ErenTsA. Verano de 1997
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ErenTsA. Verano de 1997

  1. 450 páginas
  2. Spanish
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ErenTsA. Verano de 1997

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Información del libro

Erentsa es un pueblo pequeño, imaginario pero a la vez muy real. En esta novela coral, los distintos habitantes de la localidad cuentan de primera mano sus vidas, corrientes en muchas cosas, extraordinarias por las circunstancias que les ha tocado vivir. Un reflejo fiel de un mundo no muy distante en el tiempo que sin embargo ya pertenece al ayer.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418261879
Categoría
Literatura

VI

Arantza y Adela

Adela había dormido muy mal aquella noche. Cuando debajo de la ducha intentó contar las veces que se había despertado, encendido la luz, mirado la hora y comprobado si tenía llamadas fue incapaz de contabilizarlas. También había perdido la cuenta de las veces que ella había telefoneado. El indefinido «muchas» o «bastantes» le servía. Cerca de veinticuatro horas sin tener noticias de Arantza. No quería ser alarmista. «En cuanto llegue al despacho llamaré a la oficina de la empresa de transportes», pensó, «ellos tienen que tener información de primera mano. No es importante si fueron cinco o siete veces o la de campanadas del reloj de la iglesia que me he tragado, el hecho es que estoy realmente cansada, con ganas de volver a la cama y no levantarme hasta el mediodía. Puedo aguantar una noche despierta con la ayuda de Juan Valdez, pero la incertidumbre de pensar que le haya podido pasar algo a Arantza, por esas carreteras o aparcamientos de Dios, me consume los nervios. No quiero hablar con su madre, si la llamo la pondré cardiaca y ya tiene bastantes problemas la señora como para apagar el fuego con gasolina».
Estaba secándose su media melena rubia cuando sonó con su impertinencia metálica habitual el timbre del teléfono. Ella, tiene que ser ella. Corrió descalza con el único cuidado de no resbalar en el suelo de madera de la casa.
—¡Dime, maitia[40]!
—¿Cómo sabías que era yo?
—Porque deseaba que fueras tú. ¿Qué tal estás? ¿Todo bien?
—Sí, Adela, todo bien. Me ha sido imposible llamarte antes. La cobertura de telefonía móvil en la República Checa es tercermundista. Los teléfonos fijos no siempre están en lugares aconsejables para una chica tan guapa como yo.
—Ah, mi amor. Ni en el culo del mundo pierdes tu sentido del humor. Te quiero. Me dejas tranquila sabiendo que estás bien. ¿Cuándo vuelves a casa?
—No lo sé, cariño. Mi hermano ha conseguido un porte de Brno a Lyon e imagino que se está rompiendo los cuernos para encontrar otro de Lyon al polígono industrial de la capital, o al menos algo en el Territorio.
—Ten cuidado.
—Confía en mí y en mi maravillosa muñeca, como tú dices. Te quiero, Adela.
—Te quiero, Arantza. Llama cuando puedas, sabes que estoy pendiente de ti.
Adela colgó el teléfono. Sin saber por qué, se quedó mirando aquel viejo aparato negro de baquelita, marca Ericsson, tan antiguo como la propia casa. La toalla de ducha le rodeaba el cuerpo, pero no se había secado del todo su piel, un pequeño charco rodeaba sus pies. Gotas transparentes de agua recorrían perezosas sus piernas. También intuyó sus pisadas desde el baño a la mesita donde estaba el teléfono. «Tendré que pasar la fregona. Arantza está bien, eso es lo importante». Se acabó de secar allí mismo, incluido el cabello, siempre con toalla, nunca con secador. «Pasaré el mocho después».
Nadie le iba a devolver las horas de sueño perdidas, pero Adela sentía la tranquilidad de saber que su compañera estaba bien. Seguía deseando, de todas formas, una mañana tranquila. Con veintitantos años podía ir a trabajar a las ocho de la mañana sin haber pasado por la cama y nadie en el trabajo lo podía advertir. Ahora tenía diez años más y una responsabilidad como jefa de la Policía Local de Leku. Mientras se vestía, naturalmente de uniforme, recordó cómo había conocido a Arantza. Le gustaba traerlo a su mente, le dejaba un regusto agradable en la boca.
Llovía. No era un gran chaparrón, tampoco el tímido sirimiri de las nubes que, hartas de las alturas del cielo, querían sentir el roce áspero de la tierra, los árboles o el asfalto. Ella, con la capa impermeable y la txapela protegiendo con su vuelo la cabeza, indicaba con la vara luminosa reglamentaria a aquel Mack verde oscuro que se detuviera en el arcén. Lentamente, la ballena quedó varada en la orilla de la carretera, mientras sus hermanos de ruta pasaban de largo, la observaban de reojo con conmiseración; ellos se habían salvado de ser arponeados. De la cabina descendió una mujer bien plantada, morena, no demasiado alta, con el pelo muy corto. La agente de tráfico no se esperaba a una mujer tan atractiva conduciendo aquel monstruo.
—¿Qué coño pasa ahora? — fue el saludo de la camionera —. Podías elegir otro momento para pararme.
—Lo siento, señora. Nunca es buen momento. — Adela adquirió su tono más profesional —. Es necesario que me acompañe a la báscula de pesaje, necesito la documentación de la carga, tacógrafo y documentación del camión. También su carnet de conducir.
—No me joda, agente, que son las siete y en una hora me cierran el almacén donde he de descargar en Izurdiaga.
