Una historia de Rus
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Una historia de Rus

La guerra en el este de Ucrania

  1. 288 páginas
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Una historia de Rus

La guerra en el este de Ucrania

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Una crónica sobre el terreno de la guerra en Ucrania que nos lleva hasta el origen, cuando Ucrania y Rusia eran el mismo reino medieval. El reportaje de actualidad se intercala con las rebeliones cosacas, la Segunda Guerra Mundial y la hambruna provocada por Stalin. Un mismo conflicto con diferentes máscaras. El único libro que ofrece esta perspectiva, y lo hace en conversación con sus protagonistas actuales.

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Información

Año
2020
ISBN
9788417118709
Categoría
Historia
Categoría
Historia rusa

VII

EL PUÑO DE HIERRO

1

El paisaje de Ucrania evoluciona como una serie de viñetas. A medida que nos acercamos en tren a Kyiv, la industria aparece cada vez más espaciada. El horizonte lunar, con sus altos hornos envueltos en abrigos de humo y sus torres blancas y rojas, erguidas en lontananza como jinetes a punto de cargar, se va reverdeciendo. La estepa adquiere un aspecto más cálido y esponjoso, como si la hubieran regado. Las hierbas son altas y relucientes como espadas bruñidas y un aroma penetrante se cuela en el vagón.
Es el olor a caramelo de la vegetación moribunda, que se descompone por debajo del forraje.
Mientras la flora agoniza, otros organismos prosperan. Las bacterias aprovechan el nitrógeno, que emana de los árboles y animales muertos, y lo convierten en proteínas. Gracias a los hongos, los azúcares se transforman en alcohol. Las lombrices cavan túneles que facilitan el riego y dejan a su paso un arroyo de excremento rico en minerales.
El resultado es la “tierra negra”. Una lustrosa armadura que protege las raíces y conserva la humedad y los nutrientes. En algunas regiones de Ucrania, hogar de un tercio de la tierra negra del mundo, su espesura alcanza un metro y medio. Se podría plantar una persona, como se plantan maíz, trigo, soja, cebada o girasoles.
Un légamo rollizo y resplandeciente.
Un escenario de prosperidad y también de tragedia.

