Una vía práctica para sentirse mejor
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Una vía práctica para sentirse mejor

Introducción a la clínica lacaniana

  1. 118 páginas
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Una vía práctica para sentirse mejor

Introducción a la clínica lacaniana

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Lacan dijo que el psicoanálisis es una vía práctica para sentirse mejor. Este libro puede considerarse como una explicación de esta afirmación. Sobre la base de dos seminarios dictados en San Francisco (EE.?UU.), explica cómo el psicoanálisis mejora y realza nuestro estilo de disfrutar la vida. Un estudio detallado de las diferentes formas en que las palabras impactan en el cuerpo permite comprender mejor la dinámica de interpretaciones que anima la economía de los goces en un tratamiento psicoanalítico. Estructurado como la mayoría de los seminarios en el Campo Freudiano, este estudio es autónomo, no presupone una formación previa y, en poco tiempo, lleva al lector al estado actual de la cuestión.Tras un preámbulo que puede parecer introductorio, estas páginas ordenan una multiplicidad de problemas que atañen a la doctrina y la práctica analíticas. Ese ordenamiento no pretende resolver las dificultades teóricas y clínicas, sino que se nos ofrece como un modo de estimular un trabajo que el lector puede proseguir, si lo desea. Gustavo DessalEste libro es un soplo de aire fresco, su estilo expositivo es claro y sencillo, rubricado con la elegancia de no dejar cabos sueltos ni esconder bajo la alfombra de las citas de autoridad los asuntos espinosos. Apoyado en una sólida base teórica, cuyos referentes son Freud y Lacan, a medida que avanzamos en sus desarrollos captamos su originalidad. José María Álvarez

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Información

Año
2020
ISBN
9788412211610
Edición
1
Categoría
Psicología
Categoría
Psicoanálisis

