América Latina ante la ‘nueva normalidad’
El presente texto, que en su segunda parte aborda seis aspectos que van a tener una relevancia notable en los tiempos venideros, tiene un claro carácter especulativo y su finalidad principal estriba en abrir debates que son necesarios en el ámbito público y que no deben quedar recluidos a la arena académica. Algunos de los puntos abordados requieren una validación empírica tanto de su contenido como de su impacto.
La política en América Latina cuenta con rasgos muy heterogéneos asentados en las últimas décadas que han contribuido a definir con bastante nitidez sus principales líneas maestras asentadas de manera dinámica. El resultado son países con profundas diferencias, por ejemplo, en lo que concierne al grado de calidad de sus democracias. A mediados de 2020, sin embargo, se da un contexto inmediato de gran homogeneidad influido por la pandemia de la COVID-19 que está dando paso a un escenario denominado de “nueva normalidad” y que se superpone a otro de mayor poso configurado paulatinamente a lo largo del último cuarto de siglo definido por la “era exponencial”. El académico argentino Óscar Oszlak utiliza este concepto para analizar el impacto sobre el Estado de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, que crecen a una velocidad mucho más rápida que la capacidad del ser humano de adaptarse a ese crecimiento.
Los legados del pasado reciente
Durante el segundo semestre de 2019 la vida política latinoamericana confirmaba la cadencia que había venido configurándose en la región a lo largo de las tres décadas anteriores, integrando las peculiaridades de la coyuntura del momento. Las elecciones servían para brindar la alternancia en el gobierno (Argentina y Uruguay), pero también para mostrar que a veces el conflicto no se canaliza a través de ellas porque son manipuladas, de manera que terminan formando parte de él llegando incluso a incrementar la polarización (Bolivia). En la economía, los datos no habían resultado satisfactorios, con un crecimiento anual del PIB del 0,2%, aunque se vaticinaba que en 2020 sería del 1,8%. En el día a día estallidos sociales de diferente naturaleza estaban presente en una parte notable de las ciudades de la región. San Juan de Puerto Rico, Santiago de Chile, Bogotá, Lima, Quito, La Paz eran testigo de movilizaciones que ponían de relieve un profundo malestar ciudadano. El hilo conductor no era único, pero recogía la crispación existente contra el poder por la arrogancia en su conducción, la corrupción generalizada, las promesas incumplidas y la incertidumbre ante un futuro problemático.
Ello acontecía en un medio dominado por el mantenimiento de pautas históricas de profunda desigualdad, precariedad e inseguridad, en los que las narrativas, no necesariamente políticas, dibujaban un panorama de polarización extrema. Del lado institucional, el panorama se delineaba sobre pautas asentadas con cierto arraigo histórico: el presidencialismo, la regularidad de los procesos electorales, la tibieza en los procesos descentralizadores, el sempiterno y omnipresente papel de la corporación militar –ahora menos expuesta en público–, la presencia de partidos políticos de naturaleza muy diferente, y la inevitable referencia a la presencia de Estados Unidos que paulatinamente, desde el inicio del nuevo siglo, y al menos en el ámbito de la economía, venía siendo disputada por el creciente activismo de China. Paralelamente, la región se encontraba cerrando un periodo de agotamiento de la marea integracionista que había vivido en el último cuarto de siglo con el finiquito de Unasur, la grave crisis de Mercosur, el anquilosamiento de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y la tibieza de la Alianza del Pacífico.
Al finalizar 2019 los países latinoamericanos, sin obviar las enormes diferencias que ameritan análisis individuales –como he defendido en un texto reciente donde se recogen análisis de las elecciones habidas entre 2017 y 2019–, vivían en un escenario de democracia fatigada. Este se proyectaba en el ya citado malestar imperante en unas sociedades líquidas, según la concepción de Zygmunt Bauman (2015), donde el imperio cultural del neoliberalismo había exacerbado el individualismo y el egotismo. La gente, desafecta con lo público, incrementaba sus niveles de desconfianza en las instituciones y subrayaba su insatisfacción con el funcionamiento de la democracia. Las formas tradicionales de acción colectiva y las lógicas de solidaridad se encontraban profundamente debilitadas, y solo había expresiones consistentes mediante la ocupación de las calles que daban un alto sentido de pertenencia a las multitudes congregadas.
