El forastero misterioso
eBook - ePub

El forastero misterioso

  1. 152 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

El forastero misterioso

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Novela póstuma de Mark Twain publicada en 1916 por el albacea literario del autor, Albert B. Paine, El forastero misterioso se sitúa en la vena satírica de su autor, y por lo tanto moral. La llegada durante la Edad Media a una población austriaca, dominada por el odio entre sus dos sacerdotes, de un extraño ángel que se hace llamar Satán, provoca el revuelo entre el vecindario. Y no sólo por su repertorio milagrero, sino por su énfasis en ridiculizar la condición humana, mucho más salvaje que la animal. Con un sentido del humor tan moderno como provocador, Twain se ríe de los ritos religiosos con la libertad de haber ambientado la acción muy lejos de su época. Esta edición recupera las geniales ilustraciones a color realizadas por N. C. Wyeth para la edición príncipe norteamericana de esta obra de Twain, editada en 1916 por Charles Scribner's Sons.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a El forastero misterioso de Mark Twain, N. C. Wyeth, Susana Carral en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Littérature y Classiques. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Rey Lear
Año
2011
ISBN
9788492403882
Categoría
Littérature
Categoría
Classiques

CAPÍTULO VIII

EL SUEÑO NO LLEGABA. Y no era porque me sintiera orgulloso de mis viajes y nervioso por haber cruzado el mundo hasta llegar a China, además de despreciar a Bartel Sperling «el viajero», como se llamaba a sí mismo mientras nos miraba por encima del hombro, porque había estado una vez en Viena y era el único chico de Eseldorf que había viajado y visto las maravillas del mundo. En otro momento eso me habría mantenido despierto, pero entonces no me afectaba. No, en mi mente sólo cabía Nikolaus, mis pensamientos sólo eran para él y los buenos tiempos que habíamos compartido jugando y retozando en el bosque, en los campos, en el río, durante los largos días de verano; y patinando y deslizándonos sobre el hielo en invierno, cuando nuestros padres pensaban que estábamos en la escuela. Y ahora él iba a abandonar esa joven vida, los inviernos y veranos llegarían y se irían y los demás jugaríamos y vagaríamos por ahí como siempre, pero su lugar estaría vacío; ya no lo veríamos más. Mañana no sospecharía nada, se comportaría como siempre, y a mí me iba a extrañar oír su risa y verlo hacer cosas triviales y frívolas, porque para mí sería un cadáver, con manos como la cera y ojos apagados, y vería el sudario rodeando su rostro. Tampoco iba a sospechar él al día siguiente, ni al otro; pero, entretanto, su pequeño puñado de días se consumiría y el horror estaría cada vez más cerca, mientras su destino lo iba cercando, sin que nadie lo supiera; únicamente Seppi y yo. Doce días, sólo doce días. Pensarlo era un espanto. Me di cuenta de que en mis pensamientos no lo llamaba por sus diminutivos —Nick y Nicky—, sino que me refería a él con su nombre completo y con reverencia, como se habla de los muertos. Además, a medida que los recuerdos ocupaban mi mente con un incidente tras otro de nuestra camaradería, me fijé en que, sobre todo, se trataba de casos en los que yo le había perjudicado o dañado, por lo que me reprendía y me llenaba de reproches; mi corazón se rompía de remordimientos, como suele pasar cuando recordamos nuestra mezquindad con aquellos amigos que se han ido al otro lado y deseamos recuperarlos —aunque sólo sea un momento— para ponernos de rodillas y decirles «ten piedad y perdóname».
En una ocasión, cuando teníamos nueve años, recorrió casi dos millas para hacerle un recado al frutero, quien como recompensa le regaló una manzana espléndida. Corría hacia su casa con ella, loco de asombro y placer, cuando se encontró conmigo y me dejó mirarla, sin imaginar siquiera una traición. Pero yo salí corriendo con la manzana en la mano, comiéndomela mientras corría, y él detrás de mí, rogando. Cuando por fin me alcanzó, le entregué el carozo, lo único que quedaba, y me reí. Se dio la vuelta, llorando, y me dijo que había pensado dársela a su hermanita. Aquello me afectó, porque la niña se recuperaba lentamente de una enfermedad, y aquel habría sido un momento de orgullo para él, al ver su alegría y su sorpresa y recibir sus caricias. Pero me daba vergüenza decir que me daba vergüenza, por lo que me limité a responder con algo grosero y mezquino, dando a entender que no me importaba; él no contestó con palabras, pero mientras se daba la vuelta para regresar a su casa su rostro reflejaba una mirada herida; volvería a surgir frente a mí muchas veces en la noche durante los años posteriores, para avergonzarme de nuevo con su reproche. Poco a poco se fue desvaneciendo en mi mente, hasta desaparecer, pero ahora había regresado y muy nítida.
