Parte II
INNOVACIÓN
30. NOVATORES
La fuente más importante de la innovación reside en el conocimiento científico y en la capacidad para extraer de él nuevos productos y procesos. Pero para crear una sociedad innovadora, no basta con tener las capacidades científicas y tecnológicas adecuadas
A finales del siglo XVII surgió en Valencia un grupo de intelectuales, médicos y filósofos que reivindicaban el método experimental de la ciencia, cultivaban las matemáticas, simpatizaban con el atomismo y combatían la filosofía escolástica. Se les llamó novatores y, a juzgar por lo que dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua en sus ediciones del siglo XVIII, la denominación había que tomarla más como un insulto que otra cosa: «Novator: inventor de novedades. Tómase regularmente por el que las inventa peligrosamente en materia de doctrina». Es decir, prácticamente herejes. En la edición actual del diccionario de la RAE la palabra se ha modernizado como «novador» y de ella se recogen las dos acepciones que se consideran vigentes. La primera es la clásica, pero la segunda es más correcta: «Novador/ra. Persona que pertenecía a un movimiento de renovación de la ciencia española durante los siglos XVII y XVIII».
No son lo mismo esos viejos e ilustrados novatores que los actuales «innovadores». En el siglo XVIII la introducción de novedades era, para muchos, una actividad sospechosa. En la actualidad se nos presenta casi como la panacea para todos nuestros males. Entonces las novedades que daban quebraderos de cabeza a los inquisidores eran sobre todo de tipo doctrinal; ahora las novedades que entusiasman a publicistas y empresarios son de tipo tecnológico y mercantil: nuevos productos y procesos que se introducen con éxito en el mercado. En fin, los novatores eran en aquella época gentes rompedoras, casi antisistema; los innovadores de ahora son modelos de éxito social. Pero, por debajo de tantas diferencias, hay algo más profundo que enlaza a los viejos novatores con los nuevos campeones de la innovación: es el regusto ilustrado por la ciencia y la tecnología que se les supone en ambos casos.
En efecto, la fuente más importante de la innovación reside en el conocimiento científico y en la capacidad para extraer de él nuevos productos y procesos. Pero para crear una sociedad innovadora, no basta con tener las capacidades científicas y tecnológicas adecuadas, se precisa también una forma de ver el mundo, abierta a la innovación, como la que caracterizaba al «inventor de novedades».
Hace unos años (2004) en la Universidad de Salamanca pusimos en marcha un programa para alentar y difundir la innovación tecnológica en Castilla y León. Lo llamamos Novatores*. Al cabo de los años se han producido otras muchas iniciativas encaminadas a alentar la innovación tecnológica como elemento central para las políticas de bienestar social y para el progreso de la sociedad. Quizás ha llegado el momento de recapacitar sobre lo que estamos haciendo y evaluar sus límites y sus retos de futuro. La innovación no es nada que podamos considerar peligroso, y menos aún en materia de doctrina, pero implica un modelo de actividad social que debemos mantener bajo control.
31. EL IMPERATIVO DE LA INNOVACIÓN
En la economía del conocimiento lo importante no es hacer otra vez lo que ya sabemos hacer, sino inventar nuevas cosas que hacer a partir del conocimiento que vamos consiguiendo
En círculos de especialistas en política económica y en gestión empresarial está de moda hablar de innovación, siguiendo la senda abierta por Schumpeter en la teoría económica (Schumpeter, 1939, 1984). La Unión Europea lleva años predicando que la solución de todos nuestros problemas depende de nuestra capacidad para la innovación.
También los filósofos han tomado la palabra en este campo. Recientemente mi colega y buen amigo Javier Echeverría, investigador del País Vasco, ha publicado un librito sobre El arte de innovar. Se lo recomiendo a quienquiera que esté interesado en entender este concepto básico de la cultura actual desde una perspectiva amplia y generalista (Echeverría, 2017).
