III. EL MUNDO SEGÚN JONATHAN HARKER
ORIENTE Y OCCIDENTE
Viajar rara vez es partir hacia lo desconocido. Por muy ignoto o lejano que sea su destino, el viajero siempre se forma una idea de lo que va a encontrarse allí. Da igual marchar a la gran metrópoli o bucear hacia las profundidades del mar: uno previamente se crea ciertas expectativas. Del mismo modo, aunque el recorrido se realice de forma individual, el sujeto nunca camina solo. En todos los casos lleva consigo, como Robinson Crusoe, unos conocimientos y unas habilidades propios de su formación, del mundo del que proviene. Así nos lo recuerda Tim Youngs: «La literatura de viajes no es un registro literal y objetivo de los viajes realizados. Conlleva preconcepciones que, aunque sean cuestionadas, proporcionan un punto de referencia». Y continúa, aludiendo a este tipo de literatura: «Está influenciada, si no determinada, por el sexo de su autor, su clase social, edad, nacionalidad, bagaje cultural y educación. Es ideológica».
Junto a las expectativas y al perfil sociocultural, aún hay un tercer elemento que determina la percepción del viajero: el medio empleado para trasladarse. No es lo mismo ir de Valencia a Múnich en avión que hacerlo en motocicleta. La experiencia de la marcha es distinta. También las impresiones sobre el itinerario.
Con respecto a Jonathan Harker, sabemos que antes de partir ha visitado la biblioteca del Museo Británico para informarse sobre su destino. Es allí donde su idea de los Cárpatos va tomando forma, pues descubre que se trata de una de las regiones más salvajes y menos conocidas de Europa. Enseguida averiguaremos también que son dos los medios de transporte que emplea en su desplazamiento: el ferrocarril y la diligencia. Curiosamente, tanto el uno como la otra poseen un elemento en común: la ventana desde la que el joven pasante de abogado observa el paisaje transilvano y a sus habitantes. Las impresiones de cuanto le rodea quedan, así, limitadas a lo que puede ver desde ese cuadro. En un sentido figurado, la ventana es una metáfora de sus prejuicios, del marco cultural del que proviene. Pero también se trata de un recuadro muy real, que determina tanto su percepción de las vistas como las relaciones sociales que va a establecer durante el viaje.
Subido al tren, Harker describe el entorno como si lo viera directamente, pero lo cierto es que entre él y el paisaje se interpone un vagón y un cristal, unas vías férreas e incluso un sinnúmero de postes telegráficos. El hecho de que ninguno de estos elementos ni siquiera se apunte en sus descripciones indica que Harker ve a través de ellos como si no existieran. Aparecen ya integrados en su visión, en su modo de percibir el entorno. Se trata de una nueva forma de mirar delimitada tecnológica y culturalmente y en la que, bajo la apariencia de objetividad, se omiten ciertos aspectos que condicionan su percepción del panorama. Con el añadido de que este proceso no tiene por qué realizarse de manera consciente.
¿Cuántos de estos elementos ha obviado, por estar totalmente incorporados a su forma de captar la realidad? Jonathan Harker va a resaltar determinados aspectos y va a ignorar otros, de eso no cabe la menor duda. Con esas prevenciones me propongo analizar su texto sin olvidar que, a diferencia de lo que puede suceder con otros documentos autobiográficos, no conocemos al personaje. Todo lo que podamos averiguar sobre la forma de ser y de pensar de Harker tendrá que entresacarse de su propio escrito sobre el viaje. ¿Con qué datos iniciales contamos?
Sabemos, por ejemplo, que la primera anotación de su diario la redacta en Bistritz, la ciudad más importante de la región de Transilvania. Sabemos también que ha cruzado Francia y Alemania y llegado hasta Múnich. Imaginamos que ha atravesado el Canal de la Mancha desde Dover para desembarcar en Calais y que ha llegado hasta la capital bávara en ferrocarril. Desde entonces conocemos perfectamente las etapas de su recorrido: Múnich-Viena, Viena-Budapest, Budapest-Klausenburgo y Klausenburgo-Bistritz, en tren. En Bistritz toma una diligencia que lo conduce hasta el Paso del Borgo, en pleno corazón de los montes Cárpatos. Finalmente, desde allí, en otra calesa, arriba al castillo de Drácula.
