Por qué nos encantan los sociópatas
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Por qué nos encantan los sociópatas

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Por qué nos encantan los sociópatas

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"Mi mayor frustración es no ser un sociópata. Creo que no soy el único. Son las figuras dominantes de la televisión y casi no hay género televisivo que esté a salvo de su presencia. Las series de animación han sentido la fascinación por los padres sociópatas (con grados distintos de cordura) desde el mismo día en que los creadores deLos Simpsonse percataron de que Homer era un protagonista más interesante que Bart. En una demostración de que los dibujos para el público infantil también pueden ser vehículos del mal radical, Eric Cartman, personaje deSouth Park, lleva más de una década escupiendo invectivas racistas y tramando maldades. En el otro extremo del abanico, los buques insignia de los dramas que la televisión por cable ofrece a un público con veleidades intelectuales han sido casi sin excepción sociópatas de toda clase: el mafioso Tony Soprano deLos Soprano, los gánsteres Stringer Bell y Marlo deThe Wire, el seductor impostor Don Draper deMad Men, por no hablar del asesino en serie que da nombre aDexter".

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Información

Editorial
Melusina
Año
2020
ISBN
9788415373919
Categoría
Sociología
3. Los justicieros
Una escena de The Wire nos proporciona un buen argumento para validar la tesis que he venido defendiendo hasta ahora y plantear asimismo el problema del que nos ocuparemos en este capítulo. En esta escena, el joven D’Angelo Barksdale, primo de Avon Barksdale y uno de los encargados (relegado recientemente a labores subalternas) de administrar la organización, se encuentra con dos de sus empleados más jóvenes jugando al ajedrez sin que parezca que respeten las reglas. Cuando trata de corregirlos, le dicen que no saben jugar al ajedrez y que simplemente utilizan las piezas para jugar una partida a las damas. D’Angelo, tras manifestar que el ajedrez es «un juego mejor», se pone a explicarles el juego por analogía con el tráfico de drogas.
Algunas de las metáforas resultan un poco forzadas —sin ir más lejos, la idea de que la torre es una «topera» donde guardar las existencias de drogas—, pero otras son meridianas. Avon es el rey, por ejemplo, lo que significa a la vez que es la figura más importante de la organización y la que en apariencia contribuye menos a su funcionamiento. Stringer, por el contrario, es la dama, la pieza más poderosa, la que se ocupa de hacer casi todo el trabajo, aunque siempre al servicio de un rey con capacidades aparentemente inferiores. Finalmente, ellos se identifican con los peones y son todo oídos cuando D’Angelo les cuenta que, si bien los peones sueles ser los primeros en palmarla, si resisten y logran con esfuerzo abrirse paso hacia delante, pueden promocionarse. No obstante, se llevan una desilusión al enterarse de que lo máximo a lo que pueden aspirar es a convertirse en dama y cuando le preguntan por qué, D’Angelo responde llanamente: «El rey siempre es rey».
La escena se presta a una analogía con las clases de sociópatas de ficción que he definido hasta ahora. Los maquinadores, que manejan privilegios de adulto para lograr objetivos infantiles, son como los jóvenes camellos que juegan a las damas con piezas de ajedrez. Obtienen cierta satisfacción, por supuesto, pero las damas no es que sea un juego muy divertido. Siempre les quedaría la opción de utilizar las piezas de ajedrez de otra forma, pero lo más seguro es que el uso previsto para las piezas sea de hecho «el mejor juego»; a fin de cuentas, ¿cuántas probabilidades hay de que se les ocurra un juego más sofisticado que el ajedrez? Evidentemente se trata de un juego, como los personajes puerilmente ambiciosos de Rockefeller Plaza dan a entender, pero como mínimo las partidas son más largas y es más variado que cualquier otro pasatiempo que unos chicos puedan ingeniarse.
Con todo, la distancia que separa al sociópata maquinador del arribista no se reduce a la que va de las damas al ajedrez. Este desplazamiento supone pasar de ver el juego con desinterés y desde fuera a identificarse con esos desventurados y explotados peones. Ello significa, en primer lugar, aceptar que tu objetivo es progresar lo más que puedas, si no por mero afán de supervivencia, sí al menos para convertirte en algo más que una pieza insignificante en un rincón olvidado del tablero. Y significa también, lo cual tal vez sea incluso más importante, que el máximo escalafón al que puedes aspirar es convertirte en el sirviente más poderoso y versátil del rey.