Innovar, podemos decir, es aplicar conocimientos nuevos a la producción de algo nuevo que tiene un valor propio derivado en gran parte del hecho de ser nuevo. En síntesis, innovar es transformar conocimiento en valor (económico o social). Hay muchos tipos de conocimiento y muchas formas de conseguir y hacer cosas valiosas a partir del conocimiento disponible. De hecho, toda la historia de la humanidad puede verse como un largo flujo de acontecimientos, jalonado por una serie de innovaciones significativas: desde el descubrimiento del fuego hasta el control de la energía nuclear, desde la domesticación de animales de transporte hasta la puesta en órbita de la Estación Espacial Internacional.
Durante siglos se ha supuesto sin embargo que la garantía de la riqueza y del bienestar no reside en la innovación, sino más bien en seguir haciendo aquellas cosas que siempre se han considerado valiosas y que la experiencia nos dice que sabemos hacer bien. Si el pan de pueblo es tan rico y además la familia del panadero sabe hacerlo muy bien, ¿para qué cambiar, para qué innovar?
Pregunta retórica, donde las haya, en el contexto de la sociedad del conocimiento. Hoy en día inventar una boutique de panadería, en la que se pueda ofrecer «pan de pueblo» crujiente y además envasado en bolsa de papel reciclable, con un sistema de bonos para fidelización de clientes, encargos por internet y servicio a domicilio, sería una buena forma innovadora de recuperar el pan tradicional. En realidad, es todo un conglomerado de innovaciones lo que se necesita para hacer esto: innovaciones tecnológicas incorporadas a los hornos y máquinas modernas de panadería y a las tecnologías de la información, innovaciones de comercialización, organizativas, financieras, etcétera.
En la economía del conocimiento lo importante no es hacer otra vez lo que ya sabemos hacer, sino inventar nuevas cosas que hacer y nuevas formas de hacer cosas a partir del conocimiento que vamos consiguiendo. No existe un repertorio de saberes que haya que cultivar y practicar, sino más bien un repertorio de capacidades que hay que desarrollar para descubrir nuevos conocimientos y diseñar nuevos mundos en los que vivir: una nueva forma de hacer y vender el pan de toda la vida, un sistema de transporte menos contaminante, una vacuna contra la malaria, o un sistema seguro para reciclar combustible nuclear.
Innovar, para nosotros, no es una opción, es un supuesto. O una condena, si se quiere: saber para cambiar, aprender para innovar. Pero ¿por qué? Es muy sencillo: porque queremos vivir mejor y que los demás también vivan mejor, queremos menos pobreza y más riqueza, menos enfermedad y más salud, menos sufrimiento y más felicidad. Y para eso sabemos que tenemos que cambiar.
32. ESPASMOS DE INNOVACIÓN
Si aceptamos que la fuente principal de la innovación es la novedad del conocimiento, deberíamos renunciar a la pretensión de predecir y anticipar las innovaciones
Deberíamos ver la innovación como un proceso continuo, no como una secuencia espasmódica de acontecimientos singulares inconexos. Es cierto que solemos representarnos la historia de los inventos como una secuencia de acontecimientos singulares imprevisibles. Pero eso no es sino el efecto deformante de nuestro sistema pautado de percepción de la historia: nos cuesta más trabajo comprender los flujos continuos que los ritmos pautados. Pensemos en cualquiera de las grandes trayectorias tecnológicas de nuestro tiempo. La máquina de vapor, el motor eléctrico, el motor de combustión interna: grandes inventos que nos cambiaron la vida. Sin embargo, cada uno de ellos no fue sino un pequeño accidente en el amplio flujo de acontecimientos y procesos en que consistió la vida durante los dos últimos siglos. La Revolución Industrial fue mucho más que la invención de nuevas máquinas y motores. También fue un conglomerado de cambios sociales, económicos, culturales, sin los cuales nada de lo que ocurrió hubiera podido consolidarse. En España, seguramente se patentó la primera máquina de vapor con utilidad práctica como bomba para extraer agua de las minas, a principios del siglo XVII (1606), a nombre de Jerónimo de Ayanz y Beaumont (García Tapia, 2002). La patente de Savery en el Reino Unido se registró casi un siglo después (1698). Sin embargo, en el Reino Unido se produjo un flujo de innovaciones en la tecnología de las máquinas de vapor, que va desde Savery a Watt pasando por Newcomen, y que constituye uno de los factores decisivos de la Revolución Industrial (Kanefsky y Robey, 1980), una revolución que tardaría casi dos siglos en llegar a España.