Una vez en la escuela, cuando teníamos once años, volqué mi tintero y estropeé cuatro cuadernos de caligrafía, corriendo el peligro de recibir un grave castigo. Pero le eché la culpa a él y él se llevó los azotes.
Y el año pasado lo había engañado en un trueque, al cambiarle un anzuelo grande, que estaba prácticamente partido, por tres pequeños pero nuevos. El primer pez que pescó rompió el anzuelo, pero él no sabía que yo era el culpable y rechazó que le devolviera uno de los pequeños —que mi conciencia me había obligado a ofrecerle—, alegando «un trato es un trato; el anzuelo era malo, pero eso no es culpa tuya».
No, no podía dormir. Aquellos agravios, ruines y mezquinos, me recriminaban y me torturaban con un dolor mucho más agudo que el que se siente cuando se ha agraviado a una persona viva. Nikolaus estaba vivo, pero no importaba; para mí era como si ya hubiese muerto. El viento seguía gimiendo en el alero y la lluvia golpeaba la ventana.
Por la mañana fui a buscar a Seppi y se lo conté. Nos encontrábamos junto al río. Sus labios se movieron pero no dijo nada, aturdido, confuso, y con el rostro muy blanco. Permaneció así varios minutos, los ojos llenándosele de lágrimas; luego se dio la vuelta, yo me agarré de su brazo y caminamos juntos, pensando, pero sin hablar. Cruzamos el puente y atravesamos los prados, subimos la colina y nos adentramos en el bosque; por fin brotaron las palabras, que fluyeron libremente: todas se referían a Nikolaus, recordando la vida que habíamos compartido con él. De vez en cuando, Seppi decía como para sí:
—¡Doce días! ¡Menos de doce días!
Decidimos que debíamos estar con él todo el tiempo, quedarnos tanto con él como fuera posible: los días eran muy valiosos. Sin embargo, no corrimos en su busca. Sería como encontrarse con un muerto y nos daba miedo. No lo dijimos, pero eso era lo que sentíamos. Por eso, para nosotros supuso una conmoción tomar una curva y encontrarnos con Nikolaus cara a cara. Él gritó, alegre:
—¡Hola! ¿Qué os pasa? ¿Habéis visto un fantasma?
No podíamos hablar, pero tampoco tuvimos ocasión; él estaba dispuesto a hacerlo por todos nosotros, porque acababa de ver a Satán y estaba muy animado. Satán le había hablado de nuestro viaje a China, y él le había pedido a Satán que lo llevara también de viaje, cosa que Satán le había prometido. Tenía que ser a un lugar lejano, asombroso y muy bonito. Nikolaus le había pedido, además, que nos llevara a nosotros, pero él le había dicho que no, que ya nos llevaría en otra ocasión, pero no en esa. Satán iría a buscarlo el día 13 y Nikolaus ya estaba contando las horas, de pura impaciencia.
Se trataba del día nefasto. Nosotros también contábamos las horas.
Recorrimos muchas millas, siempre siguiendo senderos que desde pequeños habían sido nuestros preferidos, siempre hablando de los viejos tiempos. Nikolaus aportaba toda la alegría; nosotros no conseguíamos sacarnos de encima la depresión. Nos dirigíamos a Nikolaus con un tono extrañamente tierno y amable, deseando que se diera cuenta; y le agradaba; y constantemente le mostrábamos deferencia con pequeñas muestras de cortesía y le decíamos «espera, que ya lo hago yo»; eso también le agradaba. Le regalé siete anzuelos —todos los que tenía— y le obligué a aceptarlos; Seppi le dio su navaja nueva y una peonza pintada de rojo y amarillo, para expiar las estafas a las que lo había sometido antes —como supe después— y que probablemente Nikolaus ya ni recordaría. Aquellos detalles lo conmovieron y nos dijo que jamás habría pensado que lo queríamos tanto; el orgullo que aquello le producía y el agradecimiento que mostraba nos llegaron al corazón, porque no los merecíamos. Cuando por fin nos despedimos, estaba radiante y nos confesó que nunca había pasado un día tan feliz.
