Inteligencia espiritual en los niños
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Inteligencia espiritual en los niños

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Inteligencia espiritual en los niños

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Información del libro

Una obra para útil para que padres y educadores despierten la espiritualidad de los más jóvenesLa espiritualidad es un rasgo esencial en nuestra personalidad. Todos los seres humanos hemos tenido alguna vez la necesidad de buscar respuestas a nuestras inquietudes y de relacionar nuestros sentimientos con ella. Los niños no son ajenos a ello.Los valores personales que la espiritualidad aporta son un elemento positivo que potencia un mejor desarrollo de las aptitudes emocionales de los niños. Por ello, una educación basada en la inteligencia espiritual es enriquecedora y estimulante para los más pequeños de la casa.En este libro se ofrecen unas pautas muy prácticas para aquellos padres que quieran cultivar la inteligencia espiritual en sus hijos, y se reflexiona sobre los beneficios de la espiritualidad en el bienestar psicológico de los niños. A través de conceptos como religiosidad, confesionalidad, creencias o valores, el autor nos mostrará cómo sentar las bases para que los niños interioricen estos principios.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2016
ISBN
9788416820054

I Introducción:
el estado de la cuestión

1. Educar en el desierto espiritual

En el mundo educativo actual, percibo tres tipos de analfabetismo que me preocupan especialmente.
Existe, por un lado, el analfabetismo emocional, que se refiere a la incapacidad de muchos jóvenes (y, por supuesto, también adultos) que ya han culminado la educación obligatoria para identificar sus emociones, expresarlas correctamente y controlar y canalizar adecuadamente sus emociones tóxicas (por ejemplo, los celos, la envidia, la culpa, la angustia, el miedo, el temor, la desesperación, la impotencia, el resentimiento o el rencor).
Existe, por otro lado, el analfabetismo intrapersonal, que se refiere al escaso conocimiento que tienen, al finalizar sus estudios obligatorios, pero también los postobligatorios, respecto de sí mismos, de su potencial, de sus necesidades y posibilidades, de sus limitaciones, de su misión en el mundo, en definitiva, de su ser.
Y, finalmente, detecto también un grave analfabetismo espiritual, que se refiere a su incapacidad para tomar distancia de la realidad, para enfrentarse a la pregunta del sentido de la existencia, para maravillarse ante la realidad, valorar sus actos, analizar su propio sistema de creencias, valores e ideales, sentirse parte de un Todo.
El período más temprano de la vida puede considerarse como el de la edad olvidada. Son muy pocos los adultos que pueden recordar su infancia. Por una parte, la psicología ha ayudado a los padres y adultos en general a darse cuenta de la importancia fundamental que los primeros años de la vida tienen para la totalidad de la existencia de la persona; por otra parte, sabemos que ese período es fundamental para el desarrollo posterior de la persona.
El período de la infancia es determinante en la vida del adolescente y del joven, pero también afecta al adulto y al anciano. Para bien o para mal, lo vivido, padecido, gozado y sufrido en la infancia deja mella en la vida de todo ser humano, afecta en el plano consciente e inconsciente y eso repercute, decisivamente, en su futuro bienestar o malestar.
De ahí se deriva la suma importancia que tiene prestar la máxima atención a la educación infantil y desarrollar y estimular lo más adecuadamente todo su potencial, considerando, siempre y en toda circunstancia, que estamos frente a un ser extremamente vulnerable y sensible que es muy permeable a los estímulos externos y al influjo de los adultos.
En nuestra sociedad se está prestando mucha atención al cuidado de quienes, con un poco de suerte, llegarán a ser adultos. En general, se protege, se cuida y se ama a los niños, incluso en el torbellino de todos los desafíos que sus necesidades plantean a los padres y a los adultos benevolentes que los rodean. He observado, a lo largo de estos años, preocupación e interés, deseo de hacer bien las cosas, benevolencia y gratuidad, pero también una verdadera desorientación a la hora de educar en algunas áreas de la personalidad infantil.
Por lo general, el primer período de la vida se sigue considerando más por su potencial futuro que por aquello que es en su momento presente, tal vez porque todavía no se considera a los niños ciudadanos de pleno derecho, sino futuros ciudadanos, cuando, de hecho, ya son personas en plenitud y ya pertenecen, de lleno, a la vida ciudadana, como sujetos que son de derechos y de deberes.