Síntomas de los cuerpos hablantes

Es un placer para mí estar aquí hoy y tener la oportunidad de disfrutar de unas horas de trabajo compartido con ustedes. Les pido tolerancia para con mi manera de hablar inglés, idioma que he usado muy poco desde que dejé mi trabajo de físico nuclear, hace casi treinta años, para dedicarme de lleno al psicoanálisis, que es mi pasión. En ese momento, soñaba con venir a Estados Unidos porque era el lugar que estaba a la vanguardia de la investigación científica. Hoy, sin embargo, vengo a hablar de psicoanálisis, que no es una ciencia, en un país donde es difícil practicar el psicoanálisis y, más difícil todavía, ganarse la vida con ello.
¿Cómo llegué hasta aquí? Déjenme contarles una breve tragicomedia, pero no como un desvío, sino como una manera de entrar en tema, al modo de los metálogos creados por el famoso y admirado residente de San Francisco, Gregory Bateson1. La tragicomedia es la historia de tres inolvidables cupcakes.
En cierta ocasión, durante una ajetreada reunión en la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL) en Buenos Aires donde cientos de personas estaban reunidas para un seminario, una amiga me presentó a Maria Liza Ahearne, quien en medio de la multitud me dijo algo acerca de una entrevista. Incapaz de prestarle mucha atención, le di mi número de teléfono y me despedí. Luego coordinamos un horario para encontrarnos en mi consultorio.
Quienes conocen a Maria Liza convendrán que la cortesía y la amabilidad se destacan entre las virtudes que la caracterizan. Una mañana, en el horario acordado, llegó a mi consultorio y, al entrar, me entregó un bonito paquete que contenía tres cupcakes. Sorprendido por esto, dejé el paquete sobre el escritorio, la invité a pasar, y le dije: «La escucho». Creo que ella también se sorprendió, pero no lo demostró. Con la mayor delicadeza, me preguntó si podía grabar la entrevista. Aún más desconcertado, le dije firmemente que no. Y ella, decidida a sortear cualquier obstáculo de la manera más educada posible, tomó un cuaderno y una lapicera y se preparó para escribir. Yo estaba perplejo. Había entendido todo mal: ella no esperaba hacer una entrevista para iniciar un análisis, sino que más bien pensó que yo había aceptado ser entrevistado como parte de su estudio etnográfico sobre el psicoanálisis en Argentina. Y me di cuenta de esto recién cuando ella sacó unos papeles y se dirigió a mí con una larga lista de preguntas.
No deben de haber pasado más de dos minutos entre que ella llegó y que yo me di cuenta de mi enorme malentendido basado en la polisemia del término «entrevista», pero esos dos minutos de repente se hicieron eternos, y el escritorio, sobre el cual había dejado los deliciosos cupcakes que tan amablemente había traído Maria Liza, parecía a años luz de distancia. Yo mismo me había convertido en un hombre grosero y desagradecido, incapaz de ofrecerle siquiera una taza de café a la amable entrevistadora. Me sentía tan perturbado, tan avergonzado, que no sabía cómo revertir la situación y, ya que inevitablemente había quedado como un bicho raro y un impresentable ante sus ojos, decidí deshacer mi descortesía inicial redoblando mi generosidad a la hora de las respuestas. Me urgía compensar mi rudeza involuntaria, y supongo que lo logré, al menos hasta cierto punto, ya que creo no haber sido invitado a San Francisco como un espécimen de zoológico para que ustedes vean cuán maleducados y antipáticos pueden ser los psicoanalistas argentinos (algo que no debe ser descartado necesariamente), sino porque la conversación que siguió al contratiempo inicial no debe de haber sido demasiado carente de interés.
Sea como fuere, cuando Maria Liza se fue, sus tres cupcakes me miraron con una expresión de reproche acaso similar a la de la lata de sardinas que miraba a Lacan…
Esta introducción no tiene solo el propósito de hacer públicas mis disculpas. Resulta que, para bien o para mal, esta y otras clases de interpretaciones tejen nuestros lazos sociales, incluido el lazo analítico, y por eso el malentendido es una parte esencial, no contingente, de las relaciones humanas. De hecho, es una de sus partes más creativas. Aquellos que piensan que el lenguaje es una mera sofisticación añadida a un sistema creado sobre todo para nombrar cosas, están equivocados. En realidad, las palabras no están destinadas a referirse a las cosas, como lo ha explicado Michel Foucault.
Para desesperación y disgusto de quienes se dedican al empirismo lógico o a la ontología formal —dos disciplinas muy importantes para la filosofía analítica anglosajona—, la referencia del lenguaje es esencialmente vacía, como lo demostró, tres décadas atrás, Jacques-Alain Miller durante una de sus visitas a los Estados Unidos, en una conferencia titulada: «Language: Much Ado About What?»2. El escritor argentino Jorge Luis Borges ilustró ese vacío esencial al mostrar que la frase aparentemente descriptiva «Un viento frío sopla del lado del río» está lejos de referir a una realidad, a diferencia de lo que había escrito el famoso escritor uruguayo Horacio Quiroga. ¿Cómo pudo Borges afirmar eso de una frase tan objetiva? Digámoslo así: sentimos que el aire se mueve, y llamamos a eso «viento», tras lo cual comparamos su temperatura con el recuerdo de la temperatura de otras cosas que hemos considerado frías. Pero reconozcamos que el viento no existe como tal, y que no es frío, y por supuesto no puede «soplar», ni desde el río ni desde ninguna parte y, por último, notemos que «del lado del río» indica una dirección tan ambigua y mal definida que podría ser de cualquier lado. En resumen, «Un viento frío sopla del lado del río» tiene tanto que ver con la realidad o con la referencia que fuere como podría tenerlo cualquier frase del Finnegans Wake de Joyce.
Las palabras, pues, no están hechas para nombrar cosas. ¿Están hechas para que podamos comunicarnos? Como medio de expresión o transmisión, no sirven de nada. Por ejemplo, si estoy con alguien y digo la frase de Quiroga «Un viento frío sopla del lado del río» estoy lejos de haber trasmitido información meteorológica relativa al mundo o de haber expresado algo sobre mí. Lo demuestra la gran variedad de respuestas que mi frase podría provocar con toda lógica. He aquí algunas posibilidades:
—Un viento frío sopla del lado del río.
—Si quieres un abrigo, búscatelo tú.
—Un viento frío sopla del lado del río.
—Sí, querido, este lugar es muy romántico.
—Un viento frío sopla del lado del río.
—¿Estás deprimido otra vez?
—Un viento frío sopla del lado del río.
—¡No cambies de tema!
—Un viento frío sopla del lado del río.
—Yo también estoy cansada del viento.
—Un viento frío sopla del lado del río.
—Sí, me pregunto dónde podríamos «conseguir un soplo»3.
