Obras completas de Luis Chiozza Tomo XV
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Obras completas de Luis Chiozza Tomo XV

Las cosas de la vida

  1. 252 páginas
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Obras completas de Luis Chiozza Tomo XV

Las cosas de la vida

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"Las cosas de la vida trata de aquello que nos importa: de las dificultades, de las alegrías, de los sinsabores y de los sufrimientos que conforman cotidianamente los distintos momentos de nuestra relación con los otros y con nosotros mismos. El amor, el trabajo, la pareja, la relación con los hijos, la familia, la vejez, la enfermedad, la muerte, constituyen temas o dramas que, como dice el autor en el prólogo, "fácilmente se nos vuelven difíciles" sin que lleguemos a percibir, muchas veces, en toda su magnitud, la influencia que tienen en nuestra manera de sentir y de vivir la vida. Configuran historias habituales que en algunas circunstancias llegan a culminar en una enfermedad.El libro, penetrando en la intimidad de esos temas, nos ofrece, en un lenguaje claro y comprensible, sumamente atrayente, una imagen conmovedora de la intrincada trama que conforman nuestras relaciones humanas. El autor describe los sentimientos que fundamentan nuestras costumbres, nuestra cultura y nuestros valores; se ocupa de las vicisitudes de la amistad y de los recuerdos y proyectos que en ella se comparten, y se interna en los secretos del malentendido, la soledad, la decepción, el desgano y el aburrimiento que comprometen nuestro trabajo y nuestros momentos de esparcimiento y ocio.El Dr. Luis Chiozza escribe, a partir de una vasta experiencia en el campo de la psicoterapia, estas "composiciones sobre lo que nos importa" de una manera que, lejos de ser taxativa y concluyente, invita, desde una posición intelectual solvente y honesta, a las reflexiones del lector sobre buenas y malas maneras de vivir la vida.

