Naguales
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Naguales

  1. 70 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Índice
Citas

Información del libro

En la Costa Chica de Oaxaca, al igual que en otras latitudes de esta América nuestra, los naguales son animales visibles, tangibles, con dimensiones precisas por los lados, el frente, atrás, arriba y abajo; viven en armonía con la naturaleza y con los elementos tierra, agua, y aire; sufren con el fuego, por lo general utilizado en forma violenta contra ellos.Pueden servirle al hombre, y servirse de él; ser compañeros, amigos, hermanos del ser humano.Este libro reúne el contar de los vecinos sobre la interacción entre los oaxaqueños y su nagual.

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Información

Año
2020
ISBN
9786079281038
Categoría
Literatura
Categoría
Arte dramático

Mercé

ANTES DEL medio día empezó la bulla. Entre gritos de dolor, maldiciones y leperadas cundía el llanto alborotado de Mercé, y no paró a lo largo de dos horas.
Mercede la llamaban los más formales, Mercedej los demás; Mercedes, nadie de sus paisanos costeños la llamaba Mercedes.
Era febrero. No hacía tanto calor como en abril o mayo; pero la hierba había empezado a secarse y a muchos animales salvajes no les servía para esconderse de algunos humanos.
Con los primeros gritos llegó a la enramada de la plaza, frente a la oficina municipal.
—Se alocó Mercé —dijeron unos.
—Otra vez se emborrachó —dijeron otros.
Eso iba de boca en boca. Subía de tono a medida que la mujer gritaba y gritaba sin parar, pidiendo misericordia, implorando perdón, rogando que la soltaran.
Alzaba las palmas, juntas, con movimientos de acalambrada. Tiraba las manos hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados, juntas siempre; brincaba sin separar los pies cuando se levantaba, y si se contorsionaba también los mantenía juntos.
Los niños abandonaron la escuela para verla, las mujeres le pusieron una bandeja encima a la masa que tenían sobre los metates o le sacaron los tizones al fogón para disminuir la lumbre. Muchos hombres llegaron casi al mismo tiempo que sus hijos y mujeres. Las gallinas se agitaron con el ladrar de perros, y los pájaros abandonaron la copa de los árboles céntricos de El Quizá.
No era la primera vez que Mercé se volvía centro de atención pública. La gente llegaba con una idea particular.
Nadie la igualaba en brío y sensualidad para bailar. De vez en cuando bebía sin medida. Echaba lejía caliente sobre los perros ajenos que se metían a su casa.
Viuda desde muy joven enfrentó atenciones, coqueteos, acechos, persecuciones y ruegos de quienes la deseaban como querida. Padeció envidias, habladas, calumnias, entre las esposas o parientas de sus pretendientes. Tuvo varios queridos y desgreñó a una que otra de sus esposas.
Probó la solidaridad en los tiempos difíciles, porque ella sabía ser solidaria. Parecía no tener secretos.
—¡Denme agua! ¡Échenme agua!
—¡Mercede, Mercede! ¡Óyeme, Mercede! —se desgañitaba un viejo—, ¡te toy hablando, Mercede!, ¡ni que ejtuvieraj chiquita pa esojpapelitoj!
—¡Díganles que me suelten! !Están en el hojaduro!
—¡Contrólate, Mercede, qué te pasa puej! —dijo el hombre.
—¡Me tienen en El Hojaduro… que me suelten, por favor!… agua… agua…
Tres hombres habían detenido su camino bajo la sombra de un frondoso hojaduro. Se limpiaban el sudor. Se echaban aire con el sombrero. Descansaron un rato y hablaron.
—No pensé que pesara tanto.
—Cómo no ha de ser si se comió el becerro.
—¡Los becerros dirás!
—¿Te imaginas qué coletazos si no se la hubiéramos amarrado?
—¡Me paga porque me paga!
En la plaza, con los oídos seguían a Mercé y con los ojos al agente municipal; le abrieron paso y la mujer se arrastró ante él sin separar manos y pies, echando espuma por la boca.
—¿Qué hiciste, Mercé? —preguntó la autoridad.
—Nada.
—¿Nada, Mercé?
—Me agarraron, golpearon y amarraron… me queman las manos y los pies. Ya no aguanto. Diles que me suelten.
—¿De qué hablas, tú?
—En el acahual, el río, Lo de Soto… pero yo no hice nada…
—¿En el charco?
—Sí, pero yo no hice nada. sueltenme. Ya vienen por el arroyito…
—¡Ajajaá! ¿Algún becerro, Mercé?
—Ay, mis manos… no sé nada… se me están partiendo… agua… agua… por piedad…
—¿Los becerritos del charco?
—¡Ay, ay!…
—¿Los becerritos Mercé?
—No sé nada. No le hago daño a nadie. ¡Que me suelten! ¡Que me den agua…!
No paraba el llanto. Los lamentos se repetían. Algunos espectadores se mostraban conmovidos.
Las conjeturas se volvieron cuchicheos.
Jícaras y jícaras de agua llegaban a sus manos y al parecer más que beber quería bañarse sin parar. Se comprobó cuando alguien le acercó una cubeta llena.