2

A finales de 1878 nació en Gori, la actual Georgia, un caso raro entre los comunistas del siglo XX. A diferencia de otros revolucionarios y futuros dictadores de Europa, Asia y América latina, Ioseb Besarionobze Yugashvili, o Soso, como lo llamaban de niño, sí que tuvo un origen proletario. Sus dos hermanos mayores habían fallecido por enfermedad antes de cumplir los seis meses y él estuvo a punto de sufrir el mismo destino. El bebé fue amamantado en el sótano de una pequeña casa, donde su padre fabricaba las botas de los soldados imperiales rusos.
El joven Soso logró superar estas limitaciones gracias a la voluntad de su madre, que luchó por enviarlo a la escuela, y a su carácter aplicado. De niño fue un alumno modelo. Nunca se despegaba de los libros, cantaba en el coro y llegó a ser delegado de la clase. Su brillante expediente le procuró becas y padrinos, y le permitió, a los quince años, matricularse en el reputado seminario ortodoxo de Tiflis. Soso quería ser cura.
Al principio mantuvo el listón. Siguió cantando en el coro, como primer tenor, e incluso llegó a actuar en la Ópera de Tiflis. Sacaba buenas notas y en los ratos libres escribía poesía. Pero las paredes del reino temblequeaban: la política moderna, con sus nuevas y potentes ideologías, se introdujo como un dulce licor en los pasillos del seminario.
Los estudiantes mayores habían formado círculos de lectura clandestinos. Se empapaban de los primeros libros marxistas que llegaban al Imperio ruso y debatían en secreto. Los popes redoblaron la vigilancia. Encerraban a los alumnos en celdas de castigo y registraban sus arcones en busca de literatura prohibida. La magia de la conspiración sedujo al adolescente Soso.
A la vez que aumentaba su interés en la revolución proletaria, decaían sus notas y empeoraba su comportamiento.
En el cuarto año fue expulsado.
Bajo el seudónimo de Koba, en honor a un héroe del folclore georgiano, Soso inició su vida de revolucionario profesional en el sur del Cáucaso. Una vida de acción, pobreza y renuncia.
En 1898 se unió al Partido Socialdemócrata Obrero de Rusia, que poco después se partiría en dos facciones: una blanda, la menchevique, de corte moderado y socialdemócrata, y otra dura: la facción del Partido Bolchevique.
El joven Koba, o, según la misión furtiva, Beso, Besóvich, Ivánovich, Kato, Petrov, Oska el Picado, el Granujiento, el Raro Osip, el Lechero, el Sacerdote, o el Caucásico, lo fue todo en el submundo de la revolución comunista. Organizó protestas en Tiflis y huelgas en las refinerías de Rotschild, en Batumi. Montó y dirigió imprentas ilegales, publicó panfletos y formó sindicatos en minas y fábricas del Cáucaso.
Su carácter, latente en el seminario, se perfilaba cada vez más en la tenacidad, el egocentrismo y la capacidad de trabajo. Era terco, incansable, autodidacta; sabía reclutar discípulos y cultivar en ellos una lealtad absoluta.
Uno de sus trabajos más destacados lo desempeñó en las minas de manganeso de Chiatura.
Los capataces de las minas en esta ciudad georgiana habían contratado a milicias de extrema derecha, las Centurias Negras, para reprimir a los obreros, que trabajaban dieciocho horas diarias y dormían, cubiertos de hollín, en los propios túneles. El revolucionario Koba y su gente se infiltraron entre los mineros, predicaron el evangelio bolchevique, la lucha de clases, el venidero comunismo. También los armaron y transformaron en grupos de autodefensa, que bautizaron, por simetría, Centurias Rojas. Los obreros de Chiatura acabaron controlando la mitad de la producción de manganeso.
De vuelta en Tiflis, en 1907, Koba planeó una “expropiación”.
Sus hombres, endurecidos en la violencia de las minas, se emboscaron a la espera de que el objetivo, dos carruajes repletos de dinero en dirección al banco estatal, cruzaran la plaza central de Tiflis. En cuanto se pusieron a tiro, los revolucionarios arrojaron varias granadas sobre la guardia que defendía los carros; siguieron descargas de fuego. Unas cuarenta personas murieron en la nube de humo y disparos.
Cuando la fama de sanguinario de Koba alcanzó los oídos del líder bolchevique en el exilio, Vladímir Ílich Uliánov, alias Lenin, este declaró:
«¡Es exactamente el tipo de hombre que necesito!».
Según los bolcheviques y otras corrientes marxistas, el comunismo era inevitable. El paraíso de la clase obrera llegaría de forma natural, gracias a las contradicciones internas del capitalismo. La brecha financiera entre los patronos y los trabajadores acabaría generando un estallido social, en el que los obreros se harían con el control de los medios de producción. El deber de un revolucionario, por tanto, consistía en acelerar el cambio; en concienciar a las masas explotadas, organizar huelgas y protestas, y derribar al gran capital, con toda su estructura de leyes, ideología y aparatos estatales.
