UNAM noventa años de libertades universitarias
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UNAM noventa años de libertades universitarias

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UNAM noventa años de libertades universitarias

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Esta obra surge a partir del noventa aniversario de la autonomía de la Universidad Nacional Autónoma de México, hecho desde el cual la propia comunidad universitaria, no sólo celebra, sino que reflexiona y analiza su propio quehacer en la docencia, la investigación y la difusión de la cultura. En este libro, en el que participan destacados académicos de diferentes disciplinas y sectores uni- versitarios, el lector encontrará reflexiones en torno a tres grandes temas: las ideas sobre la autonomía universitaria; su perspectiva histórica; así como su papel actual.Este aniversario tiene una gran significación para la UNAM: en términos académicos, le permite reflexionar acerca de sus capacidades y responsabilidades en torno al saber; en cuanto al gobierno interno, le brinda la oportunidad de identificar y defender su marco de libertades; y, en lo que respecta a su relación con el gobierno, le da la posibilidad de refrendar su condición de autonomía institucional y responsabilidad social.

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Información

Año
2020
ISBN
9786070311123
Edición
1
Categoría
Sociología
SEGUNDA PARTE
LA PERSPECTIVA HISTÓRICA
DE LA AUTONOMÍA UNIVERSITARIA
LA AUTONOMÍA UNIVERSITARIA, DEMANDA MULTISECULAR
ENRIQUE GONZÁLEZ GONZÁLEZ
Instituto de Investigaciones sobre la
Universidad y la Educación-UNAM
Sin autonomía, no hay universidad. La frase puede sonar demasiado contundente, pero ha mantenido su vigencia a través de ocho siglos. Es cierto que el término autonomía sólo se usa desde el siglo XVIII,1 pero el concepto, con denominaciones como libertad o jurisdicción propia, es una exigencia constante al menos desde el siglo XIII; sin ese reclamo no se entiende el origen de las universidades, pues nacieron a partir de que maestros y estudiantes conquistaban una serie de “libertades” o “privilegios”, garantizados por las diversas autoridades de una ciudad, los reyes y los pontífices. Gracias a ellos, se erigieron a sí mismos —diríamos hoy— en cuerpos colegiados o gremios académicos; en suma, en corporaciones que gestionaban y promovían libremente el cultivo de los saberes, de las ciencias.2
A lo largo del tiempo, mucho han cambiado los rasgos internos de las universidades; pero, todavía más, el entorno social en que surgen, florecen o decaen. Como sabemos, las sociedades y sus múltiples instituciones, incluidas las universitarias, se han reformado con creciente intensidad en los últimos dos siglos, en especial, en los años posteriores a la Revolución francesa y al difícil nacimiento y afirmación de las repúblicas independientes en el continente americano. Por lo mismo, varios estudiosos se preguntan si la universidad medieval (y, en nuestro caso, la colonial) es del todo distinta de la actual, aunque ambas comparten un mismo nombre.
Resulta incuestionable que ha habido reformas, algunas radicales, y refundaciones desde cero. De hecho, las universidades incapaces de adaptarse a la mudanza de los tiempos se extinguieron o fueron clausuradas, como ocurrió en Francia tras la revolución de 1789, o con nuestros liberales, que clausuraron la esclerótica Nacional y Pontificia durante la primera república federal.3 Pero ese cúmulo de mudanzas no debe perder de vista dos elementos capitales de continuidad: ante todo, el carácter de toda universidad digna de ese nombre, en tanto que institución colegiada de cultivadores y promotores del saber, como espacio donde sus miembros defienden el derecho a tener condiciones de libertad para el estudio; el derecho a la autonomía. Una autonomía que, lejos de constituir un don gratuito, se ganó mediante arduas luchas que —sobre todo en los siglos XII y XIII— subyacen en el origen de la institución universitaria misma. Por lo tanto, como se abundará aquí, se trata de una conquista arrancada en circunstancias conflictivas, y que en todo tiempo ha sido necesario defender, o se extingue, y que ha tocado a los universitarios de todos los tiempos exigirla y consolidarla. En segundo lugar, las universidades, al otorgar los grados académicos de bachiller, licenciado y maestro o doctor (otro logro difícil), certifican la aptitud, la capacidad de cada borlado en un ramo del árbol de las ciencias. Esos cuerpos colegiados, justo por su autonomía, obtuvieron, desde su origen, como tales, el derecho a impartir títulos de suficiencia a los estudiantes que cumplían con un conjunto de requisitos. En todo tiempo, además, la entrega de dichos reconocimientos se ha hecho mediante ceremonias con diverso grado de solemnidad, signo de la importancia que las universidades asignan, desde siempre, a esta función capital.