El niño no es una persona potencial, ni una promesa de persona; tampoco es un mero proyecto hacia algo que todavía no es. Es una persona en plenitud y, en cuanto tal, está llamada a hacer de su vida un proyecto personal, único, libre e irrepetible, a vivir la aventura de existir en primera persona del singular, pero en él ya están todas las inteligencias en acción.
Los educadores deseamos que adquieran, progresivamente, su plena autonomía, no sólo en el terreno físico, sino también en el emocional, en el moral, en el social, mental y económico, pero ello sólo es posible si se cultiva a fondo su inteligencia espiritual. La autonomía en el sentido extenso de la palabra se relaciona con la capacidad de vivir auténticamente, de regular la propia vida desde el yo personal. Ello presupone, de entrada, conocimiento de ese yo, de un yo que trasciende al ego.
El término griego autos se refiere al yo reflexivo, pensado, en una palabra, autoconsciente. Obrar y vivir autónomamente presupone el dominio de las emociones y capacidad para tomar distancia de la realidad, la identificación de ideales y de criterios propios, y, sobre todo, una elaborada reflexión sobre el sentido de la propia existencia. Sin el cultivo de la inteligencia emocional, social, intrapersonal y espiritual, es imposible alcanzar las cotas de autonomía deseables que el sistema educativo se propone y que la mayoría de los educadores deseamos para nuestros destinatarios.
Los adultos comparten una tremenda responsabilidad en su dedicación y atención a los niños. Abrumados por las cargas de su protección y educación, los padres, como también otros adultos dedicados a cuidarlos, pueden perder de vista al individuo real con el que constantemente han de relacionarse, la persona real con su riqueza y sus defectos, sus límites y sus cualidades. También esto puede suceder en el ámbito de la espiritualidad.
Con mucha frecuencia, a los adultos nos resulta más fácil hablar sobre la espiritualidad de los niños que compartir y comunicar experiencias espirituales con ellos, especialmente cuando éstos se encuentran en los primeros años de la vida. A grandes rasgos, la espiritualidad es un tema tabú en la interacción entre padres e hijos, salvo algunas extrañas excepciones. Raramente se convierte en tema de conversación en el entorno familiar o escolar. Apenas se practica en comunidad la meditación, la oración, el silencio, la contemplación del mundo, la vida ritual o litúrgica. Se tiende a privatizar este tipo de experiencias, a vivirlas a título individual o bien a ignorarlas. No fue así en otro tiempo, ni tampoco es así en otras latitudes.
Antes de la edad de la razón (en torno a los siete años), en el Imperio romano, se consideraba a los más pequeños como infans, es decir, como seres que carecían de voz. Sus vidas no poseían la suficiente densidad de existencia, de historia y de memoria como para poder comunicarse con los adultos.
Los tiempos han cambiado radicalmente, pero debemos preguntarnos: ¿Qué voz reconocemos hoy día a los niños? ¿Cómo abordamos la espiritualidad cuando se trata de niños, sobre todo de los que están en los primeros años de su vida?
A partir de una breve visión panorámica de los libros que se han escrito sobre la espiritualidad de los niños, me gustaría resaltar la cantidad de esfuerzos que actualmente se están haciendo para darles su voz. Ahora bien, si no se les escucha, ¿cómo podemos los adultos reconocerlos, apoyarlos y responderles mejor, con el máximo respeto a lo que expresan sobre su vida espiritual? ¿Cómo podemos entrar en la danza del diálogo con ellos, incluidos a los más pequeños? ¿Cómo hemos de acogerlos? ¿Qué podemos hacer para que contribuyan a nuestro camino espiritual? ¿Y cómo podemos responderles adecuadamente para respetar el hecho de que son al mismo tiempo iguales y diferentes de nosotros?
Un aspecto de la vida posmoderna occidental que aparece, de modo recurrente, en todos los diagnósticos de nuestra época es la progresiva y trepidante pérdida de la práctica religiosa formal, algo que no sólo amenaza a la espiritualidad como tal, sino que también priva a la persona de una valiosa experiencia simbólica y reflexiva.
Para algunos analistas, el retroceso de las prácticas religiosas tradicionales puede ser una ocasión para descubrir una espiritualidad libre de dogmas, de cortapisas institucionales y de gregarismos doctrinarios. Para otros, la desaparición de tales prácticas deja al niño sin las herramientas básicas para hacer frente a un mundo esencialmente darwinista, donde todo vale con tal de situarse en el mercado. Lo deja sin herramientas espirituales para meditar, para pensar, para reflexionar, para reencontrarse en el silencio de un templo y valorar, a la luz de los textos sagrados, cómo vive y qué sentido tiene su existencia. Más allá del debate en torno a la espiritualidad después del declive de las religiones tradicionales, no cabe la menor duda de que este proceso de secularización en la vida doméstica del niño tiene, naturalmente, sus efectos.
