Cantar de Valtario
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Cantar de Valtario

  1. 104 páginas
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Información del libro

Compuesto probablemente a finales del siglo x, durante el reinado del emperador Otón III, el Cantar de Valtario es una de las joyas más preciadas de la literatura latina medieval. Canta las hazañas de Walther o Valtario de Aquitania o de España, héroe del reino godo de Tolosa en los años oscuros de las invasiones germánicas, allá por el siglo v. Su autor fue, quizá, el monje Ekkehard I de San Gall (monasterio de la actual Suiza), nacido hacia 900 y muerto en 973. Pero poco importa quién sea su autor o el momento histórico en que fuera escrito, porque lo que cuenta es la fluidez mágica del relato y la atmósfera irreal que envuelve esta auténtica novela de aventuras trepidantes, tan sugerente y tan moderna que su lectura se convierte en una experiencia inolvidable. Con esta versión del Cantar de Valtario, Luis Alberto de Cuenca obtuvo el Premio Nacional de Traducción.

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Información

Editorial
Rey Lear
Año
2012
ISBN
9788493979904
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

IV

EL FUGITIVO VALTARIO como ya he dicho— caminaba de noche, y de día, adentrándose en lo más espeso de los bosques, atraía con maña a los pájaros y con maña los capturaba, cazándolos unas veces con liga y otras con horquillas de madera. Y cuando llegaba a un lugar por donde fluían ríos serpenteantes, arrojaba el anzuelo al agua, arrebatando al río la presa. De este modo, y sin escatimar esfuerzos, conseguía ahuyentar el tormento del hambre. Y durante todo el tiempo que duró la fuga, se abstuvo de trato carnal con la doncella el héroe digno de alabanza, el valiente Valtario.
Cuarenta veces ha completado el sol su giro desde que abandonó la corte de Panonia. Ese mismo día, cuadragésimo de la serie, llega al anochecer a orillas del Rin, allí por donde el río encamina su caudal hacia la ciudad de Worms, espléndida sede real. Con los peces que lleva en las alforjas paga Valtario el pasaje al barquero y, una vez en la otra ribera, prosigue velozmente u camino.
Apenas había disipado el nuevo día las negras tinieblas, cuando el barquero se dirigió a la ciudad antes mencionada y llevó al cocinero mayor del rey los peces que le había dado el viajero. Una vez cocinados, se los presentaron al rey Guntario, quien se quedó estupefacto al verlos y dijo desde su alto sitial:
—Jamás se han visto en Francia peces de esta especie. Pienso que deben proceder de un país extranjero. Dime inmediatamente quién te los ha proporcionado.
El cocinero respondió que se los había dado un barquero, y el rey ordenó que condujesen a aquel hombre a su presencia. Una vez llegado el barquero e interrogado acerca del asunto, expuso pormenorizadamente lo sucedido:
—Ayer por la tarde me encontraba yo a orillas del Rin cuando vi que a buen paso se acercaba un caminante armado como un guerrero antes de la batalla. Estaba, ¡oh rey glorioso!, totalmente cubierto de bronce; avanzaba con el escudo embrazado y empuñando una resplandeciente lanza. Su aspecto era el de un fuerte paladín y, aunque llevaba encima un peso formidable, su marcha era ligera y desenvuelta. Lo seguía de cerca, tanto que con el pie rozaba su pie, una joven de extraordinaria belleza, sujetando la brida de un robusto caballo que llevaba en el lomo dos arcas de tamaño considerable. Sacudió la cabeza el noble bruto, levantando a la vez, dobladas, las soberbias patas delanteras, y de las arcas surgió un sonido como de oro y piedras preciosas entrechocándose. Ya en la ribera, el héroe me pagó el pasaje con estos peces.
Al oír Haganón estas palabras —estaba sentado a la mesa—, exclamó lleno de alegría:
—¡Alegraos conmigo, porque sé quién es ese hombre! Mi compañero Valtario ha regresado del país de los Hunos.
Jubiloso ante tal explicación, el rey Guntario grita, y toda la corte lo aclama:
—¡Alegraos conmigo, porque he vivido lo bastante para ver esto! El tesoro que Gibicón tuvo otrora que enviar al rey del Oriente, ahora el Todopoderoso me lo ha vuelto a traer a mi reino.
Dicho esto, apartó la mesa con un pie, se levantó y mandó que le trajeran su caballo con la tallada silla de montar puesta. Entonces escogió de toda la tropa a doce bravos guerreros, famosos por su fuerza y por su coraje. Entre ellos estaba Haganón, quien, recordando la fe jurada a su compañero Valtario, intentó en vano disuadir a su señor de semejante empresa. Pero el rey persistió en sus planes, apremiando así a sus campeones:
—No os tardéis, mis valientes. Ceñíos la espada a vuestros recios talles y ajustaos la escamosa coraza al pecho. ¿Acaso es justo que ese hombre sustraiga tan valioso tesoro a los Francos?
Y, completamente armados —era el rey quien los aguijaba—, salieron en tu busca, Valtario, con ánimo de arrebatarte, como a un cobarde, tus riquezas. De mil maneras trató Haganón de impedir la marcha, pero el rey, funestamente, no quiso avenirse a razones ni renunciar a sus designios.
Entretanto el magnánimo héroe se alejaba del río y penetraba en la espesura de unos montes que ya entonces se llamaban Vosgos: una floresta inmensa, refugio de innumerables fieras, acostumbrada al eco de los trompas y de los perros de los cazadores. Dos cumbres vecinas se alzaban en aquel paraje; entre ambas existía una amena, aunque angosta, gruta silvestre, no excavada en la tierra, sino formada por yuxtaposición de rocas. Se diría pensada para dar cobijo a sanguinarios ladrones. Alrededor el suelo estaba tapizado de verdura. Apenas vio la cueva, dijo el joven:
