El despliegue de Europa. 1648-1688
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El despliegue de Europa. 1648-1688

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El despliegue de Europa. 1648-1688

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El periodo que abarca desde 1648 hasta 1688 a menudo se malinterpreta como una época de calma y estabilidad en la que las monarquías se vieron obligadas a recuperar sus posiciones después de una convulsa primera mitad de siglo de guerras dinásticas y tumultos sociales. En realidad, los retos políticos a los que se enfrentaron las grandes monarquías no fueron menores que los de sus antecesoras: la amenaza otomana, los disturbios y conflictos desde las fronteras tanto en Ucrania como en los Cárpatos, la tendencia expansionista francesa o las disputas por el dominio de los imperios comerciales de ultramar estuvieron presentes a lo largo de todo el periodo. Durante la segunda mitad del siglo xvii, el Viejo Mundo fue atravesado por tensiones políticas y guerras que se fueron salvando con una frenética actividad diplomática y tratados que fueron configurando el equilibrio de poder.J. Stoye, prestigioso modernista de Oxford, relata de forma magistral todas estas cuestiones, pero sin reducir la historia de Europa a las intrigas palaciegas y a los centros de poder que decidían el destino político de los pueblos. Asimismo, el autor muestra cómo la diversidad y la vitalidad de la ciencia y la cultura europeas, a pesar de los incesantes estragos de la guerra, la peste y el hambre, arcarían el recorrido que el conocimiento y el arte seguirían durante los siguientes siglos.

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Información

Año
2018
ISBN
9788432319266
Categoría
Historia
XI. LA INQUIETA CALMA DE EUROPA OCCIDENTAL (1678-1688)
LA ECONOMÍA EN ESPAÑA E INGLATERRA
Sorprendentemente, aquella fue una década de paz en la Europa occidental. Mientras la lucha lo eclipsaba todo, a lo largo del Danubio, los gobiernos aquí casi siempre podían o preferían negociar. Una corta guerra separó a Francia y a España en 1683-1684, los daneses expulsaron de sus tierras al duque de Holstein-Gottorp, y en 1686 pusieron sitio a Hamburgo. Aquellos acontecimientos causaron gran alarma, pero la tendencia a la contención solía mostrarse más fuerte, como si el impulso en favor de la paz hubiera alcanzado, al fin, cierta importancia. El poderío de Luis XIV le permitía proseguir la expansión francesa hacia el Rin, simplemente mediante la amenaza de la fuerza, sin tener que emplearla. La paz dependía también del tiempo de vida de Carlos II, que ahora había superado ya la infancia y la adolescencia. En el marco de la inestable organización facilitada por los recientes tratados, la sociedad se veía libre de la pesa­di­lla de las campañas anuales. Otros problemas de la más varia índole absorbían plenamente sus energías y sus reservas de talento.
En España, una serie de malas cosechas y de terribles epidemias convirtió los años 1677-1688 en una dura y triste prueba. En Cataluña, que contaba con la más vigorosa de las economías regionales, muchas parroquias rurales eran diezmadas por los incrementos de los índices de mortalidad hasta el final del siglo. Entre 1677 y 1685, los informes que llegaban al Consejo de Hacienda de Madrid describían el efecto del hambre y de las enfermedades en provincias muy distantes. Ciudades importantes perdían, de pronto, un gran núme­ro de habitantes, y, en consecuencia, de trabajadores y contribuyentes. En 1678, las primas sobre la plata y las mejores monedas en circulación subieron también a un nivel sin precedentes. Un vertiginoso aumento en el costo de la vida provocó demandas populares en favor de la deflación, que por una vez coincidía con las propias necesidades del gobierno. En 1680, un decreto cortaba las primas sobre la plata y desmonetizaba las piezas acuñadas con algún contenido de plata. El resultado fue una caída de los precios que causó aún más trastornos que la inflación precedente. Esto coincidía con el peor clima y con las epidemias más terribles. Tras una fase de caos monetario, ulteriores decretos aceptaban más altas primas para la plata, mientras las condiciones climáticas mejoraban. Pero, durante los primeros años de la década que siguió a 1680, la dureza de aquella «crisis de Castilla» difícilmente puede ser exagerada.