Mientras caminábamos hacia casa, Seppi dijo:
—Siempre lo hemos apreciado, pero nunca tanto como ahora que vamos a perderlo.
Al día siguiente —y los demás— pasamos todo nuestro tiempo libre con Nikolaus, y le añadimos tiempo que robamos (él también) a nuestro trabajo y demás deberes, lo que nos costó a los tres severas regañinas y varias amenazas de castigo. Todas las mañanas dos de nosotros nos despertábamos sobresaltados y estremecidos, diciendo, a medida que los días volaban: «Sólo faltan nueve días»; «sólo ocho», «sólo siete». El cerco siempre reduciéndose. Nikolaus siempre alegre y feliz, y siempre desconcertado porque nosotros no lo estábamos. Se esforzó al máximo tratando de inventar maneras de alegrarnos, pero su éxito quedaba deslucido porque se daba cuenta de que nuestro regocijo no tenía base, y que nuestras risas se topaban con algún obstáculo antes de salir, que las dañaba y las convertía en suspiros. Intentó averiguar qué pasaba para poder ayudarnos a solucionar el problema o hacerlo más llevadero al compartirlo con nosotros, lo que nos obligó a contar muchas mentiras para engañarlo y apaciguarlo.
Pero lo más angustioso de todo era que siempre estaba haciendo planes, y a menudo para después del día 13. Cuando eso ocurría, nuestro alma se deshacía en gemidos. Él sólo pensaba en encontrar la manera de dominar nuestra depresión y animarnos. Al final, cuando únicamente le quedaban tres días de vida, tuvo la idea perfecta y se puso muy contento: un baile con juegos para chicos y chicas celebrado en el bosque, en el lugar donde habíamos conocido a Satán, y que tendría lugar el día 14. Resultaba espantoso, porque aquel sería el día de su entierro. No podíamos arriesgarnos a protestar; sólo habríamos provocado un «¿por qué?» al que éramos incapaces de responder. Quería que le ayudáramos a invitar a los asistentes, y así lo hicimos: a un amigo que se muere nada se le puede negar. Pero fue terrible, porque en realidad los estábamos invitando a su entierro.
Fueron once días espantosos; y sin embargo —con toda una vida transcurrida entre aquella época y la actual—, para mí siguen siendo un recuerdo agradable y muy hermoso. En verdad fueron días de compañerismo con la sagrada muerte de uno de nosotros, y no he conocido compañerismo más próximo ni más preciado. Nos aferrábamos a las horas y los minutos, contándolos mientras transcurrían, despidiéndonos de ellos con ese dolor y sentimiento de pérdida que experimenta el avaro cuyo tesoro es expoliado moneda a moneda por los ladrones, sin que él pueda hacer nada por evitarlo.
Cuando llegó la noche del último día nos quedamos fuera hasta muy tarde. Seppi y yo tuvimos la culpa. No éramos capaces de despedirnos de Nikolaus, por lo que era muy tarde cuando lo dejamos frente a su puerta. Aún nos entretuvimos un rato, escuchando; y ocurrió aquello que temíamos. Su padre le propinó el castigo prometido y nosotros oímos los alaridos de nuestro amigo. Pero sólo escuchamos un momento, luego salimos corriendo, llenos de remordimientos por haber provocado tal situación. Y sintiéndolo por su padre. Sólo podíamos pensar: «Si él supiera, ¡si él supiera!».
Por la mañana, Nikolaus no se reunió con nosotros en el lugar acordado, así que fuimos a su casa para ver qué pasaba. Su madre nos dijo:
—A su padre se le ha agotado la paciencia con tantos tejemanejes y no consiente más. La mitad de las veces que necesitamos a Nick, no aparece; y luego resulta que ha andado zascandileando con vosotros dos. Anoche su padre le dio una azotaina. Siempre me ha disgustado eso, y muchas veces le he rogado que lo dejara y se ha salvado, pero en esta ocasión el hijo se cansó de suplicarme, porque yo también había perdido la paciencia.
—Ojalá lo hubiera salvado esta última vez —dije, con voz temblorosa—; algún día al recordarlo se le romperá el corazón.