—Ya están subiendo la cuesta —dijo entre acecidos.
Del rumor se desprendió una decisión. Dos hombres a caballo se dirigieron allá. Uno rompió el silencio en cuanto salían del caserío:
—Creo que se acabaron los daños.
El otro cabeceó afirmativamente, sin reparar en que vieran o no su afirmación.
Pero, ¿qué sucedía en la cuesta?
—Si hubiera sabido lo que pesa le hubiera pegado un tiro.
—Ya vamos a llegar. Nomás para que no se llene la bocota diciendo que uno es mentiroso.
Continuaban el lloriqueo y los ruegos roncos, monótonos.
Niños, jóvenes y viejos intercambiaban miradas, palabras, conjeturas, conclusiones; así mataban los minutos.
—Ya se había vuelto muy dañera —dijo uno de los jinetes que iban al encuentro.
—Tendrá que pagar los becerros.
Cinco personas abandonaron la plaza en pos del par de jinetes con rumbo al charco. Minutos después salieron otros, unos niños entre ellos.
—¡Ay, ay, ay, ayayayay! ¡No me maten! ¡Yo no fui, yo no hice nada, que me suelten!, que me perdonen…
Una voz tronó entre la multitud:
—¡Tenías que caer algún día, Mercé!
Una mujer se dolió removiendo recuerdos:
—¿Quién pensaría jamás en que aquella muchacha juiciosa cambiara tanto? Se casó bien, era señorita; su fiesta no fue tan pomposa porque se había huido con el novio. Le duró poco el marido, se murió. Ella en la flor de la vida, desvalida, con ansias de protección aceptó las compañías, aunque compartidas, de quienes le ofrecían su apoyo. ¡Que hablen mal las que no sepan de soledad!
—¡Ay, ay, que me suelten!. están entrando al pueblo. ya no me maten.
Cuando llegaron con el animal a la plaza medio pueblo participaba del cortejo con las moscas impertinentes. El ambiente olió como agua estancada. Algunos bromearon, otros profirieron leperadas.
Adolfo, Mauro y Manuel dieron respuestas y explicaciones detalladas a la curiosidad colectiva, descansados ya, porque la parte final del trayecto la cubrieron otros cargadores, aunque seguían sudando.
Para transportar al animal tuvieron que amarrarle la trompa, mandíbula contra mandíbula como si hubieran querido fundírselas. Le ataron las patas entre sí, delanteras y traseras, dejando un tramo de reata entre pata y pata, para trabar un palo entre las ondas a fin de poder llevarlo sobre los hombros. Al trabar el palo se previnieron contra golpes de la cola. Cola y palo quedaron amarrados. Para mayor seguridad le rodearon la panza con un amarre apretado, de los que inmovilizan a cualquier animal.
—¿Es lagarta o lagarto? —preguntó un niño embelesado.
—¡Qué pregunta! —contestó alguien.
El recuento de las pérdidas en el charco no se hizo esperar. Los presentes pensaron en todos los becerros desaparecidos, entre la multitud que hablaba de vacas, chivos, marranos, gallinas.
—La maña, la pura maña —se oyó entre los mirones— como si no hubiera tantos patos, garzas, culebras, todo tipo de pájaros, ranas y tantos animalitos de agua. ¡Haz de pensar que te ves muy chula, Mercé, con la panzota para arriba; pareces lagarta muerta!
En ese tiempo era impresionante la cantidad de animales que había en cualquier lugar. En el charco, más; su contorno estaba bordeado por árboles de copas tan grandes que no dejaban pasar la luz del sol, aunque fuera época de secas.
Una voz de mujer dijo muy queda:
—No sé cómo se atreven a decir que siempre comía sin trabajar, nomás porque dormía hasta muy tarde. Ya se les olvidó que pescaba mejor que muchos hombres, aunque fuera de noche.
—A mí nunca me faltó al respeto —habló un señor.
—A mí me enseñó a pescar —dijo una muchacha.
—A mí me enseñó a nadar —dijo un muchacho.
—A mí me enseñó a distinguir los animales del agua por la raya que dejan al pasar.
—Yo aprendí con ella cómo se abren los pescados, para echarlos al caldo, para salar y secarlos al sol, o para prepararlos ahumados en asador.
En la enramada tiraron al animal al lado de Mercé. Sonó la panza contra el palo, repercutió en la caída al suelo. Ella cerró bien los ojos y enmudeció.
Se hizo un silencio impresionante. Se presintió el juicio.
Los corrillos que se habían formado ya cambiaron su actitud. Abandonaron los recuerdos colectivos sobre la vida de la infortunada, morena sensual, bailadora incansable.
—Quién lo creyera —dijo un hombrón— como lagartona, con los pretendientes rondando, ofreciendo, regalando, alardeando hasta el escándalo por el gusto de tus favores; lo que fue en otro tiempo. La ventera más mentad...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Advertencia
  6. Godeleva
  7. La cura
  8. Cointa
  9. El tetereque
  10. Gloria
  11. La mamá y sus hijas
  12. Lupe de Lupe
  13. Mercé
  14. Ojo lloroso
  15. Onzo Nacho
  16. Odilón Saguilán
  17. Pedro Zorro
  18. Susana
  19. Tinito
  20. Cornelio
  21. Janet y María