En suma, con independencia de las características concretas, y de los lugares y tiempos en que han funcionado desde el Medievo hasta hoy, todas las universidades han requerido gozar de su autonomía para cultivar y enseñar los saberes, a la vez que todas conquistaron el derecho, la facultad, de certificar la habilidad de los estudiantes para impartirlos y ejercerlos.
Luego de un sucinto repaso acerca del papel de la autonomía en el surgimiento de la universidad medieval, se dirá una palabra sobre Salamanca y su conflictiva y paulatina sujeción a la autoridad real. Por fin, se hablará de las difíciles condiciones de la Real Universidad de México, sujeta al rey y a diversas autoridades externas, para mantener, no obstante, un espacio para ejercer su autonomía.
DE LAS ESCUELAS A LAS CORPORACIONES AUTÓNOMAS
¿En qué sentido cabe decir que la lucha por la autonomía está en el origen de la institución universitaria entre fines del siglo XII y comienzos del XIII? Conviene destacar algo que no siempre se tiene en consideración. En el principio fueron las escuelas y —siempre en relación con ellas— surgieron, más tarde, las universidades.4 En efecto, durante el siglo XII florecieron las ciudades europeas como nunca desde la Antigüedad; en ellas, prosperaron las instituciones gremiales, municipales, eclesiásticas, señoriales y regias. En consecuencia, la vida se volvió cada vez más complicada, en especial por el creciente intercambio mercantil local, regional y —diríamos hoy— internacional. El nuevo estado de cosas llevó a una progresiva dependencia del papel escrito como instrumento de carácter legal, comercial, administrativo y de gobierno. Por lo mismo, se hizo indispensable ampliar la disponibilidad de hombres de letras capaces de hacer frente a tan compleja situación.
En ese abigarrado marco, numerosas escuelas surgieron en diversas ciudades. Para fundarlas, bastaba con que un aspirante a preceptor se agenciara de un espacio físico apto para enseñar a los alumnos que acudieran a oírlo, es decir, un aula. En varias partes se exigía, además, licencia para enseñar. La escuela moría con el maestro, o cuando él emigraba; a menos que la actividad pasara a otro docente, en lo sucesivo, a título propio. Tales maestros se ufanaban de ofrecer un currículo más rico que el impartido, por esas fechas, en las decadentes escuelas catedralicias y en pocos monasterios rurales. Profesaban nuevos autores, nuevos métodos y, por así decir, promovían una reforma profunda de los saberes, de las ciencias y del modo de enseñarlas. Además, ellos mismos se anunciaban como capaces formadores de alumnos, aptos para tomar parte activa y eficaz en tan cambiante y complejo espacio social y político. La voz corrió, y jóvenes de muy diversas naciones acudieron a las famosas escuelas, por riesgosos y difíciles caminos, resueltos a aprender.5
En París, pululaban decenas de preceptores autónomos que se pretendían dueños de un amplio dominio de la filosofía aristotélica, en especial, de su lógica, que se convirtió en el principal instrumento para el análisis de los autores en todos los campos del saber. Entre esos pioneros destacó el famoso Pedro Lombardo (1079-1142). En el siglo siguiente, Pedro Hispano (activo hacia 1230) produjo las llamadas Súmulas, manual de lógica que se mantuvo vigente como texto escolar al menos hasta el siglo XVII. Pronto surgieron problemas, pues la autoridad eclesiástica les exigía licencia para enseñar.
También en París, otros maestros prometían reforzar la fe con ayuda de la razón —de la lógica— y muy pronto delinearon y sistematizaron la temática a tratar en torno al creador del mundo, Dios, y de su creatura, el hombre. Pedro Lombardo (hacia 1100-1160) organizó en cuatro libros los tópicos (sentencias) a discutir alrededor de esa temática. En adelante, la teología adquirió carácter de disciplina escolar y el Liber Sententiarum llegó hasta la Reforma como lectura obligada en las escuelas. La ciudad del Sena y Oxford se volvieron los dos grandes polos de atracción para los aspirantes a estudiar filosofía (entonces designada como artes) y teología. De modo paralelo, a principios del siglo XIII surgieron las órdenes religiosas llamadas mendicantes, que al punto adoptaron a los nuevos métodos y autores, filósofos y teólogos, en sus estudios conventuales para la formación de sus novicios. Los primeros en seguir las novedades fueron los dominicos y los franciscanos; pronto se sumaron agustinos y carmelitas.
