CAPÍTULO I
La Transición: renuncias, mitos y consecuencias
restauración
1. f. Acción y efecto de restaurar.
2. f. Restablecimiento del régimen político que había sido sustituido por otro.
3. f. Reposición en el trono de un rey o del representante de una dinastía.
4. f. Periodo histórico que comienza con una restauración (‖ reposición de un rey).
5. f. Actividad de quien tiene o explota un restaurante.
Madrid, 1995. La periodista Victoria Prego, con esa voz que está en el imaginario colectivo por ser la que contó la Transición más y mejor que ninguna otra, entrevista a Adolfo Suárez, que lleva años retirado de la primera línea. El ex presidente del Gobierno confiesa, entre sonrisas y tapando su micrófono, que en el año 1976 decidió incluir la palabra rey y por extensión el concepto de monarquía en la Ley para la Reforma Política porque mandatarios de países extranjeros estaban reclamando a España que convocase un referéndum sobre monarquía o república. «Hacíamos encuestas y perdíamos», asegura Suárez con ojos saltones, sonrisa cómplice y gesto divertido.
Es decir, uno de los principales hacedores de la Transición estaba reconociendo que escamotearon a los ciudadanos la posibilidad de decidir sobre la forma del Estado mediante esa argucia. Y lo hicieron porque las encuestas les decían que quizá los ciudadanos hubieran elegido un régimen republicano como el que existía cuando, en 1936, se produjo el golpe de Estado que provocó la Guerra Civil y, tras la victoria de los golpistas, la dictadura franquista, que se prolongó durante casi 40 años.
Este vídeo, desvelado en noviembre de 2017 por el programa La Sexta Columna, constituía un buen ejemplo de cómo se articuló el cambio político en la Transición. El propio Suárez y el rey Juan Carlos, esos dos prestidigitadores, pasaron a la historia como los grandes artífices de este éxito sin precedentes. Es notorio que, a pesar de lo que Suárez decía en esa grabación de 1995, hubiera sido muy complicado, por no decir imposible, que en 1976 o 1977 las Fuerzas Armadas, dirigidas por franquistas recalcitrantes y vigilantes, hubiesen aceptado la celebración de tal referéndum sobre la forma del Estado. Quizá fue, como decía la propia Prego cuando se le pidieron explicaciones por haber ocultado lo que Suárez le confió, «una de las muchas variables» que manejaba el presidente del Gobierno y que, en realidad, sólo era «una hipótesis que nunca tuvo la menor posibilidad de existir».
Aquella grabación que permaneció oculta a los españoles durante más de dos décadas es sólo una anécdota, pero resulta al menos sintomática. Porque, a fin de cuentas, todo el castillo de naipes de la Transición, que otrora parecía tan sólido y que todavía aguanta erguido, está construido sobre la base de que los dirigentes políticos de entonces hicieron aquello que era mejor para el conjunto de los españoles; sin embargo, esta artimaña, sumada a otros muchos datos de que disponemos hoy, indica que, cuanto menos, esos políticos hicieron también lo mejor para ellos mismos. O, dicho de otro modo, las elites franquistas que venían de la dictadura abrazaron con tanto gusto la democracia porque jugaban con ventaja, tenían las cartas marcadas, sabían que no perecerían con el cambio y mantendrían intactos sus privilegios. Repasemos un poco de Historia, aunque sean sólo unos trazos esenciales, para entender por qué.
De «Juan Carlos I el Breve» a un reinado de 39 años
La dictadura de Franco era un régimen fascista, sí, pero sobre todo era un sistema personalista. Como aseguran los reputados historiadores Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, la España del franquismo «no era un sistema de partidos, ni un régimen de partido único con una estructura disciplinada y coherente, sino un sistema híbrido y ambiguo en el que Franco era la fuente última del poder». Todo era decidido por ese general que, en su pertinaz delirio, se autodenominaba «Caudillo de España por la gracia de Dios». Era un individuo desconectado de la realidad. En 1962, en la época más aperturista (menos salvaje, pero siempre opresiva y violenta) de la dictadura, España solicitó la entrada en la Comisión Económica Europea –génesis de la UE actual– y recibió una sonora negativa porque los principios del régimen español eran incompatibles con los de una democracia liberal. Franco, ni corto ni perezoso, afirmó que su dictadura era «la muestra más clara, más firme y más leal de la democracia». Así era el personaje.