Stringer Bell, en cuanto que «dama» de la organización Barksdale, suele actuar a espaldas de Avon, pero siempre con la intención de fortalecer la empresa y esperando, con mayor o menor sinceridad, que algún día Avon sabrá apreciar la inteligencia de tales movimientos. Ser la «dama» es la máxima meta en este contexto: en ningún momento Stringer reclama de manera inequívoca el liderazgo de la empresa o intenta deshacerse de Avon. Incluso su decisión de delatar a Avon a la policía para evitar que se enzarce en una destructiva guerra por el control del narcotráfico se explica, en última instancia, pensando en «lo mejor para el negocio». Avon seguirá siendo teóricamente el rey, pero su radio de acción debe quedar limitado para impedir que perjudique las expectativas de la organización. Sin embargo, resulta irónico que, al mismo tiempo, Avon esté planeando traicionar al propio Stringer y finalmente dé vía libre a dos peligrosísimos personajes que se la tienen jurada para que lo asesinen, ante el temor de que su reputación quede por los suelos y ello suponga que le corten el abastecimiento de drogas. Como sabe cualquier jugador de ajedrez, incluso la dama es prescindible si así se consigue evitar que te den jaque mate.
Una pregunta que The Wire deja en el aire es de qué manera se convierte uno en rey. En esencia, todos los capos de las distintas bandas ya están consolidados, al menos como líderes de sus respectivos clanes de leales servidores, cuando el espectador los conoce. Por mucho que la cruzada de Marlo para hacerse con el control del narcotráfico en Baltimore sea reñida, no se está convirtiendo en rey: sencillamente, está acumulando más poder del que tenía. La única lucha real que se libra por el liderazgo son las elecciones a alcalde, tras las cuales el ganador final, Carcetti, empieza enseguida a postularse como aspirante a gobernador para poder largarse de Baltimore; ser alcalde, lo que supone tener que gestionar un auténtico desastre de ciudad, no es que se parezca mucho a ser el rey. Y de hecho, que Marlo consolide su poder sobre el narcotráfico tampoco es que parezca un triunfo, ya que no tarda en descubrir que su poder solo tiene validez dentro de una parte subalterna del sistema global de Baltimore y su dominio supuestamente absoluto solo alcanza aquellos ámbitos que el sistema le tolera.
¿Tiene Baltimore —y la sociedad en general de la que esta ciudad nos presenta un microcosmos — algún rey auténtico? En una escena, Omar, el ladrón al estilo vaquero del Oeste que se dedica a atracar a los camellos, se burla de algunos enemigos que han intentado acabar con su vida sin conseguirlo con una de las frases más memorables de la serie: «Tratándose del rey, mejor que no falles». Cabría interpretar esta frase como un preámbulo de una escena posterior en la que Omar dispara a Avon y falla, pero creo que es interesante considerar seriamente la posibilidad de que Omar sea un candidato a «rey», o al menos a la clase de rey que puede darse en un sistema como el de Baltimore.
Lo que hace que Omar nos resulte tan fascinante es que crea sus propias normas; en este sentido, es una persona en verdad soberana, pues actúa solamente de conformidad con el «código» ético que se ha autoimpuesto. Omar dista mucho de ser un sociópata, ya que es capaz de una férrea lealtad que no se centra principalmente en los miembros de su familia. De hecho, su recorrido argumental está dominado en gran medida por el deseo de vengar la tortura y muerte de su amante a manos de la banda de Avon. Sin embargo, hay un aspecto en el que nuestro pueril Omar se parece a los sociópatas maquinadores: su actividad no conduce a nada. Le gusta «el juego» como juego más que a casi todos los demás jugadores, pero su única posibilidad de victoria consiste en recoger las ganancias y retirarse de la partida. Su comportamiento siempre mantiene una relación parasitaria con el sistema del que cree estar por encima y, cuantos más éxitos cosecha, tanto más segura es su muerte. Esta figura seductora representa, en última instancia, una suerte de nihilismo total y los guionistas de la serie dejan bien clara esta faceta sin salida del personaje al darle una muerte que más bien parece un anticlímax casi patético. La fantasía de Omar es atractiva como entretenimiento, pero como ocurre con las de los demás sociópatas maquinadores, no es una fantasía que a uno le gustaría vivir en la vida real.