Ella estaba planchando, y me daba parcialmente la espalda. Se dio la vuelta con cara asustada o asombrada y me preguntó:
—¿Qué quieres decir con eso?
Yo no estaba preparado y no supe qué decir. Fue un momento difícil, porque ella seguía mirándome. Pero Seppi estaba alerta y contestó:
—Pues que el recuerdo sería más agradable, ya que el motivo por el que anoche nos quedamos hasta tan tarde fue que Nikolaus se puso a contarnos lo buena que es usted con él y que nunca lo azotaban cuando estaba usted cerca para evitarlo. Tenía tantas ganas de hablar, y nosotros estábamos tan interesados, que no nos dimos cuenta de lo tarde que era.
—¿Eso dijo? ¿De verdad? —Y se llevó el mandil a los ojos.
—Puede preguntárselo a Theodor; él le dirá lo mismo.
—Es un buen niño, un encanto, mi Nick —dijo ella—. Siento haber dejado que lo azotaran. No volverá a ocurrir. Y pensar que mientras anoche estuve aquí sentada, esperándolo nerviosa y enfadada, él estaba hablando bien de mí y demostrándome su amor. Santo cielo, si pudiésemos saber las cosas… entonces nunca nos equivocaríamos; pero sólo somos unas pobres y estúpidas bestias que avanzan como pueden y siempre se equivocan. Jamás podré pensar en la noche de ayer sin sentir remordimientos.
Lo mismo que todos: parecía que en aquellos días miserables nadie era capaz de abrir la boca sin decir algo que nos estremeciera. «Avanzaban como podían» y no sabían qué cosas tan ciertas y tristes comentaban por casualidad.
Seppi preguntó si Nikolaus podía salir con nosotros.
—Lo siento —contestó la madre—, pero es imposible. Para castigarlo aún más, su padre no le permite salir hoy de casa.
¡Había esperanza! Lo vi en los ojos de Seppi. Pensamos: «Si no puede salir de casa, no podrá ahogarse». Seppi preguntó, para asegurarse:
—¿Tiene que quedarse en casa todo el día, o sólo por la mañana?
—Todo el día. Y es una pena, porque hace un día precioso, y él no está acostumbrado a no salir. Pero está entretenido preparando la fiesta, y tal vez le baste con eso. Espero que no se sienta muy solo.
Seppi vio en su mirada algo que lo envalentonó para preguntar si podíamos subir y ayudarle a pasar el rato.
—¡Pues claro! —contestó con ganas— Eso sí que es ser buenos amigos, pudiendo salir a divertiros al aire libre, en el campo y en el bosque. Sois muy buenos chicos, he de reconocerlo, aunque no siempre encontráis la mejor manera de demostrarlo. Llevaos estos pasteles para vosotros y dadle este a él, de parte de su madre.
Lo primero en lo que nos fijamos al entrar en el cuarto de Nikolaus fue en la hora: las diez menos cuarto. ¿Podía ser verdad? ¡Sólo le quedaban unos minutos de vida! Sentí que se me encogía el corazón. Nikolaus se levantó de un salto y nos recibió encantado. Estaba muy animado, preparando su fiesta, y no se había sentido solo.
—Sentaos —nos dijo—, mirad lo que he estado haciendo. He terminado una cometa que os va a encantar. Se está secando en la cocina. Voy a buscarla.
Se había gastado sus ahorrillos en baratijas de toda clase para entregar como premios en los juegos, y las tenía colocadas en orden sobre la mesa. Nos dijo:
—Miradlas a gusto mientras le pido a mi madre que, si aún no se ha secado lo bastante, le pase una plancha a la cometa.
Salió a paso ligero y bajó las escaleras con estrépito, silbando.
No miramos las cosas; no lográbamos interesarnos por nada que no fuera el reloj. Nos quedamos sentados mirándolo fijamente, en silencio, escuchando su tictac, y cada vez que el minutero saltaba, nosotros asentíamos: un minuto menos de una carrera a vida o muerte. Por fin, Seppi tomó aire con fuerza y dijo:
—Las diez menos dos minutos. Siete minutos más y habrá pasado el momento de su muerte. ¡Theodor, se va a salvar! ¡Se va a…
—¡Calla! ¡Qué angustia! Tú mira el reloj y calla.
Cinco minutos más. Jadeábamos de tensión y nervios. Tres minutos más y se oyó una pisada en la escalera.
