La Vida, Muerte y
Resurrección de Jesús
Cumplimiento de la Ley
Desde la caída del primer hombre y mujer, toda la historia esperó en la anticipación del cumplimiento de la promesa de la redención. En el siglo I (d.C.) el tiempo para que Dios cumpliera sus promesas del pacto había llegado. Los evangelios registran el ministerio de Cristo, pero es un ministerio que tenía sus raíces en el Antiguo Testamento. Vemos indicaciones de estas conexiones en las genealogías de Jesús, al identificarlo Mateo como descendiente de Abraham, y al identificarlo Lucas como descendiente de Adán (Mat. 1:1; Lucas 3:23-38). Estas conexiones genealógicas son importantes, puesto que unen orgánicamente a Jesús con las promesas de Génesis 3:15 y 15:18, la simiente de la mujer y la simiente de Abraham. En este sentido, Jesús era único, puesto que los escritores del evangelio lo identifican como el cumplimiento de las promesas redentoras de Dios. Sin embargo, no sólo el árbol familiar de Cristo lo hacía único.
En el evangelio de Lucas, el doctor que se volvió teólogo sitúa la genealogía de Jesús entre el relato de su bautismo y su estancia en el desierto. Las acciones de Cristo en este punto son muy ciertamente semejantes de la historia de Israel. Israel fue rescatado de Egipto en el milagroso éxodo, cuando había sido liberado a través del cruce del Mar Rojo y conducido hacia el desierto, donde tenía que avanzar hasta la Tierra Prometida. Las conexiones entre la historia de Israel, el bautismo de Jesús, y la experiencia del desierto se hacen más claras cuando nos acordamos de que Dios consideró a Israel su “primogénito” (Éxodo 4:22), que Pablo llamó “bautismo” al cruce del Mar Rojo (1 Corintios 10:1-2), y que Israel fue conducido por la columna de nube durante el día y de fuego por la noche, identificado por Isaías como el Espíritu Santo (Isaías 63:10-13; cf. Hageo 2:5). Ahora, sin embargo, cuando Cristo, el verdadero Hijo de Dios, emergió de las aguas del bautismo, el Espíritu Santo descendiendo sobre Él y lo condujo al desierto, tal como sucedió con Israel de antaño. Hubo, por supuesto, una gran diferencia entre Israel y Jesús. El Israel del Antiguo Testamento era rebelde, obstinado, infiel y, sobre todo, desobediente. Jesús, a diferencia de Adán, Noé e Israel, era el Hijo obediente, fiel y sumiso de Dios. Él era el Hijo amado en quien Dios el Padre tenía complacencia (Lucas 3:22). La justicia de Cristo se manifiesta en su tentación en el desierto. Israel erró en el desierto por cuarenta años a causa de su desobediencia. Jesús estuvo en el desierto por cuarenta días, pero cuando fue tentado, fue obediente.
En un bien conocido pasaje, Filipenses 2:5-11, el apóstol Pablo ensalza la obediencia de Jesús. Pero lo que tal vez resulta menos familiar es que lo hace comparando a Jesús discretamente con Adán. Pablo escribe que a Jesús, aunque “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (Filipenses. 2:6). Pablo nos dice que, en vez de intentar aferrarse a la igualdad con Dios, Jesús “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:7-8). Aquí Pablo hace mucho hincapié en la obediencia de Cristo y sugiere una comparación entre el Mesías y Adán. No obstante, en otros dos pasajes Pablo hace una distinción explícita entre Jesús y Adán.
En Romanos 5, Pablo compara las obras respectivas de Adán y Jesús. Pablo comienza explicando lo que ocurrió debido al pecado del primer hombre, Adán: “Como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Rom. 5:12). Él entonces continúa comparando los resultados del pecado de Adán con los de la obediencia de Cristo hasta la muerte: “Y con el don no sucede como en el caso de aquel uno que pecó; porque ciertamente el juicio vino a causa de un solo pecado para condenación, pero el don vino a causa de muchas transgresiones para justificación” (Rom. 5:16). Noten que el pecado de Adán trajo condenación a todos los hombres, pero en contraste la obediencia de Cristo trae justificación:
“Pues si por la transgresión de uno solo reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia. Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Romanos 5:17-19).
En otro lugar Pablo explica las conexiones y los contrastes entre Adán y Cristo cuando escribe: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Co. 15:22). Jesús, por tanto, ofrece la obediencia, la justicia, que Dios requería del hombre. De esta manera, la vida de Cristo es necesaria para nuestra justificación. Aquí es bueno recordarse de las palabras de Horatius Bonar: “Tus obras, no las mías, oh Cristo, dan alegría a este corazón; ellas me dicen que todo está cumplido; ellas hacen que mi temor se marche”.
Pagando la Pena de la Ley
Cristo ofreció a su Padre celestial la perfecta obediencia que ningún otro pudo ser capaz de ofrecer, ya sea antes o después de la Caída. Sin embargo, debemos reconocer que la pena de desobedecer el mandamiento de Dios en el jardín todavía pende sobre la cabeza de todo hombre. Recuerden lo que Pablo escribió acerca del pecado del primer hombre: “Como el pec...