En La Orilla Salvaje: Clásicas Novelas Rusas
eBook - ePub

En La Orilla Salvaje: Clásicas Novelas Rusas

  1. 318 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

En La Orilla Salvaje: Clásicas Novelas Rusas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Esta novela, En la Orilla Salvaje, tiene por escenario a Siberia, las orillas del Ona, un río que podría ser el Angara, el Obi o el vigoroso Ienissei y está poblada de decenas de personajes complejos, vivaces, tercos, dulces e impetuosos.

Delincuentes reformados, ingenieros trepadores y mezquinos, holgazanes —los menos, pero aparecen—se enfrentan a una juventud vibrante, a veteranos batalladores y constructores, en medio de la taigá, olorosa y salvaje, debiendo aguantar no sólo el intenso frío y la nieve, sino también interminables injusticias.

¿Quién es el amor imposible de Nadtóchiev? ¿Por qué Dina se separa de Viácheslav ¿Cuál es el papel de aquellos personajes a quienes hemos llegado a conocer más de cerca? ¿Cómo afectará a cada uno la terminación de este proyecto tan audaz?

El pasado, con sus ritos de antiguos creyentes, choca con el presente de las inmensas e increíbles obras hidráulicas, con el surgimiento de ciudades nuevas y de mares artificiales.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a En La Orilla Salvaje: Clásicas Novelas Rusas de Boris Polevoi en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Drama. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Enamora
Año
2020
ISBN
9781640811010
Categoría
Literature
Categoría
Drama