Al propio tiempo, en Bolonia, y en ciudades del norte de Italia, en especial Pavía y Padua, se descubrió de modo gradual el Corpus de derecho civil del emperador bizantino Justiniano (483-565), y los maestros también desarrollaron métodos para analizar los textos jurídicos, a partir de su glosa y, en una segunda etapa, de comentarios de carácter analítico. Acursio (1182-1263) fue el gran compilador y sistematizador de varias generaciones de glosadores; en adelante, su obra, llamada Glossa ordinaria, acompañó todas las copias manuscritas e impresas del Corpus. En el siguiente siglo, Bartolo de Sassoferrato (1313-1357) introdujo el método de los comentarios y los Consilia, llevando a su culminación el método que los juristas adoptarían hasta el fin del Antiguo Régimen.Así pues, lejos de promover un estudio inerte del corpus justinianeo, buscaban adecuarlo a las circunstancias políticas, económicas y judiciales de su entorno. Los reyes, los potentados y los burgueses pronto descubrieron la utilidad que los nuevos jurisperitos podrían redituarles, y tomaron a varios a su servicio. En Castilla y León, Alfonso X se sirvió ampliamente de ellos.
En la misma Bolonia, un nebuloso monje —o quizás un juez— de nombre Graciano, a principios del siglo XII aplicó los métodos del derecho civil al estudio y clasificación de la legislación emitida por concilios y papas durante más de 10 siglos, y que circulaba en colecciones dispersas, sin un orden racional. Sus esfuerzos sistematizadores cuajaron en el Decretum (hacia 1140); de ese modo, las aulas abrieron la puerta a la enseñanza del llamado derecho canónico o eclesiástico, que tanto contribuyó al poder de los papas y dignatarios eclesiásticos. De Italia, la disciplina se difundió a toda la cristiandad.
Asimismo, en el sur de Italia, primero en Salerno —y de inmediato también en ciudades del sur de la actual Francia, como Montpellier—, se tradujeron al latín los escritos filosóficos y, más aún, los tratados médicos de los grandes autores griegos y árabes, en particular, Galeno y Averroes. Apenas latinizados, esos manuscritos invadieron Europa con sorprendente celeridad. Así fue ganando terreno una novedosa medicina que pretendía apartarse del mero ejercicio empírico o mágico. Los enfoques de los médicos recién rescatados se fundaban en una serie de principios racionales y en un mejor conocimiento del cuerpo humano. Sin demora, aquella disciplina médica se hizo presente también en París, en Bolonia y, ya en el siglo XII, en Salamanca.
Conforme unas y otras escuelas acogían y cultivaban a los autores antiguos y sus textos, surgió el problema de cómo acceder a tan ingentes masas de saber, desconocidas hasta entonces en Occidente. De qué modo clasificarlas, desarrollarlas, utilizarlas y, por fin, cómo trasmitirlas mejor a los oyentes. En lo tocante a métodos, la lógica aristotélica se convirtió en el instrumento por antonomasia para evaluar la validez de cada afirmación contenida en los libros de toda disciplina, y también se la aplicaba para desentrañar sus puntos oscuros.
De modo paralelo, se introdujo un método didáctico basado en la quaestio y la disputatio. En sus lecciones, el maestro —el lector— formulaba una cuestión, es decir, una pregunta problemática suscitada por un pasaje oscuro de su libro y, luego de desarrollar las distintas opciones para desentrañarla, defendía una solución. En otro momento de la clase, o en días especiales, se ejercitaba la disputatio. En este caso, en vez de que el lector resolviera la cuestión, tocaba a sus alumnos debatirla y despejarla. El método —llamado escolástico porque se originó y aplicó en las aulas— se aplicaba indistintamente para cultivar los diversos saberes o facultades. De modo gradual, toda aquella masa de información se distribuyó en cinco grupos o facultades: artes o filosofía, medicina, teología, derecho civil y derecho canónico o eclesiástico. A ellas se agregó, como propedéutica, la gramática. En las cinco primeras regía el método docente que conjuntaba la quaestio y la disputatio.