Pero también, la democracia fatigada lo estaba por el quebranto de la función tradicional de partidos políticos que soportaban un severo desgaste a la hora de articular identidades, ya que cada vez era menor la identificación de la gente con ellos, como de mantener la estabilidad en los lazos de pertenencia de la militancia, o de apego de sus simpatizantes. Por otra parte, los partidos, que siguieron teniendo una vívida presencia en el panorama político como lo evidencia el hecho de que las presidencias estuvieran ocupadas por personas con adscripción –y pasado– partidista, fueron capturados, en sistemas presidencialistas, por individuos con aspiraciones personalistas. Además, los sistemas de partidos mostraban de una elección a la siguiente que su número crecía, así como su volatilidad electoral. Este escenario suponía una manifiesta banalización de la democracia en los términos expresados por Peter Mair (2015).
Un último elemento de estas democracias fatigadas lo constituían los Estados con capacidades mínimas en sociedades con altos índices de informalidad. Tras dos largas décadas de recetas neoliberales, el achicamiento estatal había llegado a un nivel en el que su posibilidad de intervención mediante políticas públicas era extremadamente menguada. A ello se añadían dos factores que terminaron siendo rasgos característicos de la política latinoamericana: la incapacidad para establecer una función pública meritocrática, profesional e independiente del poder político, por lo que las pautas de reclutamiento eran claramente discrecionales e inciertas; y la negligencia a la hora de llevar a cabo una política fiscal mínimamente progresiva, permaneciendo la presión fiscal en valores promedio inferiores a 10 puntos porcentuales de la media de la de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Este panorama se ha visto trastocado radicalmente cuando se llega al final del primer semestre de 2020 por la pandemia de la COVID-19. Si bien esta ha impactado a América Latina con cierto desfase con respecto a Europa, el furor de su presencia ha sido sobresaliente teniendo un alcance en términos nacionales también muy diferente. Mientras que Costa Rica, Paraguay y Uruguay han sufrido un nivel de infección y de fallecimientos muy limitado, el vecino de los dos últimos, Brasil, ocupa el segundo lugar en el mundo por afectados y por muertes. Perú, Ecuador, Chile y México tienen también altas tasas en relación con el número de sus habitantes. De Nicaragua y de Venezuela se ignora realmente el nivel de la extensión y del impacto del virus.
Seis aspectos clave
No obstante, y sin dejar de reconocer la importancia de la reflexión sobre la tragedia humana que supone la pandemia, el objeto de este artículo trasciende esta última para centrarse en sus efectos desde una perspectiva estrictamente política. Aunque tampoco sea su objetivo, no hay que dejar de lado dos cuestiones primordiales como son la grave crisis económica, que ya afecta severamente a los países latinoamericanos y cuya salida es muy incierta, y el impacto individual de la experiencia personal vivida durante una decena de semanas de confinamiento, congelamiento de las relaciones sociales, incremento de la marginalidad y de la precarización e incertidumbre generalizada. Los datos del incremento del número de suicidios y del aumento de las enfermedades mentales dibujan un panorama social y de sanidad pública preocupante. Aislar lo político de este escenario es un ejercicio banal, pero intelectualmente el mismo puede ejecutarse con la convicción de tratarse de un mero proceso retórico que, no obstante, puede aportar luces para la discusión teórica y, quizá, normativa en lo atinente a la –supongo que probable– “nueva normalidad”.