Cuarta Parte

1
El verano era radiante pero breve en Siberia, donde nacía Dvinoiarsk. Desde finales de agosto, pesadas volutas de bruma invaden los cañadones y los valles, cubren al alba, con un rocío abundante, los viejos alerces y las minúsculas briznas de hierbas. Durante el día el sol cae de lleno, golpea como un verdadero sol de verano. Pero el aire es demasiado puro y todas las cosas se recortan, en torno, con claridad, como bajo una iluminación artificial. Las capas de suelo están ya frías y silenciosas. Los animales callan, ni una sola ave hace escuchar su voz. En setiembre las mañanas van acompañadas por una copiosa helada blanca. Los alerces sólo necesitan dos o tres días para bordar con arabescos multicolores la gruesa piel verde de la taiga.
Una noche, mucho antes de la aurora, Fiódor Grigórievich Litvínov y el ingeniero Sacco Ivánovich Nadtóchiev partieron de caza. Era precisamente la época en que las agujas de los alerces pasan al amarillo ardiente y en que las hojas muertas revolotean y caen sobre el suelo blanqueado. Petróvich, el antiguo conductor de Litvínov, estaba sentado, como otrora, al volante del auto para todo terreno.
Esperaban que Savvatei, el guardián del colmenar, los acompañara con su fiel Rex.
Pero para su gran pena, el anciano, tan acogedor por lo común, los recibió con cierta frialdad. Ocupado en cepillar madera bajo el alero fingió no haber escuchado la llegada del coche. Cuando Petróvich se detuvo ante él, Se irguió, apartó de la frente los mechones de cabellos blancos pegados por el sudor y dijo, sin parecer sorprendido:
—¡Ah, son ustedes! Me preguntaba quién podía hacer tanto barullo en la taiga a esta hora.
Les tendió la mano, una mano seca y callosa, que parecía haber perdido todo vigor.
—Nuestros respetos, Savvatei Mokéich. Venimos a cazar —dijo Litvínov, quien comprobó con inquietud que el anciano se había encorvado y enflaquecido mucho en seis meses. Los ojos negros, hundidos, ya no tenían brillo. En el fondo de las órbitas, la mirada era melancólica. Los cabellos en desorden le envejecían aún más.
—Para mí la caza ha terminado —dijo. Y como da estupefacción se pintaba en el rostro de los visitantes, agregó impasible—: Pronto voy a morir.
Hizo varias pasadas con la garlopa, se enjugó la frente con la manga, sopló sobre la herramienta y la volvió a poner con cuidado en su lugar.
Las sencillas palabras estaban impregnadas de tal convicción, que a nadie Se le ocurrió protestar o consolarlo.
—En efecto, no tienes buen aspecto.
—¡Caramba, la enfermedad jamás embellece a nadie ni siquiera al lechón! ¿No quieren entrar?
Una penumbra fragante reinaba en la habitación. Seguía oliendo a miel, cera, hierbas, ajos silvestres. El péndulo dejaba escuchar su tictac. Y sin embargo había algo nuevo: una limpieza de buena ama de casa.
—Glafira, mi nuera, se instaló en mi casa en forma permanente —dijo el anciano con una sonrisa pálida—. Trajo su opio. Me vi obligado a dejar entrar también a la Santa Virgen. A fin de cuentas, no ocupa mucho espacio.
—Pero ¿qué tiene, Savvatei Mokéich? —preguntó Nadtóchiev, cada vez más preocupado por la posibilidad de ser importuno—. ¿Qué dicen los médicos?
—¡Oh los médicos! —el anciano hizo un ademán de desilusión—. Mi Innokenti acaba de construir todo un policlínico en su koljós de Novo-Kriázhevo. Quizá lo hayan leído en Pravda Starosibirsk, y además hablaron de eso por la radio. Pues bien, todos esos médicos pasaron por aquí. Pero para qué, ya que ni siquiera Glafira puede hacer nada. Me fricciono el pecho con su pomada de propóleos y de grasa de oso. Eso me alivia un poco, y me pica menos por dentro. ¿Saben?, los médicos. . . Frente a la muerte todos son iguales, el profesor tanto como el curandero del tipo de Glafira. La muerte siempre encuentra una buena razón. —Decidido a cambiar de conversación, agregó—: ¿Por qué se han quedado plantados ahí? Vayan de caza, ya que vinieron para eso. El sol cae detrás de los árboles.
Savvatei aconsejó probar suerte con los gallos de brezal.
Mostró el camino que se debía seguir hasta un bosque de serbales, donde las aves, saciadas durante el otoño, iban a picotear los frutos afectados por el hielo. Luego apartó dos manojos de hierbas que cubrían la mesa, arrancó una hoja de cuaderno y trazó con mano debilitada un plano rudimentario, ayudándose con una vieja brújula. Indicó en el plano un vallecillo, un bloque herrático, “el abeto de los guerrilleros”, donde los soldados de Kolchak habían fusilado a su hijo mayor, a pino solitario en que un traidor encontró una muerte terrible … Entregó a sus visitantes el mapa improvisado, como sin duda se los dibujaba en esos parajes para los cazadores y pescadores, en la época de Ermak. Explicó el itinerario, mientras acariciaba a Rex, quien observaba los preparativos con inquietud.
—¡Vayan, que la mala suerte los acompañe![1] En cuanto a nosotros dos, mi buen Rex, vamos a acostarnos en la estufa. —Estas palabras hicieron gemir al viejo perro, de pelos grisáceos.
Cuando los cazadores recorrieron un trecho, Nadtóchiev dijo, pensativo:
—Es curioso, ese Savvatei, que es un sabio, un no creyente, un guerrillero de la época de la guerra civil, profesa ese fatalismo primitivo. Me deja perplejo.
—Quién sabe. . . —dijo Litvínov. Alerta, excelente caminador a pesar de su aparente pesadez, se había adelantado al ingeniero de largas piernas, y le hablaba volviendo la cabeza—: Quizás existe algo que los sabios todavía no han descubierto. Biocorrientes … Mi padre, por ejemplo, era mucho más robusto que yo. Un día bebió todo un litro de vodka de la botella, para ganar una apuesta que había hecho con un comerciante. Cuando había pugilatos entre dos aldeas del Volga, en la fiesta de la Purificación, bastaba con decir: “Aquí está Grishka el piloto práctico”, para que el adversario se batiera en retirada… Y bien, cuando yo estudiaba en la facultad obrera de Tver me escribió: “Ven a despedirte, de mí, no llegaré al domingo de Ramos”. Era la época de los exámenes. Me dije: no tiene sentido. Es misticismo. Llegué con cinco días de retraso. Ya no existía. Lo habían enterrado. Quizás haya algo que dé presentimientos.
