Se venden piernas
(Para Ángel Ruocco)
Hasta el Papa de Roma ha suspendido sus viajes por un mes. Por un mes, mientras dure el Mundial de Italia, estaré yo también cerrado por fútbol, al igual que muchos otros millones de simples mortales.
Nada tiene de raro. Como todos los uruguayos, de niño quise ser jugador de fútbol. Por mi absoluta falta de talento, no tuve más remedio que hacerme escritor. Y ojalá pudiera yo, en algún imposible día de gloria, escribir con el coraje de Obdulio, la gracia de Garrincha, la belleza de Pelé y la penetración de Maradona.
En mi país, el fútbol es la única religión sin ateos; y me consta que también la profesan, en secreto, a escondidas, cuando nadie los ve, los raros uruguayos que públicamente despre cian al fútbol o lo acusan de todo. La furia de los fiscales enmascara un amor inconfesable. El fútbol tiene la culpa, toda la culpa, y si el fútbol no existiera, seguramente los pobres harían la revolución social y todos los analfabetos serían doctores; pero en el fondo de su alma, todo uruguayo que se respete termina sucumbiendo, tarde o temprano, a la irresistible tentación del opio de los pueblos.
Y la verdad sea dicha: este hermoso espectáculo, esta fiesta de los ojos, es también un cochino negocio. No hay droga que mueva fortunas tan inmensas en los cuatro puntos cardinales del mundo. Un buen jugador es una muy valiosa mercancía, que se cotiza y se compra y se vende y se presta, según la ley del mercado y la voluntad de los mercaderes.
Ley del mercado, ley del éxito. Hay cada vez menos espacio para la improvisación y la espontaneidad creadora. Importa el resultado, cada vez más, y cada vez menos el arte, y el resultado es enemigo del riesgo y la aventura.
Se juega para ganar, o para no perder, y no para gozar la alegría de dar alegría. Año tras año, el fútbol se va enfriando; y el agua en las venas garantiza la eficacia. La pasión de jugar por jugar, la libertad de divertirse y divertir, la diablura inútil y genial, se van convirtiendo en temas de evocación nostalgiosa.
El fútbol sudamericano, el que más comete todavía estos pecados de lesa eficiencia, parece condenado por las reglas universales del cálculo económico. Ley del mercado, ley del más fuerte. En la organización desigual del mundo, el fútbol sudamericano es una industria de exportación: produce para otros. Nuestra región cumple funciones de sirvienta del mercado internacional. En el fútbol, como en todo lo demás, nuestros países han perdido el derecho de desarrollarse hacia adentro. No hay más que ver los seleccionados de Argentina, Brasil y Uruguay en este mundial del 90. Los jugadores se conocen en el avión. Solamente un tercio juega en el propio país; los dos tercios restantes han emigrado y pertenecen, casi todos, a los equipos europeos. El Sur no sólo vende brazos, sino también piernas, piernas de oro, a los grandes centros extranjeros de la sociedad de consumo; y al fin y al cabo, los buenos jugadores son los únicos inmigrantes que Europa acoge sin tormentos burocráticos ni fobias racistas.
Parece que muy pronto cambiará la reglamentación internacional. Los clubes europeos podrían, de aquí a poco, contratar a cuatro, o quizá cinco, jugadores extranjeros. En ese caso, me pregunto qué será del fútbol sudamericano. No nos van a quedar ni los masajistas.
En estos tiempos de tanta duda, uno sigue creyendo que la tierra es redonda por lo mucho que se parece al balón que gira, mágicamente, sobre el césped de los estadios. Pero también el fútbol demuestra que esta tierra no es muy redonda, que digamos.
Mea culpa
Hace un cuarto de siglo, quise viajar a los Estados Unidos por primera vez.
Fui al consulado, pedí la visa. El formulario preguntaba, entre otras cosas: ¿Se propone usted asesinar al presidente de los Estados Unidos de América? Yo era tan modesto que ni siquiera me proponía asesinar al presidente del Uruguay; pero respondí: sí. Estaba seguro de que la pregunta era una broma, inspirada por mis maestros Ambrose Bierce y Mark Twain.
El consulado me negó la visa. Mi respuesta era una mala respuesta. Yo no había entendido. Y han pasado los años y, la verdad sea dicha, sigo sin entender. Discúlpenme ustedes, por favor. Estoy confundiendo esta convención de libreros norteamericanos con un confesionario de mi infancia católica. Pero, ¿ante quién podría confesarse un escritor, mejor que ante un librero? Y para muchos pecados, ¿no se requieren acaso muchos libreros?
Cada mañana, para empezar el día, desayuno noticias. En los diarios leo, por ejemplo, los frecuentes escándalos que acosan a los candidatos presidenciales. Y confieso que no consigo entender por qué los políticos norteamericanos son malos si tienen amores con bellas mujeres inofensivas; y en cambio son buenos si tienen amores con las grandes empresas que venden armas o veneno.
O leo sobre el envío de militares norteamericanos para luchar contra las plantaciones de droga en América Latina. Y no hay caso, no me entra en la cabeza por qué son malos los países que producen drogas, y malas las personas que consumen drogas y en cambio es bueno el modo de vida que genera la necesidad de consumirlas.
En las páginas de economía, leo que los Estados Unidos han importado 35.292 corpiños mexicanos durante 1991. Ni un corpiño más, porque a 35.292 llegaba la cuota de corpiños autorizada por el gobierno. Y entonces, ni modo: no entiendo por qué las barreras proteccionistas y los subsidios son buenos en los Estados Unidos, y en cambio son malos en América Latina.
Neblinas del Bien y el Mal. En la prensa norteamericana veo los avisos que exhortan a comprar productos nacionales, Buy american!, y entonces tampoco entiendo por qué son malos los productos japoneses que invaden el mercado norteamericano, y en cambio son buenos los productos norteamericanos que invaden América Latina.