Dentro del amplio temario que abarca la Ciencia Política y que, en torno al poder, viene referido a ámbitos perfectamente entrelazados como las instituciones, los procesos, los actores y el comportamiento, quiero abordar media docena de asuntos concernientes al espacio latinoamericano que considero clave para avanzar en la discusión. Constituyen una agenda intelectual de indudable urgencia para su consideración, en un momento en el que se cuestiona la globalización alcanzada a lo largo de las últimas tres décadas que, sin embargo, se ha evidenciado con su expansión a una velocidad vertiginosa, y afectando potencialmente a más de la mitad de la humanidad en un tiempo inverosímil. Los seis puntos de esta agenda intelectual tratan de la autoridad, el Estado, la nación, el liderazgo, la virtualidad institucionalizada y la ciudadanía líquida
1. La autoridad, de su ejercicio, riesgos y limitaciones
Uno de los asuntos que han sido considerados por doquier estriba en el papel de la autoridad, en el necesario acatamiento de sus decisiones en un ámbito excepcional como el presente y en el ejercicio de los mecanismos de control de esta. La pulsión hacia el autoritarismo por mor de satisfacer a veces ambiciones personales bajo el señuelo de querer obtener resultados positivos, la pérdida de credibilidad de los decisores y el papel desempeñado por los técnicos, han socavado las bases de la siempre frágil legitimidad. Ello contribuye a incrementar el escenario de fatiga descrito más arriba.
La legitimidad democrática inyecta al ejercicio de la autoridad dosis de aceptabilidad por parte de la ciudadanía. El respeto a los mecanismos constitucionales, la validación de las instancias de poder de manera periódica mediante procesos electorales libres, iguales, competitivos y periódicos ha venido configurando en la región pautas rutinarias de un comportamiento que ha generado hábitos por los que la vuelta atrás parecía que se hacía cada vez más costosa. La propia rutina de las elecciones, dando la posibilidad de la llegada de la oposición al poder, es un mecanismo de consolidación de ese estado de cosas. Por el contrario, en los casos con vocación hegemónica en los que el poder se perpetúa arrinconando o, en el peor de los casos, aniquilando a la oposición la autoridad queda deslegitimada. De manera similar, escenarios de deslegitimación se dan en los casos de radical conflicto entre los poderes del Estado. Paralelamente, el incumplimiento de las promesas electorales o la pertinaz ineficiencia a la hora se solucionar problemas que la gente valora como de primera necesidad se constituyen en elementos tributarios de la desafección, antesala de las crisis políticas más serias que pueden tener lugar.
La pandemia ha exacerbado tres aspectos de la autoridad en América Latina. No se trata de asuntos nuevos, pero su legado debe tenerse en consideración. Se trata, en primer lugar, de la percepción por parte de una gran mayoría de que la autoridad ha actuado con ineficacia por su improvisación, falta de experiencia o de conocimiento, y por el mantenimiento de patrones de amiguismo rozando la corrupción. En segundo término, por la equívoca comunicación de las decisiones tomadas, con ausencia, en muchas ocasiones, de un lenguaje claro y de una estrategia comunicacional pedagógica. Finalmente, por la deriva hacia actitudes autoritarias en las que las decisiones se imponían “porque sí”, ausente todo tipo de deliberación o de consenso.
2. El estado ha vuelto
Sin dejar de estar presente una forma vicaria del Estado-red, según el término acuñado por Manuel Castells (1998), el estado en América Latina, en un escenario previo de histórica debilidad incrementada por la ola neoliberal, ha recompuesto urgentemente viejas funciones. Algunas derivadas de quehaceres tradicionales como el control del territorio, tanto en lo relativo a las fronteras como en el ámbito interno en lo referido a la limitación de la movilidad de las personas. La dimensión de la seguridad se ha adueñado de la gestión de la crisis y las fuerzas armadas, así como las diferentes policías, han adquirido inmediatamente un protagonismo enorme que puede llegar a hipotecar el futuro. Pero también han cobrado vigencia otras dimensiones vinculadas con viejas, y fundamentales, políticas públicas como la de salud. Impedir que no se produjera el colapso sanitario fue la primera de ellas. En seguida ha ganado espacio alguna nueva como la propuesta del ingreso básico universal. Sin embargo, la crónica fragilidad presupuestaria de ese Estado ha abierto una discusión inaplazable vinculada con su financiación.