La consecuencia más visible de ello es que el niño crece en un entorno ajeno a las prácticas rituales, ajeno a los símbolos y a los textos sagrados (no de esta o aquella tradición, sino de cualquier tradición). Desconocen, por igual, los textos sagrados atribuidos a Confucio, las parábolas de Jesús o las sutiles meditaciones del Tao Te King.
Por lo general, el niño ignora la vida de la oración, de la meditación, la práctica de la contemplación y del silencio. Desconoce también la diferencia entre lo sagrado y lo profano, la espiritualidad de un templo y el sentido de reverencia frente a lo Absoluto, el valor intangible de los símbolos y la gratitud por el don de existir. Sus padres han dejado de creer en lo que creían sus abuelos, pero no han sustituido aquel mundo de prácticas y de ritos por otros nuevos.
La poca y limitada formación espiritual y religiosa que muchos adolescentes tienen en la actualidad es fruto de la labor tenaz y discreta de muchas abuelas que, casi a hurtadillas, les han enseñado a orar, a valorar el día, a deleitarse con algún texto de naturaleza sagrada, a estar en silencio a solas. El resultado de tal eclipse de lo sagrado es una generación completamente ajena al mundo de lo religioso. Pero, frente a ello, es necesario recordar que todo su potencial espiritual sigue estando ahí y puede y debe ser educado.
Una evidente fuente potencial de renovación espiritual es la tradición religiosa en la que uno fue educado. Algunas personas tienen la suerte de que la tradición de su infancia siga siendo relevante y siga estando viva para ellas, pero otras han emprendido una búsqueda para suplir aquellas carencias. Hoy en día, muchas personas se sienten desligadas de la tradición religiosa de su familia, porque para ellas fue una experiencia dolorosa o porque les parece demasiado ingenua y simplona. Aun así, incluso para este segmento de población, la religión heredada, debidamente pasada por el tamiz de la crítica personal madura, puede ser una fuente de renovación espiritual.
Las visiones fundamentales de cada tradición espiritual están perpetuamente sometidas a la novedad de la imaginación en una serie de reformas, y lo que de otra manera podría ser el cadáver de una tradición se convierte en la base de una sensibilidad espiritual que se renueva continuamente.
Las enseñanzas con las que uno creció y que estudió a fondo posteriormente se pulen, se ponen a punto y se adaptan a una especie de reforma personal. Aquellas enseñanzas son la fuente esencial de la propia espiritualidad. Privar al niño de estas enseñanzas milenarias es limitar su expansión creativa en el terreno de lo simbólico, de lo ritual y de lo espiritual.
La dificultad real la experimentan aquellos padres que valoran la dimensión espiritual de sus hijos, la reconocen y la aprecian, pero no desean educarla a partir de los patrones y los esquemas doctrinales que ellos recibieron siendo niños. Éstos experimentan una verdadera dificultad, pues no hallan mecanismos para estimularla sin sucumbir a modelos trasnochados o, simplemente, desfasados. Ojalá este libro contribuya a dar alguna solución a tal carencia.
Como traté de mostrar en Inteligencia espiritual, la espiritualidad no se expresa únicamente en el elocuente lenguaje de las grandes tradiciones religiosas del mundo. Existe una espiritualidad que nace, crece y se desarrolla en el seno de las tradiciones religiosas, que se alimenta de unas palabras, un cuerpo de símbolos y de rituales que emergen de una tradición religiosa, pero también existe una espiritualidad ácrata que se articula y se desarrolla allende las tradiciones religiosas. Se define a sí misma como una espiritualidad sin Dios, sin iglesia, sin dogmas, sin jerarquías.
No es nuestro propósito emitir juicios de valor sobre una y otra, pues ambas presentan debilidades y fortalezas. Constatamos, en cualquier caso, que la espiritualidad no siempre es específicamente religiosa. Un paseo por el bosque en una soleada tarde de otoño puede constituir una actividad espiritual, aunque sólo sea porque es una manera de alejarse de casa y de la rutina, del mundanal ruido, y dejarse inspirar por la altura y por la edad de los árboles y por los procesos de la naturaleza, que trascienden en mucho la escala humana.
La espiritualidad se siembra, germina, brota y florece en lo mundano. Es un error considerarla algo paralelo e independiente del mundo real, de la vida física, afectiva, social y emocional del ser humano. Esta marginación obedece a una visión sesgada y realmente achicada de la vida espiritual, pues, como veremos a lo largo de este libro, lo espiritual afecta todos los ámbitos y esferas del universo de la persona. Se la puede encontrar y alimentar en la más insignificante de las actividades diarias. No se debe contemplar como una esfera separada del mundo, como un universo paralelo que jamás se cruza con nuestro universo cotidiano. Todo lo contrario: la espiritualidad se expresa y se manifiesta en los entresijos de la vida secular.