—Aquí, entremos aquí. Es un lugar idóneo para acampar y dar reposo a nuestros agotados cuerpos.
Desde que huyó del país de los Ávaros no había podido dormir más que apoyado en el escudo y con los ojos entreabiertos. Ahora por fin puede despojarse de las pesadas armas y abandonarse en el regazo de la doncella, a la que dice:
—Vigila atentamente, Hildegunda, y, si ves levantarse una nube de polvo en lontananza, házmelo saber mediante un leve roce, para que vuelva a ponerme en pie. Y aunque la tropa que veas avanzar sea muy numerosa, procura no despertarme bruscamente, querida mía. Desde aquí tu mirada abarca una gran extensión de terreno. No dejes de advertirme del menor movimiento que percibas.
Dijo, y se le cerraron los ojos, y por fin disfrutó del sueño, tan largamente deseado.
Cuando Guntario descubrió las huellas del fugitivo, espoleó cruelmente a su caballo y, exultando vanamente en su corazón, gritó a sus hombres:
—Apresuraos, valientes. Pronto le daremos alcance. Ya no puede escapársenos. Tendrá que devolvernos el tesoro robado.
El glorioso Haganón le dirigió a su vez estas palabras:
—¡Oh fortísimo rey! Una cosa tan sólo voy a decirte: si hubieras visto, como yo, a Valtario en el campo de batalla; si lo hubieras visto, como yo, arder de furia en medio de la matanza, estoy seguro de que no pensarías que es tan fácil arrebatarle el tesoro. Yo lo vi conducir los ejércitos de Panonia en campañas guerreras contra pueblos del Norte o países meridionales. Era siempre Valtario quien, resplandeciente de coraje, infundía terror en el enemigo y admiración en las filas propias. El que se enfrentaba con él veía sin tardanza el Tártaro. Puedes creerme, ¡oh rey!, y vosotros, camaradas, porque he sido testigo de su fuerza al enderezar el escudo y del ímpetu sin igual con que arroja la lanza.
Pero Guntario, obcecado, se mantuvo en su decisión. Ya estaban cerca de la gruta.
Aguzando la vista desde lo alto de la montaña, Hildegunda ve alzarse una gran polvareda y distingue jinetes en lontananza. Con toque ligero despierta a Valtario, quien, levantando la cabeza, inquiere si alguien se aproxima. Ella le responde que una pequeña tropa se acerca velozmente desde lejos.
Liberando sus ojos de las tinieblas del sueño, el héroe reviste de hierro sus arrecidos miembros, coge el pesado escudo y la lanza y, franqueando de un salto el umbral de la cueva, corta el aire vacío con sus armas. De este modo se prepara para el combate, que se anuncia duro y amargo. Cuando la mujer ve que se aproximan más y más las brillantes lanzas, dice, embargada por el terror:
—¡Son los Hunos!
Y triste se desploma, mientras añade:
—Mi señor, te suplico que me cortes el cuello con tu espada. Que, si no he sido digna de que nuestro pacto matrimonial se consume, no estoy dispuesta a ser de otro hombre.
Responde el joven:
—¿Mancharme yo con tu sangre inocente? ¿Cómo podría esta espada derribar a mis enemigos si no respetara la vida de amiga tan leal? ¡Lejos de mí atender a tus ruegos! Que el terror abandone tu alma. Aquel que me ha librado hasta hoy de tantos peligros no dudo de que me ayudará también ahora a confundir a nuestros adversarios.
Dicho esto, alza la vista y continúa:
—No son los Ávaros quienes se acercan, sino esos fanfarrones de los Francos, que habitan este país.
Reconoce entonces el yelmo de Haganón y, sonriendo, dice
—Viene con ellos Haganón, mi viejo amigo y compañero.
Acto seguido, el héroe se situó en la entrada de la gruta y, volviéndose hacia la mujer, que estaba en el interior, le dijo:
—Aquí, en la entrada de la cueva, pronuncio este soberbio juramento: a su regreso, ninguno de esos Francos podrá jactarse impunemente ante su esposa de habernos arrebatado un ápice de tan rico tesoro.
Apenas hubo dicho esto, cayó en tierra, pidiendo perdón por el juramento. Volvió luego a ponerse en pie y miró con cautela a sus enemigos:
—De los que veo no temo a ninguno, excepción hecha de Haganón, que conoce mi manera de combatir y es muy hábil y diestro con las armas. Si con la ayuda de Dios consigo darle adecuada réplica, ten por seguro, Hildegunda, novia mía, que saldré sano y salvo de esta batalla.
Cuando vio Haganón a Valtario, así apostado en la entrada de la cueva, se dirigió a su arrogante rey con estas palabras:
—Señor, no ataques sin más a ese hombre. Envía primero mensajeros que se informen acerca de su linaje y de su patria, que averigüen su nombre y de dónde viene, que le ofrezcan la paz sin derramamiento de sangre a cambio del tesoro. Por sus respuestas sabremos quién es, y, si es Valtario, tal vez se someta a la dignidad de un monarca como tú, pues prudencia no le falta.
El rey mandó ir a un guerrero llamado Camalón, a quien la ilustre Francia había enviado a la ciudad de Metz como gobernador y que había llegado con ricos dones a la corte un día antes de que el soberano se enterase de todo esto. A rienda suelta vuela y, semejante al rápido Euro, atraviesa pronto el espacio que lo separa del joven, que lo aguarda a pie firme, y le espeta:
—Hombre, dime, ¿quién eres? ¿De dónde v...

Índice

  1. PRÓLOGO
  2. DEDICATORIA DE GERALDO
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. NOTAS