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Información

Año
2020
ISBN
9789875992511
Categoría
Psychologie
Categoría
Psychanalyse
Las cosas de la vida.
Composiciones sobre lo que nos importa
(2005)
Referencia bibliográfica
CHIOZZA, Luis (2005a) Las cosas de la vida. Composiciones sobre lo que nos importa.
Primera edición en castellano
L. Chiozza, Las cosas de la vida. Composiciones sobre lo que nos importa, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2005.
El capítulo VIII de esta obra es una versión modificada de “El malentendido” (Chiozza, 1986c [1984]), y el capítulo XIV amplía el contenido de “En la búsqueda de los principios del vivir en forma” (Chiozza, 1984f).
Prólogo
Los libros, como las personas, tienen su historia, y éste no es una excepción. Su historia comienza, por decir alguna fecha, unos veinte años atrás, junto con el deseo de transmitir una experiencia surgida desde un ángulo de observación muy particular, constituido por el ejercicio de la psicoterapia durante muchos años y por la realización de unos dos mil quinientos estudios (que llamamos “patobiografías”) de pacientes que atravesaban una enfermedad o una situación vital crítica. La reflexión teórica acerca de esa experiencia y acerca de ese ángulo de observación culminó en 1986 en la publicación de un libro, ¿Por qué enfermamos?, que despertó mucho interés. Sin embargo, y tal vez justamente por eso, desde entonces yo deseaba escribir este otro, dedicado a “las cosas” que, entre las que habitualmente nos presenta la vida, nos enferman. Por tal motivo, este libro estuvo a punto de llevar como subtítulo “en los umbrales de la enfermedad”, pero en realidad no habla de la enfermedad más de lo que habla de las otras cosas de la vida. El libro, en verdad, se ocupa de las cosas que nos importan, de las dificultades, de las alegrías, de los sinsabores y de las penurias que tenemos con ellas. Se comprende que así sea, porque ¿qué otras cosas que las que nos importan podrían formar parte de por qué enfermamos? El subtítulo pasó a ser, entonces, “composiciones sobre lo que nos importa”, y en realidad los capítulos son composiciones que en lugar de ser, como en la escuela primaria, sobre la primavera, son sobre los distintos temas (o, si se prefiere, “dramas”) que configuran las cosas que “fácilmente” se vuelven difíciles y a las cuales, por ser típicas, es decir reconocibles, llamamos las cosas de la vida. Esto tiene su ventaja, porque el lector podrá leer este libro como le venga en ganas, ya que cualquiera de sus capítulos puede ser apreciado sin grave merma en la comprensión de lo que dice aunque no se hayan leído los demás. No obstante, el conjunto tiene una unidad de sentido, de modo que también es cierto que el contenido de cada capítulo se enriquece finalmente con la lectura de los otros. Con el deseo de que su lectura fuera lo más descansada posible, he omitido distraer al lector con notas y con referencias bibliográficas que, por otra parte, podrá encontrar, si lo desea, sin mayor dificultad.
Este libro fue concebido y gestado en el calor de una estrechísima colaboración con los colegas del Centro Weizsaecker de Consulta Médica y del Instituto de Docencia e Investigación de la Fundación Luis Chiozza, por quienes siento una gratitud que es muy difícil de expresar en palabras. Contribuyeron a su nacimiento, en las tareas editoriales, Leopoldo Kulesz, Paola Lucantis, Lucas Bidon-Chanal, y mi hija Silvana en el diseño de la tapa. También siento por ellos gratitud. Los libros, una vez publicados, como los hijos que nacen, ya no son de uno, porque disponen de una vida propia. Le deseo entonces a este libro, que escribí con esmero y cariño, que se encuentre con el interés y la simpatía del lector. Mi más ferviente deseo es que sea capaz de merecerlos.
Agosto de 2005.
I. Uno
El camino de los sueños
Discépolo afirma que “uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias”, y uno se siente conmovido por esa frase que condensa, en tan pocas palabras, un significado tan rico. Uno busca, no se limita a esperar, y lo hace “lleno de esperanzas”, dado que, como dice el proverbio, “la esperanza es lo último que se pierde”, y si uno hubiera perdido la esperanza habría dejado de buscar. Sorprende en cambio que lo que uno busca sea un camino. Hubiéramos dicho que buscamos cosas. Sin embargo es cierto que, tal como lo ha escrito Porchia, “las cosas, unas conducen a otras, son como caminos, y son como caminos que sólo conducen a otros caminos”. No se trata, por último, de cualquier camino, sino precisamente de aquel que los sueños nos hicieron creer que era posible. Los sueños cumplen el cometido de presentarnos, realizados, nuestros buenos o malos propósitos, aquellos que, desde el fondo del alma, conforman nuestras ansias.
La sabiduría popular no ignora que es en los sueños donde algo se le ocurre a uno por primera vez, por eso se suele decir: “esto no se me hubiera ocurrido ni en sueños”. Cuando Calderón de la Barca afirma que la vida es sueño, agrega: “y los sueños, sueños son”, para que uno no se olvide de que existe esa contrapartida que se llama realidad, y comprenda que la mayor parte de la vida se vive, casi sin que uno se dé cuenta, en un sueño que no se realiza. Fue Prometeo, con su tormento hepático, el primero en distinguir entre los sueños, según lo expresa Esquilo, los que han de convertirse en realidad. Tal como lo afirma Próspero, estamos hechos de la sustancia de los sueños, pero la realidad, como el estrecho orificio de una aguja, deja pasar un solo sueño cada vez. Por eso Paul Valéry hace decir a su Sócrates: “he nacido siendo muchos y he muerto siendo uno solo”.