Podemos establecer las paradas de su ruta, sí, pero ¿hacia dónde va? O, vista la subjetividad inherente a todo relato de viajes, quizá sería mejor preguntar: ¿Hacia dónde cree Jonathan Harker que se encamina? ¿Qué impresión transmiten, en ese sentido, sus anotaciones? La sensación general es que marcha hacia Oriente. Son las dos últimas frases del primer párrafo de su diario las que insisten en esa idea:
Tuve la impresión de que estábamos abandonando Occidente y adentrándonos en Oriente; el más occidental de los espléndidos puentes sobre el Danubio, que alcanza aquí una anchura y una profundidad de nobles proporciones, nos condujo hasta las tradiciones del dominio turco (cap. I, Jonathan Harker, 3 mayo. Bistritz, p. 57).
En algo más de tres líneas aparecen cuatro menciones relativas a Oriente y Occidente y una clara delimitación entre esos dos espacios. Un asunto interesante, relacionado con las regiones por las que se adentra Harker, tiene que ver con la dificultad de definir qué es Europa del Este y dónde comienzan o acaban sus límites. Para algunos viajeros del XIX cruzar estos territorios y llegar hasta los Balcanes era como alcanzar la cuna de la civilización europea. Para otros la región estaba cargada de valores positivos, pues la vinculaban con la orgullosa y heroica vida de los montañeros. Para unos terceros, en cambio, recorrer ese territorio era traspasar los límites del suelo europeo.
Aclarado este punto, la perspectiva de Harker parece clara: él está en Occidente y cruza hacia Oriente. Cuando el joven pasante de abogado realiza dicha anotación no efectúa, entonces, una simple delimitación geográfica, pues otros viajeros podrían disentir de su afirmación. La división que nuestro viajero realiza entre Occidente y Oriente no tiene que ver, por tanto, con la distancia, sino con la diferencia. Harker pone así de manifiesto un punto de vista específico sobre el mundo. Aunque no todos los viajeros perciben Oriente de manera homogénea, la visión de Jonathan parece trazar una frontera arbitraria que delimita claramente lo que es Oriente de lo que es Occidente. ¿Una frontera de origen ideológico, quizá?
Podemos profundizar más en esta idea. Reproduzco de nuevo la última frase del párrafo: «El más occidental de los espléndidos puentes sobre el Danubio, que alcanza aquí una anchura y una profundidad de nobles proporciones, nos condujo hasta las tradiciones del dominio turco». Obsérvese la distancia que en la propia materialidad de la oración existe entre su principio y su final. En un extremo, «occidental» («western») y «espléndido» («splendid»); en el otro, «el dominio turco» («Turkish rule»). Y separando ambos, justo en medio de la frase, el Danubio, una brecha ancha y profunda («width and depth»). Occidente queda así asociado a valores positivos («ese espléndido puente»). Oriente, o lo que Jonathan Harker define como tal, al «dominio turco». Expresión vinculada con la autoridad, con el poder, con el uso de la fuerza, con el sometimiento. Poco parece importarle a Harker que la tierra por la que se adentra haya dejado de formar parte desde hace casi doscientos años del Imperio otomano. Ese territorio sigue estando dominado por ellos.
El primer párrafo de su narración nos proporciona, pues, unas coordenadas para situar ideológicamente a Jonathan Harker. Son unas referencias generales, sí, pero significativas. Por otro lado, son propias de su tiempo, y quizá le vienen dadas como un hecho social en el sentido que diera a este concepto Émile Durkheim. Es decir, como «maneras de actuar, de pensar y de sentir, externas al individuo, y que están dotadas de un poder de coerción en virtud del cual se le imponen».