Para que un invento se integre en un flujo continuo de innovación, hace falta que exista el flujo y no solo el invento. Pero ¿en qué consiste eso?
Los espasmos innovadores no se pueden planificar. Llegan y se van siguiendo una lógica propia que es fundamentalmente incontrolable. Dependen de novedades en el conocimiento y estas, por definición, son impredecibles: nunca podemos saber anticipadamente lo que vamos a saber en el futuro. Pura lógica. Así que, si aceptamos que la fuente principal de la innovación es la novedad del conocimiento, deberíamos renunciar a la pretensión de predecir y anticipar las innovaciones.
Pero podemos crear el cauce adecuado para que se despliegue a través de él el flujo de la innovación. Un lecho en el que las nuevas ideas puedan fructificar. La propiedad más importante que debe tener ese marco o lecho de la innovación es la continuidad, la fluidez, la previsibilidad global del proceso.
33. CULTURA DE LA INNOVACIÓN
La innovación no es un proceso simple, cuyo flujo se pueda controlar en términos de variables económicas. Se parece más a un proceso de carácter social y cultural cuya gestión requiere intervenciones sistémicas complejas
Muchos economistas, gestores y políticos tienen tendencia a pensar que manejando las variables económicas de un sistema social se consigue, de forma casi automática, cualquier resultado que se considere deseable. Por ejemplo: la abundancia de crédito genera inversión y anima el consumo, esto hace crecer el PIB y, como consecuencia, se genera empleo. Así que todo es muy sencillo: si nos preocupa el empleo, facilitemos dinero a los bancos para que aumente el crédito y esperemos los resultados. Con la crisis aparecieron nuevas recetas, igualmente simples. Por ejemplo: en una economía basada en el conocimiento la fuente más importante de la competitividad es la innovación, así que invirtamos en innovación y esperemos resultados.
El problema es que la innovación no es un proceso simple, cuyo flujo se pueda controlar en términos de variables económicas. Se parece más a un proceso de carácter social y cultural cuya gestión requiere intervenciones sistémicas complejas.
Un ejemplo. En un periódico local de Salamanca aparece una noticia referida a un proyecto de investigación para encapsular células madre y controlar su liberación en el organismo. El proyecto es liderado por una joven ingeniera química, Eva Martín, investigadora contratada gracias al programa Ramón y Cajal. Un turista que pasaba por allí (literalmente) lee la noticia y se pone en contacto con la agencia regional que la había emitido* y con la investigadora. El turista es un empresario brasileño que desea explorar las posibilidades de utilizar la técnica del encapsulado de fármacos para fabricar prendas de vestir que emitan sustancias hidratantes. Se produce el flechazo y al cabo de un tiempo (menos de dos años) tenemos una innovación en la empresa Golden Química de Brasil que incorpora una tecnología derivada de una investigación en una universidad española*.
¿Qué tipo de políticas habría que adoptar para maximizar las probabilidades de que se produzcan casos parecidos a este? Casi todas son políticas «culturales» en un sentido amplio. Para empezar, hay que facilitar que haya universidades competitivas con equipos de investigación activos, eficientes, jóvenes y audaces. Además, hay que fomentar el interés de los jóvenes investigadores por la innovación. Pero no es suficiente: es preciso que las actividades científicas y tecnológicas de los pequeños grupos que trabajan en el último rincón del país tengan acceso a canales de información que les permitan llegar no solo a colegas de todo el mundo, a través de revistas especializadas, sino también a las empresas y a los ciudadanos. Para ello es preciso que existan instrumentos que faciliten la difusión de esa información (oficinas de prensa, agencias de noticias científicas), y que los medios se interesen por la cultura científica que se genera cada día en decenas de laboratorios ubicados en su entorno inmediato.
Es, como se ve, algo más complicado que simplemente invertir en innovación: es política cultural, pero de cultura científica y de la innovación.