2. Lo espiritual en la educación

¿Cómo identificar la espiritualidad potencial que existe en el niño? ¿Hay algún sistema objetivo de medición? En el caso de que exista, ¿cómo activarla? Y al activarla, ¿se puede ser neutral o inevitablemente se articula a partir de un conjunto de símbolos, de rituales y de pautas que pertenecen a una tradición religiosa o espiritual de la humanidad? ¿Reivindicar lo espiritual en la educación es un residuo del pasado o una fuente de innovación y de progreso? ¿Se puede educar la inteligencia espiritual sin sucumbir a la deriva doctrinal o al subjetivismo del educador?
Se acumulan las preguntas en la mente del lector. El autor es incapaz de prever la batería de cuestiones que despierta un capítulo dedicado a lo espiritual en la educación, pero entiende que su función radica no sólo en ofrecer algunas respuestas al lector, sino en conducirlo a nuevas preguntas, a territorios inexplorados.
De entrada, puede resultar artificial, incluso un contrasentido, unir el vocablo educación con espiritual. Para algunos, esta asociación de palabras despierta muchas sospechas y suspicacias, recuerdos de infancia no precisamente agradables. Ello se debe, en parte, al concepto extremadamente limitado de educación y de espiritualidad que subsiste en el imaginario colectivo.
Como trataré de mostrar a lo largo del libro, educar es despertar a la persona, acompañarla para que adquiera el máximo nivel de consciencia; consiste en desarrollar todo su potencial innato, ayudarla a ser lo que está llamada a ser. Aunque, frecuentemente, la palabra educar se ha utilizado como eufemismo para adoctrinar, dirigir, censurar, limitar, coaccionar o, simplemente, informar, me parece necesario aclarar desde el principio el significado que, cuanto menos, está en la mente de quien escribe este libro.
También la palabra espiritual es objeto de suspicacias y de incomprensiones. En oca...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. Prólogo
  7. I. Introducción: El estado de la cuestión
  8. II. Fundamentos
  9. III. Iniciación
  10. IV. Ejercicios prácticos
  11. Bibliografía
  12. Notas
  13. Colofón