El territorio del alma donde uno es uno
En los tiempos que corren, en los cuales todo el mundo se apresura por demostrar que no pretende inferiorizar a la mujer, hay una fuerte presión en EE.UU., para que cada vez que uno se refiera a “he”, en sentido genérico, se escriba “he/she”, de acuerdo con lo cual, en nuestro idioma, deberíamos escribir “él/ella” y “uno/una”, o tal vez, como escribió una vez Vargas Llosa humorísticamente, history/herstory. ¿Pero cómo podría evitarse la sospecha de parcialidad frente al hecho ine­vitable de que siempre una de las dos palabras precederá a la otra? La cosa mueve a risa, porque si se eligiera alternar el orden de precedencia en cada uso del cacofónico binomio, igualmente habría que decidir cuál se pondrá delante la primera vez. Escribamos entonces “uno”, ya que es innecesario recurrir a un artificio burdo para disipar una supuesta sospecha de desvalorización del sexo femenino, cuando el texto entero de una obra permite establecer un juicio fundamentado en parámetros mejores.
Al lado de lo que designamos con la palabra “uno”, existo yo, existes tú, y existe él (también nosotros, vosotros y ellos). Cuando digo “yo”, me siento diferente a todos, y cuando digo “tú” es porque te encuentro ahora, diferente a mí, y dado el hecho de que estás presente, no necesito declarar tu sexo en el pronombre con que te designo. En ese entonces, en el cual te hablo así, tú y yo no somos “uno”. Cuando no estoy contigo, cuando te busco, te evito o te recuerdo, cuando me refiero a ti y estás ausente, te pienso como “él” o como “ella” y allí tampoco somos “uno”. Él, o ella, son la imagen o el modelo con el cual te busqué o te buscaré, te evité o te evitaré, te reconocí o te reconoceré. Tú, como yo, configuras el presente; él o ella, ahora ausentes, pertenecen a un presente que fue, o que será, un presente que es pasado o es futuro en nuestra hora actual.
Somos “típicos”. Por eso, cuando Discépolo dice “uno” nos representa a todos en la medida en que cada uno es semejante a otro. Esa posibilidad de ser “uno” en la diversidad, nuestra “universidad”, es lo que nos hace universales, como si fuéramos un dispositivo de uso múltiple, que puede ser conectado con aparatos de distintas marcas. Aunque cada uno es una pieza única, irreproducible en su original combinatoria de virtudes y defectos, es, hasta cierto punto y por fortuna, intercambiable. Por eso, aunque algún día uno se muere, “el mundo sigue andando”.
Tanto tú como yo somos entonces “uno”, y también él, o ella, en quienes uno piensa. Por eso, en la medida en que uno se comunica se “une”, se siente parte de una comunidad de “unos” comunes, que son “como uno”; y en la medida en que no lo logra, se siente aislado y solo. Por eso también, cuando uno piensa en “uno” (el “uno” para quien fue escrito este libro), uno no tiene edad, porque lleva dentro el recuerdo del niño que fue (aunque todavía sea niño) y también el fantasma del viejo que mañana será (aunque ya sea viejo). En ese momento uno no tiene estado civil, ni profesión, ni sexo; nada que lo individualice, porque cuando uno dice “uno”, uno se mueve en el territorio del alma en el cual uno siente lo que siente el otro. Es conmovedor encontrarse con un semejante o, para decirlo mejor, que uno se encuentre con uno en el otro, pero es grato hasta un cierto punto, porque también hay orgullo y autoestima en el hecho de sentirse distinto. Cuando uno se siente aislado y solo, se siente único y excepcional, original e irremplazable. Uno sufre por sentirse incomprendido, pero no corre el riesgo de ser intercambiable ni de quedar disuelto, de manera anónima, en el conjunto de una comunidad que, muchas veces, ni siquiera parece reconocer la particular manera de ser que cada uno tiene.
Acompañado y solo
Uno puede estar físicamente solo y sentirse sin embargo acompañado. Suele ser así cuando uno está en paz consigo mismo, es decir, en paz con las personas con las cuales uno construyó su propia historia. El nene que juega en la arena de la plaza se siente acompañado por la madre que lo mira sentada en un banco, a varios metros de distancia. Como decía un viejo gallego, amigo de mi padre, es bueno estar solo, pero “llevándose bien”. “Llevarse bien” consigo mismo es llevar dentro del alma esa mirada de sonriente beneplácito cuya complacencia es el fundamento esencial de toda compañía. También es cierto entonces que uno puede sentirse solo mientras está con alguien o, peor aún, rodeado de gente. Benedetto Croce decía, según señala Ortega, que un “pesado”, un “latoso”, es el que nos priva de la soledad sin hacernos compañía. Una cosa es “estar solo” como Robinson Crusoe, y otra, “sentirse solo” en el medio de una multitud. Hemos aprendido, desde el psicoanálisis, que cuando nos sentimos solos nos sentimos siempre abandonados por alguien, y que ese alguien no es cualquiera, ni puede ser representado por cualquiera; es alguien que ha adquirido en nuestra vida un significado importante, alguien a quien “dedicamos”, conciente o inconcientemente, nuestra vida, o también, para decirlo con otras palabras, es el magistrado en cuyo juzgado radica el expediente de nuestro juicio, esperando sentencia.