En dramático contraste, Inglaterra y Escocia se elevaban a un superior nivel de prosperidad, en uno de los decisivos avances económicos del siglo. Los negocios experimentaron enormes beneficios cuando Carlos II de Inglaterra se retiró de la guerra contra Holanda, dejando que holandeses y franceses continuasen la lucha. El comercio de paños ingleses cobró nueva vida. La marina y el comercio ingleses alcanzaron gran florecimiento. Los ingleses eran neutrales en medio de un mundo en guerra, y pagaban los más bajos impuestos de un país en paz. Esta expansión se hizo más lenta a partir de 1678, pero había recibido un estímulo en el momento más favorable posible. El comercio interior se ampliaba constantemente, y, a pesar de la renovada competición ultramarina, los beneficios del comercio exterior serían, en el futuro, mayores que en el pasado. Los signos de depresión en la industria de los paños se debían, en parte, a las crecientes importaciones textiles realizadas por la Compañía de las Indias Orientales, que pagaba magníficos dividendos. Las reexportaciones de las Indias Occidentales y de las colonias americanas aumentaron. Incluso durante los trastornos políticos de 1678-1681, hubo grandes incrementos en el volumen de moneda en metálico, el crédito se extendió, y las cuotas de interés predominantes descendieron. Y, mientras las clases más ricas, aparentemente, gastaban más y ahorraban más que en cualquier periodo anterior, el máximo beneficio de aquella nueva prosperidad lo obtenía el gobierno[1]. Los ingresos por derechos de aduana y por impuestos de consumo aumentaron automáticamente con la expansión de los negocios, y las deudas de la Corona se redujeron.
La inquietud en Inglaterra con posterioridad a 1678 y el papel de Inglaterra en Europa deben situarse sobre aquel fondo de actividad económica, con un dirigente más preocupado por la solvencia que antes. Aún no se había secado la tinta del tratado franco-holandés, cuando se hicieron revelaciones de un «complot papista» para asesinar a Carlos, y el declarado propósito de su hermano de establecer lo que lord Shaftesbury denominaba «una forma de gobierno militar y arbitraria» encendió un apasionado debate. Desa­pa­reció toda esperanza de que el Parlamento votase subvenciones ex­traordinarias para sostener las nuevas tropas reclutadas por Dan­by; la paz en Europa eliminaba la excusa que podría justificar los aumentos en los gastos. Por otra parte, Carlos tenía ahora suficientes rentas y créditos para privar al Parlamento del poder de obligarle en cuestiones constitucionales, quitándole las provisiones. Tres elecciones generales en dos años dieron como resultado mayorías que votaron en favor de la exclusión de Jacobo de la sucesión. Prorrogándolas o disolviéndolas, el rey limitaba las sesiones a marzo-mayo de 1679, de octubre de 1680 a enero de 1681, y a una semana en marzo del mismo año. No hubo más parlamentos durante su reinado. Desde 1681, las subvenciones francesas aumentaron moderadamente las rentas del rey, pero lo decisivo fue el incremento de la renta normal. Si Carlos evitaba dispendiosos enredos en el extranjero, podría conservar la monarquía hereditaria de los Estuardo en el país. Su inactividad, además, contribuía a preservar la paz general en Europa. Era mucho más difícil para cualquiera comenzar a proyectar un nuevo desafío a Luis XIV, si no podía conseguirse, a ningún precio, el apoyo inglés.
Evidentemente, la inquietud en Inglaterra tenía otras y más pro­fundas implicaciones. Al principio, la cuestión radicaba en determi­nar si las críticas a la corte triunfarían con su punto de vista de que la política del rey ponía en peligro toda la constitución. A partir de 1681 se volvieron las tornas, y la cuestión consistía en saber si un porcentaje suficiente de la población aceptaba el punto de vista de que la oposición a la corte ponía en peligro a la sociedad misma, porque atentaba contra el propio principio de autoridad, que salvaguardaba la propiedad y el orden. Muchos ingleses se inclinaban a compartir las opiniones de los franceses después de la Fronda. Aceptaban la doctrina de la necesaria obediencia a un soberano que no debía ser discutido. Y entonces tampoco podía serlo. Shaftesbury no pudo mantener su posición en Londres, en 1682, y huyó a Ámsterdam, donde murió. El complot de la Rye House fracasó en 1683, y personajes tan inocuos como lord Russell y Algernon Sidney fueron ejecutados con los verdaderos conspiradores: el gobierno, al fin, se atrevía a poner su mano sobre miembros de la nobleza protestante que se habían atrevido a desafiarle. Los levantamientos capitaneados por Monmouth y por Argyll fracasaron en 1685, tras haber sucedido Jacobo a Carlos, sin el menor esfuerzo. La autoridad real se elevó aún más, y la posición de sus críticos parecía declinar rápidamente. Constituyó un signo de los tiempos el hecho de que entonces se imprimiesen los manuscritos de sir Robert Filmer, compuestos cuarenta años antes para defender la monarquía absoluta y la obediencia incondicional; alcanzaron una enorme popularidad. Otro signo fue el de que John Locke no se arriesgó a pu­blicar sus propios tratados contra Filmer, ni siquiera desde su refugio en Holanda. En Inglaterra se restableció la censura, un instrumento de control como la renovación de las corporaciones municipales, la depuración de los jueces de paz y de los oficiales de la milicia, y el despi­do de jurados. Todos estos hechos reunidos hacían pensar a algunos observadores que Inglaterra (con Escocia e Irlanda) estaba incorporándose ahora al movimiento europeo hacia la autocracia, imitando ejemplos sólidamente implantados en Francia y en Dinamarca, y paralelamente a otra gran potencia, Suecia, que recorría el mismo camino en el mismo momento, bajo el rey Carlos XI.