Sin embargo, sirviéndonos de Omar como modelo, podemos encontrar por lo menos otro individuo soberano, otro rey autoproclamado: se trata de James McNulty, el «policía nato» cuya pasión por el trabajo pone en marcha gran parte de la acción que vemos en la serie. Al igual que Omar, McNulty desprecia las normas sociales que sujetan a los demás, pero no lo hace al servicio de un autoproclamado código moral. En vez de ello, quebranta las normas precisamente para cumplir con su deber. Su objetivo último es convertir el departamento de policía de Baltimore en lo que se supone que debería ser: una institución dedicada al trabajo real de prevenir y resolver crímenes, en lugar de una burocracia dedicada a procesar estadísticas de delincuencia de manera torticera a fin de dar apoyo a distintas ambiciones políticas.
La fantasía de dejar en suspenso las normas morales para hacer lo que haga falta es una alternativa seductora y, en la sociedad contemporánea, cada vez goza de mayor predicamento. Cuando se multiplican las organizaciones, tanto en el gobierno como en la empresa, cuyo único objetivo parece ser perpetuarse en el poder habiendo perdido casi toda relación con su misión original, la fantasía del líder valeroso que entra en escena, remueve los cimientos y endereza el rumbo de las cosas no puede ser más emocionante. Resulta más convincente si cabe cuando este líder valeroso demuestra que va en serio y está dispuesto a sacrificarlo todo: trabaja hasta las tantas, cobra un sueldo miserable y su pasión desmedida por la causa le lleva incluso a desatender a su familia. Este líder, según dicta la fantasía, está tan entregado a los objetivos de su organización que está dispuesto a conculcar todas las normas en su empeño, y está tan motivado por la convicción moral que desatiende sus obligaciones morales más fundamentales. Un comportamiento tal te granjeará un lugar a la diestra del Señor o, en su defecto, una semblanza halagadora en el dominical del The New York Times.
Esta fantasía de quebrantar las normas de la sociedad por el bien de la propia sociedad es lo que investigaré en este capítulo dedicado a los «justicieros». Aunque en la vida real los directores de instituto parezcan ser mayoría en esta clase particular de sociópatas, despidiendo sin que les tiemble el pulso a profesores a mayor gloria de la causa de la educación, la mayor parte de los ejemplos que encontramos en la televisión se los debemos a las fuerzas del orden. Aunque las series policiacas siempre han gozado del favor del público, en estos últimos años se viene observando la tendencia de incluir unidades de policía que van «por libre» como la que encontramos en The Shield, formada por oficiales que parecen remedos de Harry el Sucio ya que suelen tomarse la justicia por su mano. Tal y como atestigua la referencia a las películas de Harry el Sucio, esta temática nunca despareció del todo, pero su circulación actual se debe a la llamada «Guerra contra el Terror» (tal y como atestigua la popularidad de 24 horas, una serie centrada en el terrorismo). Por consiguiente, iniciaré este capítulo investigando un personaje que sin duda es uno de los más fantasiosos de todos los sociópatas de fantasía que nos haya deparado la televisión: Jack Bauer.
Un hombre de ley al margen de la ley
Por insospechable que nos parezca hoy, la Fox Television dio luz verde al proyecto y producción de 24 horas, serie que en la actualidad relacionamos casi inequívocamente con la «Guerra contra el Terror», antes de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Según algunas fuentes que encontramos en internet, el episodio piloto fue rodado en marzo de 2001 y la producción de los restantes episodios —la Fox solo contrató trece de los veinticuatro previstos por el título de la serie— empezó en julio de ese mismo año. La innovación inicial del producto no consistía en que pivotara alrededor del terrorismo, sino su narración «en tiempo real», en virtud de la cual todos los acontecimientos se desarrollan en un período de veinticuatro horas sincronizado con un reloj que aparece sobreimpresionado en pantalla. Centrada en el agente Jack Bauer de la Unidad de Contraterrorismo (ctu, por sus siglas en inglés), el tema original de la serie podría definirse como los desafíos insólitos a los que este hombre debe hacer frente para guardar el equilibrio entre su vida laboral y familiar; por ejemplo, cómo reaccionar cuando alguien secuestra a su familia con la intención de chantajearlo para que asesine a un candidato presidencial, el senador David Palmer.
