9
LA LIBERTAD GUÍA AL PUEBLO
Aquella misma primavera, la China oficial estaba en plena cuenta atrás para los Juegos Olímpicos de 2008 en Pekín, y el fervor era casi religioso. El partido hizo instalar otro reloj gigante al lado de Tiananmén para que fuera contando los segundos que faltaban para la inauguración, y la ciudad fue empapelada de punta a punta con un eslogan que apelaba a la unidad por encima de todo: «Un mundo, un sueño».
Una mañana salí de casa y me encontré a dos trabajadores municipales que estaban embadurnando de cemento la pared de ladrillo exterior de mi vivienda. Grandes sectores de la ciudad estaban siendo demolidos o bien restaurados a fin de crear un limpio y moderno telón de fondo para los juegos. Los trabajadores habían dado una capa fina de cemento y armados de regla y plomada estaban dando forma a líneas y esquinas. Tardé un momento en comprender que en realidad estaban dibujando falsos ladrillos nuevos encima de los viejos ladrillos de verdad. En la pared del callejón, mirando hacia mi puerta, se veía un descolorido grafiti de cuando la Revolución Cultural; sus grandes caracteres proclamaban: ¡VIVA EL PRESIDENTE MAO! Un par de pasadas con la llana, y el Gran Timonel desapareció bajo el cemento fresco.
El ansia de perfección se amplió a la carrera por las medallas. Funcionarios de deportes habían garantizado conseguir más oros que nunca, gracias a un plan a largo plazo bautizado como «Esquema general para conseguir triunfos en los Juegos Olímpicos, 2001-2010». Entre otras cosas, el plan incluía el llamado Proyecto 119, una campaña para ganar más medallas de oro en los eventos más competitivos del verano. (Según la lista, el número de medallas ascendía a 119.) No había margen para el error. Cuando los organizadores buscaron una chica para que cantara un solo en la ceremonia inaugural, no consiguieron dar con la combinación perfecta de voz y estética, de modo que hicieron un invento: enseñaron a una niña a hacer playback con la voz de otra. Un proveedor de carne de cerdo dijo que estaba mimando especialmente a sus animales para asegurarse de que la carne engordada a base de hormonas no hiciera dar positivo a los atletas chinos en las pruebas antidopaje… pero consiguió que muchos compatriotas suyos empezaran a preguntarse por el cerdo que comían ellos. Al final, el comité olímpico de Pekín tuvo que publicar una «Aclaración sobre informaciones relativas al cerdo olímpico», denunciando que se trataba de «exageraciones y falsedades».
Cuanto más se obsesionaban los organizadores olímpicos, más cosas veían que escapaban a su control. El relevo de la antorcha olímpica, recorrido que China llamó «el Viaje de la Armonía», iba a atravesar seis continentes, subir a la cumbre del Everest e involucrar a un total de 21.888 corredores, un récord histórico. La prensa china bautizó la antorcha como Llama Sagrada y dijo que, una vez la hubieran encendido en Olimpia, no se extinguiría hasta cinco meses después, ya en Pekín. Por la noche o a bordo de un avión, cuando la antorcha no podía ser portada, una serie de farolillos mantendría la llama encendida.
El 10 de marzo, poco antes de la fecha prevista para el inicio del Viaje de la Armonía, varios centenares de monjes budistas llevaron a cabo una marcha en Lhasa, la capital del Tíbet, exigiendo la puesta en libertad de compatriotas detenidos por celebrar que el gobierno de Estados Unidos hubiera concedido al dalái lama la medalla de oro del Congreso. Docenas de monjes fueron arrestados, y la subsiguiente manifestación de protesta del 14 de marzo degeneró en los peores disturbios producidos en el Tíbet desde los años ochenta; once civiles de etnia han y un tibetano perecieron quemados tras esconderse en edificios a los que unos alborotadores habían prendido fuego, y un policía y seis civiles perdieron la vida a consecuencia de palizas u otras causas, según la versión del gobierno. El dalái lama apeló a la calma, pero el gobierno chino dijo que la revuelta había sido «premeditada, planeada e incitada por la camarilla del dalái». Fuerzas de seguridad irrumpieron en la capital con vehículos blindados para controlar la situación, y las redadas subsiguientes dieron como fruto centenares de detenidos. Grupos de exiliados tibetanos afirmaban que ochenta compatriotas suyos fueron asesinados como resultado de las drásticas medidas de represión, tanto en Lhasa como en otras poblaciones, cosa que el gobierno chino negó.