LA SOBERANÍA EN SUECIA
En el otoño de 1680, la Cámara de los Lores, en Westminster, estimulada personalmente por Carlos, rechazó un proyecto de exclusión enviado por la Cámara de los Comunes. Una mayoría de los lores apoyaba al monarca contra los representantes elegidos del país. Precisamente entonces, en Estocolmo, el Riksdag entraba en las postrimerías de una discusión que terminó con una clara afirmación de la autoridad real en el Estado. Este golpe asestado a los intereses de los poderosos magnates obtuvo la aprobación popular. Allí nunca hubo una oportunidad o un intento de protesta armada, como en Inglaterra a partir de 1680.
La impresión de las derrotas por mar y por tierra, así como el esfuerzo bélico, habían desacreditado completamente al canciller De la Gardie. Los cuarteles del rey en el campo de batalla durante la lucha se convirtieron en un efectivo centro de gobierno, y, poco a poco, privaron de su poder a los consejos de Estocolmo. Después de la guerra, sus oficiales, naturalmente, querían fortalecer las defensas suecas. Tenían planes ambiciosos respecto a una nueva base en Landskrona para proteger Scania, y a una nueva base naval en Karlskrona para controlar la ruta marítima de Pomerania. Aseguraban que la debilidad financiera tenía la culpa de una gran parte de las dificultades de sus tropas y de sus barcos, y censuraban a los políticos que estaban en el poder, dando por sentado que los recursos del gobierno habían enriquecido escandalosamente a hombres influyentes desde la muerte de Carlos X, en 1660. Querían servirse de una comisión investigadora para recuperarlos. Era un procedimiento no muy diferente del tribunal de Luis XIV de 1661, que sentenció a Fouquet y redujo las deudas de la Corona. Por último, los que se hallaban próximos al rey decidieron también presionar en favor de la radical solución de su problema, apoyados por el propio Carlos X antes de 1655 (véase supra, en el cap. V, «Rentas e impuestos en los Países Bálticos»): una reasunción al por mayor de las rentas de la tierra perdidas por la Corona. Contaban con la aprobación de un buen número de grandes nobles que se habían opuesto siempre a De la Gardie en el Consejo de Estado.
El Riksdag se abrió el 5 de octubre, y el almirante Hans Wacht­meister lanzó inmediatamente un reto, sugiriendo que el deseo de Su Majestad de mejorar la flota dependía de unas finanzas sanas en el futuro, y, por lo tanto, de una severa investigación sobre la mala administración del pasado. Los comentarios en la Casa de los Nobles fueron muy limitados, y en seguida Carlos XI eligió su «Gran Comisión» de treinta y seis nobles y oficiales. Aquella comisión trabajó durante dos largos años, examinando un mar de papeles para calcular cuánto habían ganado determinados políticos por salarios excesivos, concesiones, expropiaciones y préstamos en condiciones fáciles, desde 1660, y para descubrir quiénes habían votado la aprobación de aquellas transacciones en el Consejo de Estado. Era una investigación política, no judicial; algunos que aún tenían influencia, o parientes con influencia, se libraron fácilmente. El dictamen de la comisión en el sentido de que se debían a la Corona cuatro millones de daler, gastados indebidamente, fue, con toda probabilidad, un golpe más duro para las 118 familias afectadas, sobre todo personas que llevaban los apellidos de Brahe, Wrangel o De la Gardie, que la reasunción de las tierras de la Corona.