Busquen en cualquier diccionario los significados del verbo «comunicar», y verán qué difícil es hacer entrar esos diálogos, perfectamente posibles y comunes, en cualquiera de esos sentidos. Estos ejemplos deberían bastar para desmantelar la idea de que las palabras sirven como un medio de expresión, ya que es claro que el significado de lo que decimos siempre depende del modo en que el Otro lo lee, y esa es la razón última por la cual Lacan inventó el matema
s(A)
donde s es el significado y A es el Otro: el significado depende del Otro. La frase «Un viento frío sopla del lado del río» no dice nada acerca del mundo ni expresa nada acerca de mí, no se refiere a cosas ni a la persona que la pronuncia.
En resumen, las palabras no están hechas para nombrar cosas, ni para comunicar ni para expresar, y aun así están aquí, en nuestro universo y entre nosotros. O, mejor dicho, nosotros estamos ahí, en el universo de las palabras. Ellas constituían nuestro mundo mucho antes de que entremos en escena. Las palabras, esas cosas extrañas cuya función es tan difícil definir, nos preexisten e incluso nos forjan como somos —esas cosas raras que Lacan llamó «cuerpos hablantes»—.
Pero noten que, si estamos fuera del mundo autista, desde el principio y mucho antes de que desarrollemos la más mínima competencia lingüística, somos cuerpos «hablados», ya que las palabras nos atraen de manera irresistible. Nos divierten y nos fascinan, nos calman y nos excitan, nos asustan y nos arrullan hasta hacernos dormir, y en general ejercen sobre nosotros los más variados efectos. Más aptas para algo llamado «equívoco» que para la nominación, más favorables al malentendido que a la comunicación o a la expresión, las palabras constituyen un orden de realidad estricto y autónomo; ellas alteran esos cuerpos hablantes y hablados que somos, y así tejen todos los lazos posibles entre nosotros.
En un artículo que puede ser la más clara divisoria de aguas en su obra, escrito en francés como neurólogo pero publicado cinco años después como flamante psicoanalista, Freud comparó las características de las parálisis motoras orgánicas e histéricas, y descubrió que las últimas solo eran posibles debido a la naturaleza hablante de los cuerpos afectados por ellas. De hecho, lo más llamativo es que este tipo de parálisis no obedece las leyes del organismo en general ni del sistema nervioso en particular, sino las leyes de la palabra. Las parálisis motoras histéricas afectan al cuerpo en función de los nombres comunes de las extremidades: «la pierna es la pierna, hasta la inserción de la cadera; el brazo es la extremidad superior tal como se dibuja bajo los vestidos». La perturbación responsable de estas parálisis no afecta a haces de neuronas, sino a enlaces entre palabras. Si la condición histérica depende de la incidencia de las palabras en el cuerpo, lo más lógico es apostar a que las palabras puedan curar esas enfermedades del cuerpo hablante. Así nació el psicoanálisis.
La histeria no es la única enfermedad del cuerpo hablante. La depresión, que es el gran mal del siglo, y las adicciones, que la siguen de cerca, son afecciones endémicas de los seres humanos —esto es, de estos cuerpos que hablan y son afectados por las palabras—. Lo mismo puede decirse de las psicosis. ¡Ningún animal escucha voces! Antes de discutir los problemas de la interpretación psicoanalítica, es importante ser claros con el hecho de que ciertas enfermedades dependen, por su esencia, de la naturaleza hablante de los seres humanos; nadie debería avanzar en este terreno complejo si no entiende por qué interpretamos. ¿Lo hacemos porque somos hermeneutas ávidos de significado, porque nos autoproclamamos oráculos contemporáneos, porque nos consideramos discípulos y herederos de Champollion? A diferencia de lo que sucede en Argentina, la supervivencia precaria del psicoanálisis en los Estados Unidos está basada en la innumerable cantidad de estudios literarios y culturales que lo usan como un tipo de máquina de producción semántica. Pero, ¿qué tiene eso que ver con la experiencia analítica y con el sufrimiento de quienes recurren a ella para vivir y sentirse mejor? Un destornillador puede usarse como martillo, pero…
La verdad es que no interpretamos para producir sentido, sino porque las palabras afectan al cuerpo. Nunca se apreciará lo suficiente este milagro cotidiano. Ustedes asisten a un buen espectáculo de stand-up, y un puñado de palabras puede hacerlos reír hasta llorar e incluso dejarlos sin aliento. Un simple «Te amo» puede elevarlos por los aires y dibujar una sonrisa en sus mejillas hasta que estas se acalambren. La fatídica palabra «metástasis» puede producir un efecto equivalente al de un puño que quisiera abrirse paso por su garganta y apretarles el cuello desde adentro. En resumen, las palabras afectan al cuerpo, y la manera en que lo hacen depende de las palabras que se usan y de la forma en que se usan. Menciono este hecho, que parece trivial pero es enorme, porque es la clave para lo que discutiré luego sobre el modo en que los diversos modos de interpretar modifican la economía de los goces. A su vez, esto abre un tema no menos importante, un tema que aprecio especialmente porque fue el que —veinticinco años atrás y a consecuencia de una mala experiencia como analizante— motivó la escritura de mi primer libro, a saber, el cálculo de la interpretación y la correlativa responsabilidad del analista. En efecto, si diferentes modos de interpretar tienen diferentes efectos, cabe esperar que sea posible definir la interpretación de acuerdo con el efecto buscado; y, dado que este cálculo es necesario, la acción del analista es una práctica éticamente responsable. Ahora bien, como no puedo tratar todos estos temas al mismo tiempo, dejaré este para más tarde.
Lo que no puedo posponer es una aclaración terminológica requerida para evitar una nueva historia de cupcakes. No es otra discusión relativa al sentido de «entrevista», sino una aclaración sobre el significado de «interpretar». Este verbo tiene una antigua raíz indoeuropea usada para designar la acción realizada por una persona que traduce entre dos comerciantes que hablan diferentes idiomas —es decir, lo que seguimos llamando «un intérprete»—. Por lo tanto, el sentido fundamental, básico y primario de «interpretar» es «traducir». Lo que hacían los antiguos intérpretes de sueños era algo de esta índole. Se creía (y hay quienes aún lo creen) que los sueños eran mensajes de los dioses, expresados de un modo encriptado y, por lo general, incomprensible, y que el intérprete debía descifrarlos y traducirlos a fin de volverlos intel...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Prólogo
  5. Prefacio a la edición castellana
  6. Síntomas de los cuerpos hablantes
  7. Estructura de las interpretaciones
  8. Hacia una economía de los goces
  9. Gozar de la vida
  10. Gerardo Arenas trae un rayo de esperanza
  11. Bibliografía
  12. Sobre el autor
  13. Notas