Además de adaptar la teoría revolucionaria a Rusia, un país casi totalmente agrícola, Lenin aportó la idea de vanguardia. Encender una revolución era una tarea compleja que solo un grupo de hombres selectos podía emprender. Una vanguardia de insurrectos competentes, dispuestos a avanzar como un bisturí por los tejidos de la sociedad y el Estado, a pelear, manipular y derramar sangre: personas entregadas a la Causa.
Una perspectiva adecuada para el carácter de Koba.
A diferencia de otros líderes bolcheviques, Koba nunca dio la espalda a la parte más dura e ingrata de la clandestinidad. Fue de los pocos que rechazaron exiliarse. No estuvo una década y media leyendo en las caldeadas bibliotecas de Suiza, como hizo Lenin. Tampoco fue profesor en París, como Lev Kamenev, ni testigo del nacimiento del psicoanálisis en Viena, donde Lev Trotsky ganaba dinero como corresponsal de periódicos rusos. Entre 1901 y 1917, Ioseb Besariónovich pasó un total de siete años en prisión o en Siberia. El resto del tiempo lo vivió en la estrechez, siempre a la fuga, mudándose cada pocos días, dejando embarazadas a campesinas o reuniendo dinero para los funerales de los compinches fusilados.
También tenía problemas de salud.
De niño había padecido una ristra de enfermedades. La viruela le dejó marcas faciales de por vida, su brazo izquierdo estaba atrofiado, y un accidente con un carro de caballos, cuando era niño, le había dejado problemas al andar. En el futuro sufriría decaimientos, quizás relacionados con el tifus o la tuberculosis, condiciones habituales en quienes habían sufrido la cárcel.
En 1912, debido a sus servicios y puede que también a la escasez de bolcheviques georgianos, Koba fue elegido como uno de los doce miembros originales del Comité Central del nuevo Partido Comunista. Fue entonces cuando empezó a usar un seudónimo con ondulaciones rusas, un apodo que ya nunca abandonaría.
Stalin, “el de acero”.
En 1917 se abrió un vacío. El país más grande del mundo, la Rusia de los zares, se había escurrido hacia el caos y la anarquía. La Primera Guerra Mundial evidenció lo que ya estaba latente: la incapacidad de una autocracia medieval como la rusa para renovarse. El zar seguía considerándose “autócrata” por la gracia de Dios. Vivía en otra dimensión. Una dimensión alejada y secreta. Ni siquiera sus ministros sabían lo que pensaba. En el Gobierno había oscuridad y luego un relámpago. Era la voz del zar, que surgía desde esa otra realidad supersticiosa.
El crecimiento económico y la finura burocrática del régimen no aplacaban a la burguesía, deseosa de vertebrar sus ideas en partidos políticos, ni tampoco a las masas, que ya empezaban a viajar en tren y a leer el periódico.
La guerra con Alemania y el Imperio austrohúngaro desencadenó fuerzas ocultas: vientos huracanados que rompieron a la autocracia como si fuera un árbol seco.
Fue en este vacío, como dentro de unas fauces, donde la vanguardia comunista de Lenin, hasta entonces una hormiga caminando por el lomo de un elefante, inició la conquista del poder.
Las hostilidades cogieron a Stalin detenido, en el Círculo Polar.
Durante esos dos años y medio de guerra, hasta la caída del zarismo en febrero de 1917, el georgiano se había dedicado a aplastar mosquitos, leer y dar paseos en el bosque. Unas veces cazaba y otras intentaba transmitir a los nómadas la fe en el comunismo.
Mientras el futuro dictador pescaba o sobrevivía a tormentas de nieve, la economía del reino desfallecía por el esfuerzo de guerra, los ministros dimitían en efecto dominó y los soldados rusos desertaban a miles. Faltaba pan, y las provincias comenzaban a tirar cada una en su propia dirección, hacia la independencia.
La abdicación del zar Nicolás II acabó con cinco siglos de monarquía rusa. Más de un milenio desde que Rurik fundara la Rus de Kyiv.
Todo tipo de partidos, antiguos ministros, generales, revolucionarios, bandidos y oportunistas salieron a aprovechar el caos. Pronto surgieron dos estructuras rivales. Por un lado, las fuerzas socialistas, que sumaban una gran variedad de grupos, entre ellos el Partido Comunista de los bolcheviques, formaron Soviets, o “consejos” de gestión asamblearia. Los Soviets dominaban las estaciones de tren, las centrales de correos y telégrafos, y divisiones enteras del Ejército. Por otro, el Gobierno provisional, nacido de los gabinetes zaristas, intentaba establecer una democracia parlamentaria en medio de la anarquía, el hambre y el sabotaje de los revolucionarios.
El Gobierno provisional, ya de por sí maniatado y endeble, cometió el error de continuar la guerra contra Alemania. La decisión hundió todavía más la moral de Ejército: las deserciones aumentaron y el mensaje bolchevique prendió en las trincheras.
«¡Todo el poder para los Soviets!».
En octubre de 1917 los bolcheviques dieron el golpe.
Cuando las milicias rojas irrumpieron en el Palacio de Invierno, una parte se lanzó a saquear las bodegas del zar y la otra se encontró a los ministros sentados a la mesa, esperando a ser arrestados.