—¡Salvado!
Y nos pusimos de pie mirando a la puerta.
Entró la madre con la cometa.
—¿A que es preciosa? —preguntó— Y no os imagináis lo mucho que ha trabajado en ella… creo que desde que amaneció. Cuando llegasteis la acababa de terminar. —La puso de pie apoyada en la pared y se alejó para verla bien— Él mismo hizo los dibujos y creo que son muy buenos. La iglesia no le ha que dado muy bien, eso es cierto, pero mirad el puente: cualquiera lo reconocería en un minuto. Me pidió que la subiera. ¡Cielos! Son la diez y siete minutos y aún tengo que…
—Pero, ¿dónde está él?
—¿Él? Volverá enseguida. Ha salido un minuto.
—¿Ha salido?
—Sí. Justo cuando bajó llegó la madre de la pequeña Lisa diciendo que no sabía dónde se había metido la niña y, como la vi un poco preocupada, le dije a Nikolaus que no tuviera en cuenta las órdenes de su padre y que saliera a buscarla. Pero ¡si os habéis puesto blancos! Creo que estáis enfermos. Sentaos, os traeré algo. Ese pastel no os ha caído bien. Es algo pesado, pero pensé que…
Desapareció sin haber terminado la frase, y nosotros nos precipitamos a la ventana trasera para mirar en dirección al río. Una multitud se arremolinaba al otro lado del puente, y la gente se acercaba allí corriendo desde todas partes.
—¡No hay nada que hacer! ¡Pobre Nikolaus! ¿Por qué tuvo que dejarlo salir de casa?
—Vamos —dijo Seppi medio sollozando—, date prisa, no podemos encontrarnos con ella. Dentro de cinco minutos lo sabrá.
Pero no íbamos a poder escapar. Nos interceptó al pie de las escaleras, con los curativos en las manos, y nos mandó sentar y tomárnoslos. Aguardó a ver el efecto y no la convenció, por lo que nos hizo esperar más tiempo, sin dejar de echarse en cara a sí misma habernos dado el pastel.
Y acabó ocurriendo lo que tanto temíamos. Afuera se oyeron pisadas y arrastrar de pies, y una multitud entró solemne en la casa, con las cabezas descubiertas, para depositar los dos cuerpos ahogados sobre una cama.
—¡Dios mío! —gritó aquella pobre madre, cayó de rodillas, abrazó a su hijo muerto y empezó a cubrir de besos su rostro mojado—. Yo lo mandé ir, y le he provocado la muerte. Si hubiera obedecido, dejándolo en casa, esto no habría ocurrido. Me lo merezco, anoche fui cruel con él, y él me pedía —a mí, su propia madre— que lo ayudara.
Afuera se oyeron pisadas y una multitud entró solemne en la casa.
Y así continuó, mientras todas las mujeres lloraban, se compadecían de ella e intentaban consolarla, pero no podía perdonarse a sí misma y no admitía consuelo, sin parar de decir que si ella no lo hubiese enviado a la calle, aún estaría vivo, que ella era la causa de su muerte.
Lo que demuestra lo necias que son las personas cuando se culpan por cualquier cosa que hayan hecho. Satán lo sabe, y él dijo que no ocurre nada que nuestro primer acto no haya planificado y convertido en inevitable. Así, por nuestra cuenta, no podemos alterar el programa, ni hacer nada que rompa un eslabón. Después se oyeron gritos, y Frau Brandt entró abriéndose camino y arremetiendo contra la gente, con la ropa desordenada y el pelo suelto, y se arrojó sobre su hija muerta entre gemidos, besos, súplicas y palabras tiernas; poco a poco se puso en pie, casi exhausta de tantas efusiones y apasionados sentimientos, apretó el puño y lo levantó hacia el cielo, su rostro, arrasado de lágrimas, se endureció y dejó ver su re...

Índice

  1. Cover
  2. Titel
  3. NOTA DEL EDITOR
  4. CAPÍTULO I
  5. CAPÍTULO II
  6. CAPÍTULO III
  7. CAPÍTULO IV
  8. CAPÍTULO V
  9. CAPÍTULO VI
  10. CAPÍTULO VII
  11. CAPÍTULO VIII
  12. CAPÍTULO IX
  13. CAPÍTULO X
  14. CÁPITULO XI
  15. NOTAS