Y no sólo los productos: Imaginemos que los marines de México invaden Los Ángeles, para proteger a los mexicanos amenazados por los recientes disturbios. ¿Bueno o malo?
Y hasta me pregunto: ¿Y yo mismo? ¿Soy bueno, yo? ¿O soy malo? Me atormentan las dudas sobre mi identidad: dudas muy de nosotros, los escritores, bien lo sé. Para nadie es un misterio que los escritores tenemos el alma condenada al infierno de la angustia incesante: en el centro de ese hervidero, nuevas dudas responden a cada certeza y nuevas preguntas responden a cada pregunta. Pero mi angustia se multiplica en este fin de siglo, fin de milenio, porque yo también sé que los Estados Unidos andan en busca de nuevos malos que combatir.
Nostalgias del Imperio del Mal: allá en el Este, los malos se han convertido en buenos, y el resto del mundo está siendo dramáticamente incapaz de producir los malos que el mercado militar demanda con urgencia. Yo todavía no entiendo por qué eran malos los soldados de Irak cuando se apoderaban de Kuwait y en cambio eran buenos los marines cuando se apoderaban de Granada o Panamá; pero hay que tener en cuenta que Saddam Hussein, que fue bueno hasta fines de 1990, viene siendo malo desde principios de 1991. Evidentemente, un solo malo no alcanza. Siempre se puede echar mano a los malos de larga duración, como Muammar Khaddafi o Fidel Castro; pero hay que reconocer que la oferta es pobre.
Confidencialmente confieso, y lo confieso con todas las letras, por difícil que me resulte: sí, es verdad, sí: yo no sé manejar automóviles, no tengo computadora, nunca fui al psicoanalista, escribo a mano, no me gusta la tele y jamás he visto a las tortugas Ninja.
Y más, todavía: mi cabeza es calva y de izquierda. Vanos han resultado todos mis esfuerzos para que el pelo brote en mi desnudo cráneo y para corregir mi tendencia a pensar zurdamente. Hasta hace pocos años, en las escuelas ataban la mano izquierda de los niños zurdos, para obligarlos a escribir con la mano derecha; y parece que eso daba buenos resultados. Para obligar a los adultos a pensar derechamente, las dictaduras militares usan terapias de sangre y fuego y las democracias usan la televisión. A mí me han hecho probar ambas medicinas; y no hubo caso.
Admito que tengo, por ejemplo, una incapacidad biológica para percibir las virtudes de la libertad del dinero. A fines del año pasado, pongamos por caso, yo estaba con mi mujer en la mitad de un largo viaje, cuando quebró Pan American. Ella y yo nos quedamos literalmente en el aire y sin avión. Tuvimos que pedir dinero prestado a unos amigos, y entonces yo interpreté el episodio según mi limitada visión de las cosas: creí que la mano invisible del mercado me había robado dos pasajes.
Debo reconocer que me equivoqué. Ya no tengo ninguna esperanza de recuperar ni un centavo; pero ahora me doy cuenta de que Dios me hizo un favor. Astutamente, el Altísimo utilizó ese sutil procedimiento para convencerme de que no se puede andar por el mundo sin tarjeta de crédito.
Yo no tenía. Lo confieso. Hasta hace poco, mi natural inclinación al Mal me impedía esta felicidad. Yo creía que la tarjeta de crédito era una trampa más de la sociedad de consumo. Creía que los habitantes de las grandes ciudades modernas padecen la esclavitud por deudas, tanto como los indios de Guatemala en las plantaciones de algodón o de café. Ahora se ha descorrido el velo que cubría mis ojos, y veo: nadie es, si no es digno de crédito. Ahora, yo soy. Debo, luego soy.
Pero la duda, porfiada sombra, vuelve al asalto. A mi cabeza se le da por pensar que mi país también debe, y que cuanto más paga, más debe. Y cuanto más debe, menos lo gobierna el gobierno y más lo gobiernan los acreedores. Y sin embargo los Estados Unidos, que deben mucho más que toda América Latina junta, no aceptan condiciones, sino que las imponen. ¿Será que es malo deber poco, y en cambio es bueno deber muchísimo?
Dudas, dudas. ¡Y tantas dudas sobre mi propio trabajo! Me pregunto: ¿Tendrá todavía destino la literatura, en este mundo donde todos los niños de cinco años son ingenieros electrónicos? Y quisiera responderme: Quizá el modo de vida de nuestro tiempo no resulte demasiado bueno para la gente, ni para la naturaleza; pero es sin duda muy bueno para la industria farmacéutica. ¿Por qué no podría ser también muy bueno para la industria literaria? Todo depende del producto que se ofrezca, que ha de ser tranquilizante como el valium y brilloso y light como un show de la tele: que ayude a no pensar con riesgo ni a sentir con locura, que evite los sueños peligrosos y que sobre todo evite la tentación de vivirlos.
Pero ocurre que ésa es exactamente la literatura que no soy capaz de escribir ni de leer. Condenado a la impotencia, no puedo escribir ni leer palabras neutrales. Y aunque hago todo lo posible, no consigo parar de creer que estos tiempos de resignación, desprestigio de la pasión humana y arrepentimiento del humano compromiso, son nuestro desafío pero no son nuestro destino.
Muchas gracias. He desahogado mi conciencia amparado en el secreto de confesión, y les ruego que no lo olviden. Ahora debo tramitar mi visado para entrar al Nuevo Orden Mundial. Ojalá no me pregunten si me propongo matar al presidente.
(Palabras pronunciadas ante la reunión anual de los libreros de los Estados Unidos, American Booksellers Association, en la ciudad de Los Ángeles, el 26 de mayo de 1992.)