De vuelta de su exilio siberiano, Stalin era el líder comunista que más experiencia tenía en las provincias del Imperio ruso. Él mismo venía de ellas, era un hombre de la frontera, y fue nombrado Comisario de las Nacionalidades. Su despacho consistía en una mesa vacía con el cargo escrito a mano en un papel, entre las paredes blancas del Instituto Smolny.
Los decretos bolcheviques se estrellaban contra la realidad. Su urgencia por eliminar la propiedad privada desató una ola nacional de confiscaciones. Los milicianos iban de un lado a otro requisando viviendas y llenándose los bolsillos de joyas, igual que los bandidos que se hacían pasar por milicianos.
Los bolcheviques no querían compartir el mando con otros partidos. Desde su punto de vista, no era el momento de sentarse a debatir mientras el país se iba de las manos y el enemigo de clase preparaba su revancha. Se consideraban la vanguardia del proletariado: la única fuerza capaz de encarrilar a Rusia hacia aquel futuro espléndido. Así que, en enero de 1918, dieron un segundo golpe: abortaron la Asamblea Constituyente, cerraron todos los periódicos de la oposición y aseguraron que su dictadura, impuesta, decían, por las circunstancias, sería temporal. Quienes no fueron arrestados, ejecutados o exiliados, se unieron al partido de Lenin.
La revolución mutó en una guerra civil.
Tres generales “blancos”, partidarios de restaurar el antiguo régimen con el apoyo testimonial de Reino Unido y otras potencias extranjeras, iniciaron sus propias campañas, pero nunca llegaron a unir fuerzas. Los “rojos”, atrincherados en Petrogrado y Moscú, tardaron tres años en derrotarlos.
La guerra civil sirvió de plataforma a otro jefe bolchevique. Un revolucionario alto, enérgico, de pelo negro tupido y disparado como sus ideas, capaz de llevar al trance a las multitudes y cuya fama rebasaba las fronteras de Rusia. Lev Trotsky, nacido Bronstein, dirigía el Ejército Rojo. Su tren blindado recorría el frente, de batalla en batalla, elevando la moral de las tropas. A bordo no solo llevaba soldados y armas; también una imprenta, una librería, telégrafo, radio y agitadores que diseminaban el comunismo. En ese tren, Trotsky firmaría doce mil decretos y viajaría más de cien mil kilómetros en tres años.
Stalin, que mandaba reclutas y grano desde la ciudad de Tsaritsyn, la futura Stalingrado, miraba con recelo la ascensión de Trotsky. Ambos se detestaban y acabaron pidiendo a Lenin la destitución del otro. Stalin también era respetado, pero de otra manera. Él no tenía un perfil internacional como el de Trotsky, ni siquiera lo conocían en las calles de Rusia, y para sus colegas de partido solo era un simple ejecutor. Alguien tenaz, incansable, un tosco soldado.
En 1921, Rusia alcanzó algo parecido a la paz.
Atrás quedaban siete años de guerra mundial, revolución y guerra civil salpicada de rebeliones campesinas como la de Tambov, donde el Ejército Rojo ametralló a las multitudes y colgó a sus líderes públicamente.
Los bolcheviques eran el único pilar entre los cascotes. Se habían acostumbrado a gobernar en un perpetuo estado de emergencia: una excusa para liquidar a la oposición y asfixiar el debate interno. El desastre suponía a la vez un desafío y una oportunidad. Respecto a 1913, la oferta de productos en las tiendas se había reducido a una quinta parte, la producción industrial había caído un 82% y la electricidad se había recortado a un tercio. Una gran parte de la oposición y de la burguesía había desaparecido, y los nuevos amos empezaron a construir, desde cero, una sociedad inédita.
En marzo de 1922, Lenin nombró a Stalin secretario general del Partido Comunista.
En aquel entonces se trataba de un cargo técnico, fastidioso y discreto. Un empleo que ya habían ejercido cuatro personas y que resultaba adecuado para un adicto al trabajo como Stalin. Mientras los otros líderes gestionaban la economía o la política exterior, al georgiano le tocaba arraigar el aparato burocrático, inscribir a sus funcionarios, organizar las reuniones y coordinar el desmesurado crecimiento del Partido. Era, en resumen, un secretario, solo que, a diferencia de los antecesores en el puesto, el laborioso bolchevique aprovechó sus posibilidades: empezó a moldear el cargo, a ensancharlo y a colocarlo en el centro de las decisiones importantes.
Dos circunstancias lo favorecieron.
El secretariado en sí ya era casi una dictadura dentro de la dictadura. Los comunistas, para mantener la pureza ideológica del Estado, habían asignado un comisario político a cada burócrata. Era un sistema dual en el que los militantes vigilaban a los funcionarios, dando el visto ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Argemino Barro
  3. Una historia de Rus
  4. Título
  5. Créditos
  6. Índice
  7. Nota liminar
  8. I. El reino perdido
  9. II. La venganza del Maidán
  10. III. “Los ricos están con Europa y los pobres con Rusia”
  11. IV. La guerra sagrada
  12. V. Mad Max
  13. VI. Russkii Mir
  14. VII. El puño de hierro
  15. VIII. Autócrata de Rus
  16. IX. Maksim Petrujin
  17. X. Leninopad (primera parte)
  18. XI. Leninopad (segunda parte)
  19. XII. Otras heridas
  20. Bibliografía