Esta segunda política surgió también del Riksdag de 1680. Muchos nobles habían aceptado la Gran Comisión como una especie de pararrayos, con el fin de impedir medidas más radicales. Pero los diputados campesinos, fuertemente respaldados por el clero y por los burgueses, querían la «reasunción», de la que ellos creían que sería la única alternativa eficaz a unos impuestos intolerablemente opresivos en el futuro. Su gran petición de 23 de octubre fue, sin duda, bien recibida por algunos hombres próximos al rey. Ahora comenzaba una batalla más importante, mientras una confusión de discursos ponía al descubierto el choque de intereses fundamentales. En la Cámara de los Nobles, Wachtmeister intervenía con una demanda en favor de la reasunción de todas las concesiones reales de tierra anteriores, exceptuadas las que no excediesen de unos «pocos cientos» de daler de renta anual. La oposición replicó con un fuerte memorándum, el 2 de noviembre. Esto y la petición del 23 de octubre son las más claras expresiones del antagonismo de clases en la Suecia del siglo XVII. Los reformadores repetían lo que se había dicho en 1650. La fortuna de los ricos, en su mayor parte, pertenecía legítimamente a la Corona. Los pobres habían ido haciéndose más pobres, y no podían pagar los impuestos porque los grandes personajes se habían adueñado de la tierra, que era de donde, en épocas anteriores, se sacaba para pagar los impuestos sustanciales. Contra ellos, se sostenía que la Corona había entregado sus tierras y sus impuestos para pagar sus deudas, de modo que los acreedores tenían derecho, según la ley, a aquellas compensaciones. La disputa continuó durante cerca de tres semanas. El descrédito del régimen de De la Gardie debe de haber pesado mucho en las filas de la nobleza menor, que solo podía esperar beneficios, sobre todo mejores y más puntuales remuneraciones de un gobierno más fuerte y más rico. Estos siguieron a Wachtmeister y apoyaron a los no privilegiados. Otros sabían que toda política radical perdía su incisivo filo con el paso del tiempo: la corrupción de los administradores, la resistencia pasiva, las dificultades de decisión, las pérdidas de documentos, la simple inercia, todo tendería a salvaguardar los intereses individuales. Otros renunciaban a oponer resistencia a los portavoces que eran servidores del rey, o temían a los trastornos agrarios, mientras sus fortunas privadas se hallaban en precaria situación tras la prolongada guerra. En consecuencia, mediante una moción sencillamente redactada, que en modo alguno ocultaba la importancia de la decisión, los nobles reconocían que todos los condados, baronías, antiguas propiedades reales, juntamente con todas las donaciones que alcanzaban a una renta anual superior a los 600 daler, estaban de nuevo a disposición de la Corona. Inmediatamente, las personas nombradas por Carlos para su «Comisión de Reasunción» comenzaron su hercúleo trabajo para elaborarlo en todos sus detalles y obligar a su cumplimiento.
Simultáneamente, se comprobó que no podía evitarse una discusión de doctrina constitucional. ¿Autorizaban las leyes del reino al rey o al Riksdag a poner en tela de juicio las facultades del Consejo de Estado, cuando estas habían sido ejercidas desde 1660? Algunos oradores de la Cámara de los Nobles, evidentemente, esperaban obstaculizar a la Gran Comisión planteándole aquella cuestión de principio. Los militantes, en consecuencia, necesitaban una disposición que justificase la aspiración de la Corona a gobernar y a elegir libremente a sus consejeros. Un comité de los cuatro Estados –nobles, clero, burgueses y campesinos– redactó una declaración que, en su forma final, investía de soberanía solamente al rey, y que utilizaba expresiones tomadas, en parte, de los teóricos europeos del absolutismo. En el marco sueco, la declaración significaba que el rey no estaba sometido a disposiciones constitucionales anteriores y que solo él decidía los miembros y las facultades del Consejo. Una formidable salvaguardia de la posición de los magnates en el gobierno había sido desmontada cuando los miembros del Riksdag fueron despedidos. El Riksdag, como institución, conservó intactos sus poderes, pero, en la práctica, estos irían dejando paso cada vez más libre a la voluntad real.