Se constituye de este modo una situación paradojal: la compañía surge, por un lado, del encuentro con lo igual, mientras que, por otro lado, para lograr que el otro desee nuestra compañía procuramos mostrarnos diferentes, es decir, “originales”. Uno se ve forzado a navegar entre ambos escollos; en un extremo, ser “distinguido”, un ser irremplazable, “extra-ordinario”, que debe pagar el precio de quedarse solo, y en el otro extremo, ser común, un ente “ordinario” completamente sustituible que, como un antihéroe, cosecha el beneficio de sentirse acompañado en el seno de una masa humana. Algunas “personalidades” como, por ejemplo, Woody Allen, “navegan” en esa doble condición que los hace extraordinariamente populares. Todos sabemos que Woody Allen es un hombre distinguido por su éxito, mientras que los personajes que representa legitiman nuestra común debilidad. Con frecuencia uno encalla en alguno de los dos escollos, y sin embargo sigue siendo cierto que la unidad no destruye la diversidad, sino que, por el contrario, es la diversidad misma la que enriquece y fecunda la unidad.
Gente como uno
Pero, entonces, cuando uno dice “uno”, no habla para referirse simplemente a lo que uno tiene de común, a lo que se llama una identidad de género. Uno habla también, y ante todo, para referirse al reconocimiento de algo nuevo que surge en el encuentro de otro “como uno”. Dos o más almas de “gente como uno” que trascienden las fronteras de un solo individuo, para formar el espíritu de una convivencia que hace que uno se sienta diferente a como, hasta ese momento, se había sentido. Desarrolla y descubre, entonces, facetas de uno mismo que sólo presentía.
No es lo mismo decir “gente como uno” con el significado de “toda la gente”, mala o buena, que decirlo con el significado de “sólo la gente como uno es gente”. Tampoco es lo mismo que decirlo dándole a la palabra “gente” el significado de “sólo algunos son gente”. Son tres experiencias diferentes, y cada una de ellas puede ser despreciable o valiosa. En la primera uno piensa, de manera justa o injusta, que todos los seres humanos son ligeras variantes de lo que uno es; en la segunda uno desprecia, con razón o sin ella, lo que se diferencia de uno, y en la tercera uno reconoce entre los otros, sea de verdad o apoyado en apreciaciones erróneas, algunos semejantes. Sin esta última experiencia, uno no podría referirse a uno, se encontraría trágicamente limitado a tener que decir siempre “yo”. Sin esta última experiencia, este libro, cualquier libro que se pudiera escribir, como una botella con el mensaje de un náufrago, que se pierde en el mar, no encontraría jamás destinatario. Hay algo allí, en el espíritu de esa comunidad a la cual nos referimos con la palabra “uno”, que podemos comparar, aun en el caso de que sólo involucre a dos personas, con la que surge en una buena orquesta sinfónica. El músico que allí se siente “uno” no deja de sentirse un músico entre otros similares, mientras que, al mismo tiempo, su particular individualidad queda conservada en la manera en que contribuye a la imprescindible diversidad que constituye la orquesta, y que culmina en la maravilla de una sinfonía.
Las cosas de la vida
Entre las cosas que a uno le suceden, hay algunas que son cosas de la vida. Con esto se suele decir que son cosas habituales, que les suceden a muchos, que no son acontecimientos insólitos, y también que son cosas que ocurren, que uno no las hace, sino que a uno “se las hace” la vida.
Sea cual fuere la responsabilidad de uno con respecto a lo que le sucede, las cosas de la vida son típicas, son siempre las mismas, y existen en el panorama del futuro de uno, como existen, en el mapa de una ruta, valles, ríos, colinas, estaciones y posadas. Uno no sabe, a ciencia cierta, cuáles serán las que le tocará vivir, pero sabe que no podrá recorrer la ruta sin penetrar en algunas.
II. Formar pareja
Dos
El número dos inaugura la idea misma de lo que es un número como representante de la cantidad que mide una pluralidad, ya que la unidad, que representa una totalidad indivisa, se opone, en rigor, a la idea de un número. Por eso suele decirse que el dos es el número que se pensó primero, mientras que el cero, inexistente en los números romanos, es el último. Para lograr dos es necesario uno más uno, pero cuando se trata de personas, no constituye una suma elemental, porque dos personas no pesan, no gravitan, ni aun físicamente, exactamente el doble de lo que pesa una. Esto se ve mejor si, en lugar de sumar uno más uno, formamos el dos con uno y una. No sólo atribuimos un sexo, o el otro, a cosas tan sustantivas como el cuchillo y la cuchara, sino que formamos de ese modo, otorgándoles un género sexual, dos grupos importantes con las palabras mismas. Las palabras no se agrupan a partir de otras cualidades que permiten diferenciar a los objetos, como por ejemplo el ser o no comestibles. No cabe duda, entonces, de la importancia fundamental que tiene, para el alma humana, el hecho, obvio, de que “una” es femenina y “uno” masculino.
Entre las cosas de la vida hay una que en nuestro idioma se designa con la expresión “formar pareja”. La expresión lingüística señala que una pareja hay que formarla; y cuando se logra constituirla, cada uno de los dos que forman “una” transforma en ella su modo de vivir y de sentir la vida. El término “pareja” mantiene, de manera implícita, una inconveniente ambigüedad. Porque alude a la condición de “par”, y ocurre que, si en algún sentido una pareja es un par, no se parece a un par de pesos, de clavos o de fósforos, se parece mejor a un par de zapatos o de guantes, ya que se trata de un par complementario, que se constituye propiamente en razón de ser “dispar”. Frente a todo lo que un ser humano tiene de común con otro, esa diferencia “que los complementa” podrá verse pequeña, pero sin asumirla plenamente no se puede “formar bien” una pareja. En cuanto a la cuestió...

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