Una senda forestal llevaba al “abeto de los guerrilleros”.
Una sola persona se había internado por ella desde el alba: las huellas se veían con claridad en los huecos de sombra tapizados de escarcha. Al llegar al famoso abeto, el desconocido dobló a la derecha, pasó más allá del pino señalado en el mapa de Savvatei y bajó por el barranco. Tal era, precisamente, el itinerario de los cazadores.
—Vaya, también él sigue el camino, el bribón —dijo Litvínov, contrariado—. Hemos sido muy idiotas al partir tan tarde; habríamos debido ponernos, en marcha ayer.
Lanzaba en derredor miradas excitadas, y tenía a manos llenas su hermosa escopeta de dos caños de Tula, que los ucranianos le habían ofrecido el día de la puesta en explotación del Dnieprognés.
—No cabe duda de que va hacia allá. ¡Un chico, un mocoso! No sabrá tirar como se debe, pero alertará a la caza … ¡Qué descaro!
El barranco en el que brillaban charcos de agua llegaba hasta la depresión señalada en el mapa. En el medio del claro circundado de sotos, un cercado de madera rodeaba un objeto metálico. Desde lejos se lo habría confundido con una tumba. Viejos sauces enanos lo sombreaban con sus cabelleras verdeantes. Una mujer de vestimenta sombría se encontraba allí, alerta, fusil en mano. Vio salir a los cazadores. Cuando éstos se detuvieron, los reconoció, volvió a colgarse el arma del hombro, dio media vuelta y se alejó a grandes pasos, como un hombre.
—¿Entonces las huellas eran de ella? —preguntó Nadtóchiev, perplejo.
Litvínov seguía con los ojos la silueta negra que se empequeñecía cada vez con mayor rapidez.
—Es Glafira.
Atravesaron el claro. Se trataba, en efecto, de una tumba, bajo los sauces que perdían sus hojas durante el tiempo más calmo. Un ancla de barco reposaba sobre el montículo. Sobre su grueso tronco había una placa de cobre brillante, en la que se habían grabado, con bastante torpeza, dos primeros escudos de armas soviéticos, con las letras RFSSR, y la inscripción: “Aquí yacen los gloriosos guerrilleros Prójorov, Terenti, Bolótskij, Fiódor, y su jefe Sédij, Alexánder Savvateich, asesinados por los guardias blancos de Kolchak el 18 de noviembre de 1919”.
Con un ademán instintivo, los cazadores se descubrieron y mantuvieron un silencio recogido. Resultaba asombroso ver una tumba bien cuidada en ese rincón perdido, lejos de las viviendas y los caminos. El ancla negra estaba recién pintada, la placa brillaba, el montículo, limpio, se hallaba adornado con una rama cubierta de grandes bayas rojas.
—¿Quién la cuida?
—Glafira —dijo Litvínov, pensativo—. Es la viuda de Alexánder Savyateich. Sédij me relató un día que Alexánder, entonces mecánico de barco, había atacado un convoy kolchakista en los rápidos de Tumultuoso. Todos se ahogaron, salvo él y en el acto se incorporó a los guerrilleros. Los traicionaron. Y aquí reposan esos héroes.
Olvidaron la caza, y se sentaron sobre un banquito, al lado del cercado.
Litvínov había entendido por fin por que Innokenti Sédij se encarnizaba en la defensa de esas tierras; por que Glafira, quien al principio había acogido tan bien a los constructores, abandonaba la isba sin decir una palabra en cuanto veía a Litvínov; por qué estaba tan nerviosa y se había mudado al colmenar, en lugar de seguir a los otros a Novo-Kriázhevo. Quizás el viejo astuto de Savvatei los habría dirigido hacia ese lugar especialmente para recordar al director de la obra la amargura que todavía haría experimentar a su familia.
—Vamos, en marcha —dijo Litvínov, con prisa repentina—, Glafira nada tiene que hacer con los gallos de brezal, serán todos para nosotros.
Avanzaron con precaución, deteniéndose en cada claro. Según el plano, los serbales no debían de estar lejos. Litvínov se inmovilizó de pronto e hizo una señal a Nadtóchiev. El otro llegó en puntas de pies, los oídos tensos, creyendo que el Viejo había descubierto la presa.
—¿Sabes cómo bautizaremos la ciudad satélite del pantano de Ptiúshkino? —preguntó éste a boca de jarro—. Partisansk. [2]Sí, Partisansk, en honor de ellos. —Hizo un movimiento con la mano en dirección de la tumba.
Sonidos roncos, extraños, que salían de las malezas resplandecientes, le cortaron la palabra. Los dos hombres se quedaron inmóviles… ¿Los serbales? Pero sí: había algo así como salpicaduras de sangre entre el follaje rojo. Manchas negras se entreveían en medio de las ramas. Los dedos crispados sobre el fusil, los cazadores lo habían olvidado todo, atentos a los ruidos que llegaban de los arbustos. Las ramas se movieron. Algo andaba por allí. Litvínov indicó con el ademán que había que separarse, y luego volver a acercarse desde la derecha y la izquierda, contra el viento.
Éste lanzó al rostro de Nadtóchiev el amargo olor de hojas muertas. Se desplazaba en puntas de pie, de arbusto en arbusto, el fusil en posición de tiro, sin sacar la vista de las ramas que se movían. Las siluetas de grandes aves se precisaban en medio de la herrumbre del follaje. Inconscientes del peligro, picoteaban con codicia los racimos de sorbas. Se escuchó un disparo, otro. . . Varias aves, volaron ruidosamente de las ramas superiores y se lanzaron en línea recta sobre Nadtóchiev. Éste tocó a una en cuanto partieron, y la segunda en el momento en que pasaban por sobre su cabeza. Cayeron en las cercanías. Entonces se escuchó un grito de furor seguido de imprecaciones.
Litvínov, rojo de cólera, se encontraba en la espesura. No había visto a las aves ocultas entre las ramas. El dedo sobre los labios, Nadtóchiev se las mostró. Litvínov aguzó el oído. Los músculos tensos, se acercó con suavidad, pero una ramita crujió bajo sus pies. Un ave agitó las alas con violencia, quebró el ramaje para desprenderse de él. Los disparos volvieron a resonar a través del bosque.
—¡Por fin! —exclamó Litvínov, quien se lanzaba en línea recta, a través de los arbustos, hacia su botín.
—¡Felicitacion...

Índice

  1. Portada
  2. Página de título
  3. Copyright
  4. Tabla de contenido
  5. Primera Parte
  6. Segunda Parte
  7. Tercera Parte
  8. Cuarta Parte
  9. Estimado Lector
  10. Más Libros de Interés