Aquello era solamente el entremés de lo que luego seguiría. Cuando el Riksdag volvió a reunirse, en 1682, hacía falta más dinero. Categorías adicionales de la propiedad agrícola cayeron también dentro del derecho de reasunción del rey. El derecho constitucional era mejor comprendido que en 1680, según demostraban los debates. Si los derechos del rey fuesen absolutos, todos los derechos de propiedad resultarían vulnerables. Si eran limitados, no solamente la seguridad del reino, sino también los intereses de los no privilegiados, podían verse amenazados. Triunfó la causa de la monarquía. Se impusieron nuevos y pesados tributos a todas las clases. Los burgueses, los campesinos y el clero protestaban, pero casi más importante que eso era que los nobles fuesen gravados con nuevos impuestos, cuando la Corona les quitaba tierras afectadas por la reasunción. Además, Carlos, con su constante interés por la defensa, ya había planteado la cuestión del reclutamiento militar. Alarmó al Riksdag proponiendo que cada provincia aceptase una obligación concreta de mantener un regimiento de infantería, formado mediante un nuevo método de reclutamiento. Los diputados campesinos de regiones lejanas de Estocolmo debieron de darse cuenta entonces, con natural inquietud, de que la autoridad central iba haciéndose cada vez más rigurosa, aunque estaba pasando ya el tiempo en que los señores podían librar del servicio militar a sus propios empleados, mientras otros entraban en la leva.
La actividad del gobierno alcanzó a muchos campos durante los quince años siguientes, con varia fortuna. Sus métodos eran siem­pre implacablemente autocráticos. Mientras los Riksdags de 1685, 1689 y 1693 aceptaban dócilmente las demandas reales, Carlos y sus funcionarios desplegaban una energía administrativa que difícilmente puede compararse con ninguna otra de Europa en aquella época. Se reunían comisiones para reformar la ley. Publicaron un nuevo libro de salmos y un nuevo catecismo. En cuanto a la reasun­ción de las tierras reales, funcionarios ambulantes, con copias de todos los documentos de interés, hacían detalladas investigaciones en todas las provincias, de modo que, poco a poco, los ingresos del gobierno se vieron incrementados por la recuperación de los distintos tipos de las propiedades afectadas. En Suecia y en Finlandia, la reasunción total ascendía a unos 700.000 daler cuando Carlos murió en 1697, aproximadamente un tercio del producto anual de aquellos países. La administración económica, con el pago puntual de los salarios, se convirtió en la característica de la hacienda pública sueca. Las conquistas finales en Bremen, en Pomerania y en las tierras del Báltico fueron ligeramente superiores, y mantenían las organizaciones militares de ultramar. Al contrario que Gustavo Adolfo o que los príncipes alemanes, al contrario que De la Gardie y que los reyes de Dinamarca, Carlos XI no dependía de las subvenciones de las potencias occidentales para el pago de sus tropas; pero su diplomacia, en consecuencia, era más prudente. Tras la re­cuperación de aquellas antiguas donaciones, su burocracia realizó luego nuevas inspecciones a fin de revisar las cédulas de impuestos de los campesinos y de fijar las cifras para arrendar las tierras de la Corona en condiciones beneficiosas. En 1681, un nuevo inspector general en Latvia empleó a treinta ayudantes (incluidos estudiantes de la Universidad de Upsala) y treinta suboficiales elegidos de la guarnición de Riga. Medían las fincas y calculaban el volumen de las cosechas en relación con las siembras, así como registraban las cifras del ganado y de los hombres. La asombrosa riqueza estadística de sus trabajos en las provincias bálticas tenía su equivalente en las meticulosas inspecciones cartográficas suecas de Pomerania en los últimos años del siglo.
Las autoridades de Estocolmo prestaban especial atención a Sca­nia. La vieja política conciliatoria estaba en quiebra, desacreditada por la reciente guerra y por bandas francotiradoras de simpatizantes daneses que seguían la lucha, aun cuando la guerra había terminado ya. Carlos deseaba una completa sujeción de aquel comprometido país. Quería introduci...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Prefacio a la primera edición
  5. Prefacio a la segunda edición
  6. Mapas
  7. Cuadros dinásticos
  8. I. Una nueva estabilidad en el centro
  9. II. Las crisis de la Europa oriental
  10. III. El eclipse de Francia
  11. IV. La supervivencia de España
  12. V. La situación del Norte
  13. VI. Los ensayos menores de autocracia
  14. VII. El gran ensayo: Francia
  15. VIII. El espíritu europeo (1640-1670)
  16. IX. La diplomacia y la guerra de Luis XIV (1660-1680)
  17. X. El imperio otomano y su efecto sobre Europa (1672-1688)
  18. XI. La inquieta calma de Europa occidental (1678-1688)
  19. XII. Epílogo: el engranaje de 1688
  20. Bibliografía