La antorcha fue pasando por Londres, París y San Francisco, y cada vez eran más numerosas las manifestaciones contra la represión en el Tíbet, hasta el punto de que los organizadores hubieron de apagar la llama o cambiar de ruta para evitar abucheos y protestas. Ciudadanos chinos, sobre todo jóvenes que estudiaban en el extranjero, respondieron a las críticas con furia inusitada. Cuando la antorcha llegó a Corea del Sur, hubo altercados y enfrentamientos entre chinos y manifestantes rivales. Dentro de China, millares de personas se manifestaron frente a tiendas Carrefour, la cadena francesa de supermercados, en represalia por lo que consideraban solidaridad de Francia con los activistas pro tibetanos. Charles Zhang, doctorado por el MIT y director general de Sohu, uno de los principales portales chinos de internet, propuso un boicot a productos hechos en Francia «para que los muy tendenciosos medios de comunicación franceses y su opinión pública sepan lo que es la pérdida y el dolor».
Los medios dirigidos por el Estado recurrieron al lenguaje de épocas anteriores. Cuando la presidenta de la Cámara de Representantes estadounidense Nancy Pelosi denunció el trato de China hacia el Tíbet, Xinhua la llamó «persona repugnante». La revista Outlook Weekly advirtió de que «fuerzas hostiles tanto nacionales como extranjeras han hecho de las Olimpiadas de Pekín un foco de infiltración y sabotaje». El secretario del Partido Comunista para el Tíbet calificó al dalái lama de «lobo con piel de cordero, un monstruo de rostro humano pero corazón de fiera». El anonimato de la Red de Redes favoreció la degradación del decoro. «¡A la gente que echa pedos por la boca les voy a hacer tragar la mierda por la fuerza!», comentaba alguien en un foro de un periódico estatal. «¡Que alguien me dé un fusil! ¡Con el enemigo, cero piedad!», escribía otro. Muchos chinos sintieron vergüenza ante tales exabruptos, pero a algunos periodistas extranjeros que habían empezado a recibir amenazas no les resultó fácil olvidar. En el fax que yo tenía en Pekín apareció una carta anónima con este mensaje: «Aclarad los hechos sobre China… o tú y tus seres queridos desearéis estar muertos».
Conforme aumentaban las protestas, dediqué un tiempo a peinar páginas web chinas en busca de nuevas e imaginativas muestras de patriotismo. La mañana del 15 de abril, apareció en el portal Sina un breve vídeo titulado «2008 ¡Levántate, China!». Nadie conocía el origen del vídeo: no había presentador ni narrador, y la única firma eran las iniciales CTGZ.
Era un documental de factura artesanal y empezaba con un retrato en tecnicolor del presidente Mao, de cuya cabeza partían unos rayos de sol. Al silencio del principio seguía una pieza orquestal con tambores a todo volumen mientras una pantalla negra dejaba ver, en chino y en inglés, uno de los mantras de Mao: «El imperialismo jamás abandonará la idea de destruirnos». Después pasaba al momento presente, con fotografías y fragmentos de informativos y toda una lista de conspiraciones y traiciones; las «farsas, triquiñuelas y catástrofes» a las que se enfrentaba la China de hoy: el mercado de valores chino en pleno declive (obra de especuladores extranjeros que «manipulaban salvajemente» los precios de las acciones chinas y engañaban a inversores novatos para hacerles perder todo su dinero); el comienzo de una «guerra de divisas» global, con la que Occidente pretendía «hacer que los chinos paguen el pato» de los problemas financieros de Estados Unidos.
