las aves vuelan sin ton ni son
  8. LIBRO TERCERO SEGUNDA VIGILIA - SEGUNDA PARTE: Las aves anidan
  9. LIBRO CUARTO TERCERA VIGILIA: Las aves ponen huevos
  10. LIBRO QUINTO CUARTA VIGILIA - PRIMERA PARTE: Las aves incuban sus huevos
  11. LIBRO SEXTO CUARTA VIGILIA - SEGUNDA PARTE: Los polluelos rompen el cascarón
  12. LIBRO SÉPTIMO QUINTA VIGILIA - PRIMERA PARTE: Toda suerte de pájaros vuelan en desbandada
  13. LIBRO OCTAVO QUINTA VIGILIA - SEGUNDA PARTE: Mueren unos y viven otros
  14. LIBRO NOVENO CREPÚSCULO MATUTINO: Mueren los pájaros en la cabeza de la noche
  15. LIBRO DÉCIMO SIN MEDIDA DEL TIEMPO: Quedan algunos pájaros
  16. LIBRO UNDÉCIMO ASCENSIÓN: Vuela el último gran pájaro
  17. POR ÚLTIMO: ¿Qué más?