Aquel panorama sin precedentes, que amenazaba con trastornarlo todo, movió a las autoridades seculares y eclesiásticas a ensayar mecanismos de control y censura. A fin de cuentas, todos aquellos autores griegos y árabes eran paganos o heréticos. Tanta libertad para disponer de sus escritos, y no sólo en el campo teológico, generó inquietud, en especial al surgir maestros defensores de opiniones tachadas de heréticas o inauditas. Por diversas vías se ensayaron restricciones al libre análisis, fundamento del método escolástico. Pero, a pesar de sanciones y castigos ejemplares que incluían la hoguera, numerosos estudiantes y maestros defendieron, incluso con violencia, su libertad para ejercer las tareas escolares sin cortapisas. Para ellos, el fin del estudio era distinguir lo verdadero de lo falso con instrumentos racionales; las verdades reveladas eran asunto de fe, no de ciencia.
A más de los intentos de censura, mientras maestros y estudiantes aplicaban sus métodos de análisis racional y su didáctica novedosa, múltiples problemas amenazaron la continuidad de las escuelas. Ante todo, los “peregrinos del saber”, estudiantes y maestros, durante sus viajes en busca de las ciencias, quedaban a merced de salteadores y de las inclemencias del tiempo. Además, en los lugares de paso tenían estatus de extranjeros, sin recursos legales para defenderse. Podían perder sus bienes, sus costosos libros, ser compelidos a tasas exorbitantes. Poco mejoraba su situación al llegar a destino. Los caseros alquilaban a voluntad las posadas. Si un flamenco partía sin saldar deudas, el acreedor ejercía el derecho de represalia en cualquier otro flamenco. Los jóvenes, seglares y clérigos, en sus juergas nocturnas cometían abusos o armaban pleitos y paraban en la cárcel municipal, sin defensa. Era grave también el problema de las cuotas exigidas por los maestros a sus oyentes, llamadas colectas. Cada escolar firmaba un contrato privado con el mentor, quien le cobraba lo mismo si era el único alumno o si había 15 oyentes, o más. Sólo la mejor oferta de un maestro competidor movía al primero a bajar la tasa, y evitar fugas.
Otro conflicto capital derivaba de las licencias para enseñar. Durante siglos, la Iglesia emitió decretos para promover la formación del clero. Un miembro del cabildo catedralicio debía examinar a los aspirantes a ordenarse. Además, varios obispados comisionaban al scholasticus —o maestrescuela— la instrucción de los candidatos, directamente o por interpósita persona. En lugares como París, la norma se extendía a todo aspirante a enseñar dentro del obispado. Y si tal práctica no se aplicaba en Bolonia, donde los maestros enseñaban auctoritate sua, en París, el canciller sólo concedía la licentia docendi luego de examinar al candidato y cobrarle una suma por el diploma.
Tan adversas circunstancias movieron a estudiantes y maestros a organizarse. En primer lugar, hacia 1155, una comisión de boloñeses obtuvo del emperador Barbarroja una carta general de privilegios, conocida como Habita.6 El diploma se mandó incorporar al Corpus de derecho civil en calidad de “constitución auténtica”, de decreto imperial. Por lo mismo, no se trató de un privilegio de alcance local, antes bien, su validez tenía alcance “universal”. Protegía a cuantos viajaban a estudiar al concederles libre tránsito por todos los caminos, con graves penas a los infractores. Prohibía aplicar a los escolares represalias y les permitía, en caso de prisión o demanda legal, elegir al juez o tribunal que los juzgaría: su propio maestro o la audiencia episcopal. Parte de esas franquicias eran poco aplicables en la práctica, pero en su conjunto otorgaban por primera vez un fuero legal a maestros y alumnos, análogo al de los clérigos. Los volvían visibles en tanto que colectivo específico, cuya actividad se calificó de laudable. Reconocían la profesión de maestros y estudiantes. Además, dichos privilegios fueron ...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Título
  4. Derechos de autor
  5. Prólogo
  6. Introducción
  7. Primera parte: las ideas sobre autonomía universitaria
  8. Segunda parte: la perspectiva histórica de la autonomía universitaria
  9. Tercera parte: autonomía universitaria hoy?
  10. Sobre los autores