Aunque la serie se estrenó cuando no se habían cumplido tres meses de los atentados del 11-S, aún da la sensación de ser un vestigio procedente de la década «más feliz» de 1990. Los villanos principales no son terroristas islámicos, sino nacionalistas serbios que quieren vengarse por una operación en la hoy casi olvidada guerra de Kosovo, operación que el senador Palmer contribuyó a diseñar y que Jack Bauer contribuyó a llevar a cabo. La improcedencia política podría ser lo que salva la primera temporada, ya que todo indica que los guionistas empezaron a perder fuelle por el peso de los debates políticos sobre el terrorismo y, especialmente, la tortura, que 24 horas se vio obligada a incorporar a medida que la Administración Bush se eternizaba. El centro de interés sigue siendo, en cualquier caso, el coste personal que Jack debe pagar por su pasión por el trabajo, sobre todo en el último giro inesperado donde se revela que su mujer ha muerto a manos de un topo en la ctu.
Si el tema del sacrificio que el «justiciero» debe hacer de su familia en beneficio del trabajo aparece aquí de la manera más tosca imaginable, también puede decirse lo mismo de la ineficacia de la burocracia con la que debe bregar nuestro héroe. La Unidad de Contraterrorismo, una agencia de seguridad (¡por fortuna!) ficticia, se compone principalmente de burócratas incompetentes y obstruccionistas y de un número asombroso de topos (al menos uno por cada temporada de la serie). La vanguardia de Estados Unidos contra el terrorismo resulta que es incapaz de prevenir ningún atentado terrorista, ni siquiera aquel que los terroristas lanzan contra su sede. Esta situación resulta especialmente bochornosa si tenemos en cuenta que el universo de 24 horas es varios órdenes de magnitud más peligroso que el nuestro, con un amplio abanico de grupos terroristas que operan a sus anchas dentro de las fronteras de Estados Unidos, asesinando a presidentes, usando con toda normalidad armas de destrucción masiva (incluyendo bombas atómicas) y demostrando ser, en general, mucho más eficaces que cualquier organización terrorista actual de la que yo tenga noticia. Peor aún: el gobierno a veces instiga ataques terroristas para dar curso a sus proyectos.
En este contexto, que por su exageración simplista es tan desesperanzador como el Baltimore de The Wire, Jack aparece en resumidas cuentas como la única persona capaz de hacer que la ctu y el gobierno estadounidense en su conjunto cumplan con su deber básico de proteger la integridad física de la población. Jack pierde la paciencia cuando le hablan de conceptos metafísicos como la «seguridad nacional» para invocar la posibilidad de que un atentado terrorista sea beneficioso a largo plazo si espolea el país a librar una guerra necesaria. La manera que tiene de entender su trabajo resulta agradablemente directa: prevenir atentados terroristas por cualquier medio.
Pertrechado con este simple principio, Jack puede descartar todos los demás. Así pues, la lista de sus crímenes es verdaderamente pavorosa. Con frecuencia se salta la cadena de mando e incluso incumple las órdenes directas del presidente (de hecho, a veces en presencia de la máxima autoridad del país). De manera rutinaria tortura a sospechosos de terrorismo, incluyendo en una ocasión a su propio hermano. Recluta a ciudadanos de a pie para que le ayuden en sus misiones extraoficiales, en cuyo curso pierden la vida casi siempre. Le amputa la mano a su compañero para impedir que un arma biológica arrase una escuela. Mata a un colega de un tiro para que no dé muerte a un ex terrorista que representa la única esperanza de un final definitivo al terrorismo. Entra a sangre y fuego en la embajada china con el consiguiente peligro de una conflagración mundial para tener acceso a un sospechoso. Secuestra al presidente de Estados Unidos y lo retiene a punta de pistola. Mata a su propio padre cuando sale a la luz que colabora con los planes de los terroristas. Incluso secuestra un avión porque... así impedirá un atentado, aunque para ser sinceros a estas alturas ya no recuerdo cómo iba la cosa.
Jack Bauer es, en pocas palabra...

Índice

  1. Agradecimientos
  2. Introducción
  3. I. Los maquinadores
  4. 2. Los arribistas
  5. 3. Los justicieros
  6. Conclusión: al rescate de la fantasía del sociópata