—Pues avise de que llegará acaso un poco más tarde de lo previsto. Usted tiene horarios y nosotros órdenes por el bien del tráfico. Siga cincuenta metros y desvíese hasta el punto de pesaje, por favor.
Mientras Arantza se dirigía al camión, empezaba a buscar papeles en la guantera y conducía hasta la báscula, Adela se encaminaba al punto de pesaje. La camionera ni quería ni podía disimular su mal humor. La documentación estaba en regla, lo mismo se podría decir del tacógrafo, estaba dentro del horario, el peso no excedía la carga máxima autorizada. Adela no dejaba pasar nada por alto, aunque lo hacía con la mayor eficiencia. Arantza se percató de ello. «¡Mierda! Tenía que ser hoy cuando me tocara el control que cada tres o cuatro meses me cae en suerte. Menos mal que esta parece una tía espabilada y no se duerme como otros pasmarotes». Ni siquiera se acoquinó Arantza cuando pasó su primer control de carga sin la compañía protectora de su padre, después de haber pasado tantos a su lado. Maestro camionero, como gustaba decir con un puro encajado en la boca. Descanse en paz, el bueno de Manuel.
Adela tampoco tenía motivos para irradiar felicidad. Su madre llevaba días ingresada después de un amago de infarto que había encendido todas las alarmas en la familia, y para remate la relación con Natxo empezaba a naufragar. Algo no funcionaba, y ninguno de los dos eran capaz de definir de qué se trataba. Cuanto más se acercaban al matrimonio y a hacer planes para alquilar o comprar un piso, más tenían la sensación de que su relación estaba llegando al final. Por más que pisaran el acelerador, algo presionaba el embrague y su relación no avanzaba. Aquella tarde lluviosa iba a ser de las últimas de una relación de cinco años. «Estoy jodida», había dicho a su hermana. Nadie en el trabajo se había dado cuenta, para orgullo suyo.
«Esta tía tiene carácter», pensó Adela, «lo necesita para vivir de la ruta, pero es buena gente, me gusta el rostro carnoso de esta camionera. Es una manzana que apetecería comer».
—Puedes marchar cuando quieras, siento haberte retrasado. Puedes llegar a Izurdiaga sin correr.
—Venga, venga, espero no volver a verte, guapa. — «¡Qué ojos más preciosos tiene la colega!», se dijo Arantza. Cada vez que el enorme Mack de «Manuel Odriozola e hijos» se encontraba un coche patrulla controlando el tráfico, como un champiñón en el arcén, Arantza reducía la velocidad, por si entre los agentes podía identificar a aquella rubita tan mona.
Pasaron varias semanas, tal vez meses.
Murcia. Típico restaurante de carretera. Muchos camiones grandes, unos transportando líquidos, otros sólidos o gaseosos y automóviles de cualquier cilindrada pidiendo permiso para respirar entre aquellos mostrencos durmientes. El sol declinaba. Hacía rato que las luces del aparcamiento estaban encendidas. No habiendo llegado todavía la noche, aquella venta de finales del siglo XX producía una sensación de sobrecogimiento. Una docena de mesas ocupadas con representantes de comercio aún con corbata, familias con o sin niños, pequeños grupos de profesionales de la carretera cenando en franca camaradería. Una barra larga, larguísima… «la mayor de la comarca», se jactaba orgulloso su propietario, el señor Rodríguez, ante el asombro de quienes visitaban su establecimiento por primera vez. Tan pesado llegó a ponerse el señor Rodríguez con el tamaño del mostrador de su bar, que terminó por ser apodado el Barras o el Ta-barras por sus clientes más habituales.
En una de las mesas citadas, dos mujeres. La mayor tenía un porte señorial, peinado de peluquería, rostro alargado serio, pero no exento de una cierta amabilidad. No era difícil suponer que había tenido muchos pretendientes en su juventud. El trabajo duro en el caserío familiar durante años, sin embargo, había mermado su salud, los huesos cada vez le daban más guerra. La señora no llegaba a los sesenta años y la joven tendría treinta y tantos. Hablaban en euskera, valorando el quedarse a dormir allí mismo, pues el Barras ya les había comunicado que disponían de camas libres, o bien en una pensión en el centro de la ciudad o cerca del CIM donde Luis, el hijo pequeño, iba a jurar bandera al día siguiente a la once de la mañana.
Uno de los individuos de la mesa de al lado, posiblemente camionero también, se plantó en pie ante las mujeres y les espetó, arrastrando sus palabras:
—Señoras, están ustedes en España, hagan el favor de hablar en español.
—Oiga — respondió Adela, acostumbrada a toparse con todo tipo de mastuerzos —, haga el favor de meterse en sus asuntos, a usted nadie le ha dado vela en este entierro.
—Yo no entiendo lo que están diciendo. Si saben español, hablen en español. Yo qué sé si me están poniendo a parir o se están ciscando en mi madre.
—No tenemos el placer de conocer a su señora madre, así que, por favor, caballero, déjenos en paz.
—¡Encima cachondeo! No te jode. Seguro que van a ver a algún etarra de mierda a la cárcel.
Ez egin kasorik alaba, moskorra dagota[41] — le dijo Juliana a su hija, por una vez habló en euskera para no ser entendida.
—¡Me cago en la puta! ¿Es que están sordas? — El invididuo levantó la voz de forma que casi se hizo el silencio en el bar.
—Veng...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Cita
  6. Prólogo
  7. I
  8. II
  9. III
  10. IV
  11. V
  12. VI
  13. VII
  14. Agradecimientos
  15. Mecenas
  16. Contraportada
  17. Otros títulos publicados