En el testimonio de nuestro viajero, la realidad histórica y material de lo que ve queda en un segundo plano, siendo en cierto modo sustituida por una impresión («tuve la impresión de que estábamos abandonando Occidente»). Se trata de una impresión generada por una creencia: que existe una separación profunda y clara entre Oriente y Occidente. Al fin y al cabo, dividir lo que geográficamente es un continuo, en este caso las dos orillas de un puente en la ciudad de Budapest, no es más que una delimitación caprichosa que solo puede obedecer a cuestiones ideológicas. Cuestiones que Edward W. Said agrupó un poco indistintamente bajo el nombre de «orientalismo». Del mismo modo, hablar del dominio turco en una región que hace siglos que no forma parte de su imperio viene a ser otra manifestación del poder de ciertas ideas preconcebidas que, además, no se cuestionan, sea o no su autor consciente de ellas.
El lenguaje de Harker revela una forma de ver y de pensar que no es únicamente individual, sino social. Las palabras que utiliza cargan con el sello y la ideología de una parte de su sociedad, con un determinado discurso que está repleto de intenciones, de significados que tratan de imponer su propia concepción del mundo. ¿Qué concepción es esa? Aquella que delimita con una raya firme e inamovible Oriente de Occidente. La misma que sobre el mapa de África traza unas líneas igualmente rígidas para repartirse el continente en 1913.
¿Estamos ante una visión en la que Europa ocupa una posición central y en la que Oriente se define por contraste? ¿Reduce Harker sendas realidades complejas a un conjunto de estereotipos que emplea para reforzar lo propio? Es algo que tendremos que confirmar o rechazar conforme vayamos leyendo las anotaciones del diario. Lo cierto es que, tras esa insistente alusión inicial a Oriente, Harker subraya en varias ocasiones el sentido de su marcha. Una vez, cuando afirma que su destino está «en el extremo más oriental del país». Otra, cuando describe a los eslovacos con los que se encuentra por el camino como «un añejo grupo de bandoleros orientales». De este modo, en los seis primeros párrafos de la narración hay cuatro referencias claras a Oriente. Parece, entonces, una idea importante. A ningún lector se le puede escapar hacia dónde se dirige Jonathan Harker. Pero ¿qué es Oriente para él? ¿Cómo lo define? ¿Qué características tiene?
En las primeras páginas del cuaderno hay otro comentario que nos va a permitir responder a estas últimas preguntas. Se trata de una indicación que correlaciona la marcha hacia Oriente y el atraso de los trenes. Merece la pena detenerse en ella.
TRENES, HORARIOS Y CARRETERAS
«Me da la impresión de que cuanto más avanzamos hacia Oriente, más impuntuales son los trenes. ¿Cómo serán en China?», comenta Harker en el primer capítulo de su diario. Si algo sugiere esta anotación es la lógica absurda a la que conduce la taxativa diferenciación entre Oriente y Occidente. Desvela lo irracional de unos prejuicios que enturbian la mirada y construyen barreras donde no las hay. La referencia a China al avanzar hacia Oriente oculta que, de seguir en la misma dirección, llegaríamos hasta nosotros mismos. Este hecho debería alertarnos acerca del sesgo que adopta la mirada de Jonathan Harker sobre Oriente. Ve lo que quiere ver, lo que mejor se adapta a sus presupuestos mentales.
Aunque el reproche aparece al final del quinto párrafo de sus anotaciones, la impuntualidad de los trenes está presente desde el principio. Con ese dato, precisamente, comienza el diario:
3 de mayo. Bistritz. —Salí de Múnich el 1 de mayo a las 8:35 de la tarde, y llegué a Viena al día siguiente por la mañana temprano; debería haber llegado a las 6:46, pero el tren sufrió una hora de retraso. Buda-Pest parece una ciudad maravillosa, a juzgar por lo que vislumbré desde el tren y lo poco que pude pasear por sus calles. Me dio miedo alejarme demasiado de ...