Cambio de imagen: ahora alborotadores saqueando tiendas y armando camorra en Lhasa. Sobreimpresionadas, estas palabras: «¡Supuesta manifestación pacífica!». Un montaje de recortes de prensa extranjera criticando a China, todos ellos «ignorantes de la verdad» y «hablando con una misma y distorsionada voz». En la pantalla aparecían los logotipos de CNN, la BBC y otros medios informativos para dar paso a un retrato de Joseph Goebbels. La orquesta y la retórica caminaban hacia la secuencia final: «Evidentemente, detrás de todo esto hay un plan para rodear a China. ¡Una nueva guerra fría!». A renglón seguido, fotos de París y de manifestantes intentando arrebatar la antorcha olímpica de manos de su portador oficial, y de fuerzas de seguridad tratando de impedirlo. El documental terminaba con la imagen de una bandera china reluciendo al sol y esta solemne promesa: «¡Nos levantaremos y resistiremos siempre como una sola familia en armonía!».
El vídeo de CTGZ, que duraba poco más de seis minutos, captaba la atmósfera de nacionalismo reinante, y en su primera semana y media online recibió más de un millón de visitas y decenas de millares de comentarios favorables, alcanzando el puesto número cuatro en popularidad. (El número uno era un clip de un presentador de televisión bostezando.) El documental recibía un promedio de dos clics por segundo y se convirtió en el manifiesto de una supuesta vanguardia en defensa del honor de China, una patriótica franja de sociedad que los chinos llaman fen qing, «la juventud airada».
Me sorprendió que diecinueve años después de las manifestaciones en la plaza de Tiananmén, la élite joven se hubiera alzado otra vez, no para reclamar democracia sino en defensa del buen nombre de China. Nicholas Negroponte, fundador del Laboratorio de Medios del MIT y uno de los primeros ideólogos de la Red de Redes, había predicho que el ámbito global de internet cambiaría la manera de pensar que tenemos como países. El Estado, dijo, se evaporará «como una bola de naftalina, que pasa directamente del estado sólido al gaseoso». No había sido así en China. CTGZ me picaba la curiosidad. Junto al nombre, en la pantalla, había una dirección de correo electrónico. Resultó ser la de un tal Tang Jie, de veintiocho años, que estaba cursando un posgrado en Shanghái, y aquel era el primer vídeo que subía. Me invitó a que fuera a verle.
El campus de la Universidad Fudan, una de las principales del país, se expande alrededor de dos torres de acero y cristal de treinta plantas cada una, que podrían pasar por la sede de una gran empresa. Había quedado con Tang Jie en la puerta principal. Tang llevaba una camisa de vestir azul cielo, pantalón informal y zapatos negros de vestir. Tenía unos ojos castaño claro y rasgos de bebé, y lucía sendas sombras de bigote y perilla. Cuando me apeé del taxi, vino corriendo a saludarme e intentó pagar él la carrera.
Mientras paseábamos por el campus, Tang reconoció que se alegraba de tener una excusa para descansar de su tesis, que era sobre filosofía occidental. Se había especializado en fenomenología, más concretamente, en el concepto de la «intersubjetividad» según Edmund Husserl, el filósofo alemán que influyó mucho en Sartre, entre otros. Aparte de chino, Tang leía bien en inglés y alemán, pero no los hablaba con soltura, así que de vez en cuando pasaba del uno al otro. Estaba trabajando en el latín y el griego antiguo. Era tan discreto y hablaba con una voz tan suave, que a veces parecía estar susurrando. Todo él irradiaba seriedad; reía poco, como si estuviera ahorrando energías. Le gustaba escuchar música clásica china, aunque también le gustaban las comedias de enredo de Stephen Chow, la estrella de Hong Kong. Tang se ufanaba de estar fuera de onda. A diferencia de Michael Zhang, de Crazy English, él no había adoptado un nombre propio inglés. Su CTGZ era una adaptación de dos oscuros términos procedentes de la poesía clásica: changting y gongzi, que juntos quieren decir «hijo honorable en la pagoda». Así como otros estudiantes chinos de élite se habían afiliado al Partido Comunista, Tang no lo había hecho por temor a que su objetividad como intelectual pudiera ser cuestionada.
Tang había invitado a varios amigos suyos a almorzar con nosotros en el restaurante Fat Brothers Sichuan, y saliendo de allí subimos todos a su casa. Vivía ...