Aunque el dictador decidió los destinos de España desde su victoria en la Guerra Civil, en 1939, hasta su muerte, en 1975, muy pronto decidió qué régimen quería para España cuando él no estuviera. En 1947 aprobó la Ley de Sucesión, donde ya se decantaba por «instaurar» la monarquía como la forma del Estado para España. Lo que no eligió tan pronto fue a su sucesor al frente de la Jefatura del Estado. Deshojó la margarita durante años para mantener las tensiones entre las diferentes familias políticas que habitaban las elites del franquismo (los falangistas, los carlistas, el Opus Dei). Porque Franco, que desdeñaba la cultura y tenía una mente enfermiza, rayana en la locura, sí conocía bien a las criaturas que le servían, por un lado, y aún mejor a los Borbones, por otro.
Para la decisión sobre quién le sucedería hubo que esperar hasta 1969, casi en el ocaso de su férrea dictadura. Entonces, Franco designó al entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, hijo del conde de Barcelona, Juan de Borbón, y nieto del rey Alfonso XIII. Con su decisión arbitraria, como todas las que toma un dictador, se saltaba a la torera la línea dinástica de sucesión de los Borbones, entre otras cosas porque, como el tipo rencoroso que era, no perdonaba el manifiesto que don Juan había publicado en 1945 con severas críticas a la dictadura. Venganza y tragedia personal para el padre, premio y futuro para el hijo. El dictador eligió a un joven príncipe que, como cuentan los citados historiadores, era percibido por la oposición democrática como «un revés a sus esperanzas» porque parecía que apuntalaría la continuidad del régimen franquista.
El príncipe había mostrado siempre su absoluta e inquebrantable lealtad a la dictadura. Su elección fue considerada como un triunfo del sector franquista que lideraba el almirante Luis Carrero Blanco, luego elegido presidente del Gobierno y asesinado por ETA en 1973. No puede olvidarse que a Juan Carlos lo estaban formando como preceptores una serie de personajes afines a Franco y Carrero, gentes sin ningún tipo de duda sobre su afinidad a un régimen dictatorial que debía perpetuarse. El 23 de julio de 1969, sólo unos días después de ser elegido, Juan Carlos juró su lealtad a Franco y a los principios legales de su dictadura, recordando «las importantísimas realizaciones que se han conseguido bajo el mando magistral del Generalísimo» y destacando «la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936», fecha del golpe de Estado contra la República.
El secretario general del Partido Comunista, Santiago Carrillo, que vivía en el exilio, llegó a afirmar que Juan Carlos pasaría a la historia con el sobrenombre de «el Breve» porque su reinado, cuando desapareciese el dictador, sólo iba a durar 24 horas. La realidad es que duró 39 años. Asimismo, cuando, una vez muerto Franco, el ya jefe del Estado Juan Carlos I eligió como presidente del Gobierno a Adolfo Suárez, tanto desde la oposición democrática como desde el franquismo más puro se criticó dicha elección como un profundo error. Es de sobra conocido, por cierto, que dicha elección no fue limpia, sino fruto de la conjura oculta, una más, de Juan Carlos y Suárez. Ese tándem de personajes en el que muchos no creían y que tanto decepcionó a la oposición en un principio, se convirtió, a la postre, en el eje sobre el que giró la Transición.
Lo que más hicieron durante la traslación de la dictadura a la democracia Adolfo Suárez y Juan Carlos I, con la ayuda de su principal colaborador, Torcuato Fernández Miranda, fue engañar a quienes confiaron en ellos. No son palabras gruesas ni acusaciones gratuitas, sino que así lo atestiguan los hechos. Especialmente engañó el jefe del Estado, que vendió a Franco la burra de que continuaría con un régimen similar y después, muerto el dictador, traicionó sus designios y ayudó, contra lo que muchos esperaban, a alumbrar la democracia. Eso sí, con Franco en vida, el hombre que después reinaría 39 años y se convertiría en su crepúsculo en esa extraña figura de rey emérito no había rechistado contra la dictadura. Fue el aprendiz y el compañero del caudillo. Por eso logró el trono. Como escribe Morán, «su táctica se reducía a ser servil como un heredero, cauto como un prestamista y paciente como un monje». Como apuntan Carr y Fusi, entre 1969 y 1975 el ahora rey emérito se limitó a «figurar discretamente al lado de Franco como futuro sucesor».