En muchos países en los que siempre ha estado presente algún tipo de tensión territorial se han dado diferencias entre el poder central y los de los grandes municipios, Estados, provincias y departamentos. En algunos casos, ello venía derivado de confrontaciones de origen estrictamente político por tratarse de entidades gobernadas por partidos opositores. La necesidad de algunos mandatarios regionales de crear un contrapeso a la fuerza política del presidente tiene mucho que ver con la búsqueda de mejorar sus opciones electorales próximas, así como la de los partidos políticos donde militan. La pugna entre el presidente colombiano, Iván Duque, y la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, es un ejemplo de ello, como lo es el enfrentamiento entre el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, y el gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro, o la actitud del presidente salvadoreño, Nayib Bukele, sin apoyo en el legislativo de su país, pero pendiente de elecciones legislativas dentro de nueve meses. El viernes 29 de mayo, siete gobernadores mexicanos acordaron aplicar su propia estrategia para salir de la emergencia sanitaria, al margen de las medidas ordenadas por el gobierno federal.
No obstante, en otros casos el peso de la delincuencia organizada en la gestión de la economía local ha sido el elemento decisivo del pulso. A ello debe sumarse la incapacidad del Estado a la hora del control de ciertos territorios dominados por variopintos actores informales. Ello explica que cierto tipo de violencia, como la ejercida contra líderes sociales en Colombia, no se haya reducido durante el confinamiento como sí ha ocurrido con los delitos comunes.
3. La nación revalorizada
La débil configuración de esas comunidades imaginadas que son las naciones y que había sido cuestionada en los últimos tiempos por razones identitarias basadas en lo étnico, fundamentalmente, pero también en lo religioso y en el género, cobró de pronto un insólito vigor. Arropados en la bandera nacional se trataba de cerrar filas frente a un desconocido enemigo que venía de afuera. La retórica patriótica llenó las locuciones públicas con palabras como “defensa” y “solidaridad nacional, o con programas basados en las proclamas de “juntos saldremos” y de “salimos más fuertes”. Igualmente, y en conjunción con el punto anterior, la lógica de la centralización se impuso bajo la idea de una sola nación.
Es interesante hacer resaltar en qué medida el tamaño poblacional tuvo una relevancia notable en este asunto. El departamento de Antioquia en Colombia, cuya capital es Medellín, cuenta con una población en torno a 6,4 millones de habitantes. Los datos de infecciones y de fallecimientos de la COVID-19 son cifras menores a las registradas en Uruguay, con 3,4 millones de habitantes. En junio de 2020, mientras que Uruguay refuerza su imagen nacional por el éxito alcanzado frente a la pandemia, Antioquia pasa desapercibida y solo ciertos sectores que tienen un mayor sentido de pertenencia enarbolan una suerte de orgullo prenacional.
4. El liderazgo
En países en los que el presidencialismo es el régimen de gobierno imperante, el liderazgo viene condicionado al propio proceso de elección presidencial, así como a las facultades y experiencia de quien alcanza la presidencia. El alejamiento del mundo partidista, la pugna con los otros poderes del Estado y, consecuentemente, el dominio de la escena política son rasgos habituales del presidencialismo en la vida política latinoamericana. Una crisis como la presente proyecta una gama variopinta de respuestas presidenciales en función de los diferentes contextos y, a su vez, una utilización política de la pandemia distinta.
La crisis ha permitido el ejercicio de formas de comunicación verticales, ajenas al debate o al cuestionamiento con interlocutores. La práctica eliminación de ruedas de prensa con preguntas sin guion previo, el permanente uso de exposiciones presidenciales directas a la nación y la búsqueda de la construcción de una imagen presidencial fueron...