La citada treta que facilitó la elección de Suárez fue sólo el primero de los engaños de esta extraña pero fructífera pareja que formaban los jefes del Estado y del Gobierno, quienes en momentos decisivos improvisaban soluciones que sirviesen al objetivo común que perseguían. Ambos engañaron también al Ejército, porque prometieron a los generales franquistas que jamás legalizarían el Partido Comunista, cosa que hicieron en la Semana Santa de 1977. Mediante apelaciones al patriotismo, a mantener el legado franquista y a que cualquier rebeldía contra la Corona suponía atacar a la mismísima unidad de España, manipularon a los militares fascistas y a los políticos de la derecha más nostálgicos de la dictadura para que los unos y los otros tragasen con la Ley para la Reforma Política, que, como es sabido, en la práctica supuso el suicidio de las propias instituciones franquistas.
Suárez y Juan Carlos I negociaron alianzas secretas con parte de la oposición democrática, esa que al principio tanto dudaba de ellos, por supuesto a espaldas de los franquistas más recalcitrantes y bunkerizados. Siguiendo la máxima de «divide y vencerás», dialogaron por separado con los partidos democráticos para conseguir que se sumasen al proceso en marcha. Se reunieron con los grandes banqueros para garantizarles que habría un cambio, sí, pero no drástico sino continuista, de manera que el valor de las acciones y el manejo de sus fortunas quedarían a salvo. También tranquilizaron y engatusaron a los grandes empresarios y a las familias que más cómodamente habían vivido durante la dictadura: no habría expropiaciones, ni nacionalizaciones, ni juicios al pasado. Empezaba una nueva era para el país. Nadie miraría atrás porque nadie querría, como la mujer de Lot, convertirse en estatua de sal. Con la ayuda del cardenal Tarancón, pieza clave del engranaje, se camelaron también a los sectores más retrógrados del clero.
En efecto, todas las elites franquistas, las políticas, las económicas y las sociales, aceptaron hacerse el haraquiri en forma de pacto, sí, pero a cambio de dos prebendas más que apetecibles: el olvido de las barbaridades que habían perpetrado durante el franquismo y la buena recolocación en la democracia venidera, el nuevo sistema que veían como inevitable. La oposición democrática, que en principio abogaba por la total liquidación del franquismo mediante lo que se llamó la «ruptura democrática», acabó respaldando el pacto auspiciado por Suárez y Juan Carlos I a través de la «ruptura pactada», ante la evidencia de que la sociedad española no estaba para luchas ni rupturas ni revoluciones. Entre adaptarse o morir, que reza el dicho, todos prefirieron adaptarse.
El famoso espíritu de consenso, con las cesiones de ambas partes en liza, desembocó en las primeras elecciones democráticas, celebradas el 15 de junio de 1977. Ganó la Unión de Centro Democrático (UCD), coalición que englobaba a la mayoría de los franquistas que transitaban hacia la democracia, con Adolfo Suárez como candidato, con el 35 por 100 de los votos y 165 diputados. En segunda posición quedó el PSOE liderado por Felipe González, con el 29 por 100 y 118 escaños. Los comunistas, que eran los que más habían luchado contra la dictadura y los que más renuncias habían asumido para aceptar al monarca, fueron paradójicamente castigados en las urnas, puesto que el Partido Comunista de Santiago Carrillo se quedó en el 9 por 100 y 20 escaños. Los españoles querían un cambio tranquilo. O, mejor dicho, aceptaban el cambio tranquilo que se les había dado hecho.
La historia oficial de la Transición añade que Suárez y Juan Carlos I propiciaron también la ley de amnistía para que salieran de las cárceles centenares de presos políticos. A ello hay que sumar los famosos Pactos de la Moncloa en materia económica y, por supuesto, el simbólico regreso a Cataluña desde el exilio del president de la Generalitat, Josep Tarradellas, quien negoció con el propio Suárez su vuelta. La tarea se completó con la elaboración de la Constitución de 1978, aprobada en referéndum el 6 de diciembre de aquel año. Para algunos, ahí terminó la Transición, si bien hay expertos o historiadores que ubican el punto final de esta etapa en el fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, que sirvió a Juan Carlos I para agrandar su «legitimidad» ante el pueblo, o en la victoria del PSOE en las elecciones generales de octub...