Irish Black
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Irish Black

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Cuando en 1588 un puñado de valientes españoles quedó encallado en Irlanda a la buena de Dios, por obra y gracia de una feroz tormenta, olvidados de los Tercios y de la Monarquía Imperial, la Invencible Armada nunca llegó a echarlos en falta. Pero nada ni nadie podía suponer que al cabo de los siglos, los descendientes de estos hispanos y de aquellas irish, llegarían a gobernar la Isla Verde y se convertirían en árbitros de una Europa que se hallaba en la antesala de la II Guerra Mundial. Irish Black pone en escena la preparación de la Operación Catalina, intento fallido de la Alemania de Hitler de invadir Gran Bretaña, con ayuda irlandesa, como parte imprescindible del dominio de Europa. Junto a personajes históricos, como el Premier irlandés, Éamon de Valera o el Jefe del Espionaje Militar Alemán, el todavía Vicealmirante Canaris, el autor de esta novela histórica recrea la lucha por el control de la Información de los distintos servicios de Inteligencia Europeos, representada por un simple agente del G2 irlandés, Ernesto Safeland (Ernesto Salvatierra), quien tratará de poner en jaque a Agencias tan reputadas como el MI5 inglés, el Abwehr alemán o el Deuxiéme Bureau francés.

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Información

Año
2012
ISBN
9788493962845

TERCERA PARTE: EUROPA, 1938






Se puede creer en las malas personas.
No cambiarán jamás.

William Faulkner

CAPÍTULO I. DUBLÍN


La situación internacional distaba mucho a una invitación al optimismo a mediados del año Treinta y Ocho. Sin embargo, los blacks tenían muy clara su función desde tiempos inmemoriales: el servicio estaba por encima de los acontecimientos y la máxima de actuar primero para preguntar después, no se había discutido durante los casi cuatro siglos que llevaban en circulación.
Ernest Safeland, por su parte, se hallaba en ese proceso de conversión que consiste a menudo en intentar descubrir lo que todo el mundo a su alrededor había pretendido conseguir sin éxito alguno; y es que una cosa es la lucha, y otra muy distinta, la victoria: a menudo había luchado sin vencer, y en alguna rara ocasión había ganado sin demasiada brega, pero últimamente, luchaba y perdía casi siempre, como la última vez en Londres, con lo que the boss no debía estar especialmente satisfecho con su trabajo.
El camino hacia Escocia desde el terruño irlandés le era tan conocido como el de su propia casa, pues desde tiempos inmemoriales la Calzada del Gigante había servido de nexo de unión entre Irlanda y Escocia, y viceversa; de hecho, cualquier navegante que se preciara de serlo, sería capaz de navegar desde Busmills hasta la isla de Staffa con los ojos cerrados: cuarenta mil columnatas del más puro basalto no podían extraviar a ningún lugareño a ambos lados de la costa; posiblemente no existía lugar alguno en el planeta con tantos faros sin necesidad de ninguna linterna, ya que sesenta millones de años era un tiempo más que razonable para la formación de esos tubos de órgano que debían orientar a tantos nautas gaélicos, sin que hubiera constancia desde tiempos del gigante Fionn de ningún naufragio entre los autóctonos en estas gélidas aguas. Por esta razón a Ernesto no le sorprendió lo más mínimo cuando aquella fresca y húmeda mañana primaveral, fue llamado a capítulo.
–La cosa está que arde, Ernest –le confió su nuevo jefe y sin embargo, todavía amigo: –creemos que los politiquillos del continente se van a rendir al pelele alemán de un momento a otro y los nuevos acontecimientos nos han cogido a todos desprevenidos; tienes que ponerte en marcha de nuevo. Inmediatamente.
–Mira Terry, sabes muy bien que la barca está siempre preparada –contestó de manera automática el irlandés.
–Me parece que no lo entiendes –meditó un instante. –Es que…, bueno, en este momento no se trata de la barca, sino más bien del barco –pretendía autoconvencerse primero él mismo para intentar la transmisión del necesario carisma a su subordinado; –me temo que esta vez, debes marchar al mismísimo teatro de operaciones.
–¿Quieres que vaya de nuevo al continente? –preguntó incrédulo con ese gesto característico de rascarse por encima del lóbulo derecho.
–Lamento decir que sí, Ernest –expresó Terry.
–¿Tan grave está el asunto para que los O’ Kelly me mandéis fuera de las islas precisamente ahora? –Quedó entrecortado el joven.
–No se trata del clan, Ernest; esta vez es la Covenant, y ante eso, nadie puede en su sano juicio pensar en negativo, –afirmó Terry con gran énfasis– por lo que, ya ves, en tu caso el compromiso es doble.
–Pero sabes muy bien que yo no soy escocés, Terry, y por lo tanto ese juramento no me atañe –insistía Ernest.
–¡Qué antiguo eres! –fue la cortante respuesta de TeMirry. –El sagrado juramento ha cambiado de contenido a lo largo de los siglos unas cuentas veces –prosiguió mi amigo –pero el significado permanece invariable. Quizás tú no respondas en un cien por ciento al prototipo de scottish, como tampoco lo soy yo suponiendo que alguien fuera capaz de recitarme los dieciséis tatarabuelos, pero no necesito recordarte que todos somos gaélicos por encima de otras consideraciones y como buenos covenanters y mejores blacks que somos, aceptamos solemnemente defender nuestra causa de por vida: lo comprendes, ¿verdad?
–Claro que lo comprendo, pero… –la excusa no salía con la fluidez necesaria, lo que fue aprovechado por mi amigo para continuar:
–Si es cierto que algunos de nuestros antepasados lucharon contra Felipe II, no lo es menos que otro buen puñado peleó paralelamente contra la reina virgen ¿te acuerdas? –preguntó mi jefe como si hubiera sido ayer mismo.
–Hombre, Terry, ni tu ni yo tenemos la edad suficiente para recordar la película de los hechos, pero conocemos perfectamente la base del argumento; en realidad –la cabeza ya empezaba a picarme –no comprendo donde quieres ir a parar.
–No te hagas el torpe, que no te va Ernest: ¿en qué bando actuaríamos nosotros hoy día? –preguntó de manera directa con un asomo de sarcasmo-.
–Lo cierto es que yo siempre lo he tenido clarísimo, lo sabes a ciencia cierta.
–¿Y bien?
– Pues creo que la Verdad Absoluta, así con mayúsculas, no existe, pero es vox populi que con los vecinos ingleses nunca nos hemos llevado excesivamente bien –repliqué a mi amigo con la certeza de un sabio entendimiento. –¿Me comprendes, querido Terry?
–A la perfección; así que nuestro primer objetivo sigue vigente; de hecho, prácticamente en este momento hemos renovado el sagrado juramento gaélico aunque hay más cosas: si te quedas un poco más tranquilo, te diré que las órdenes vienen directas del Taoiseach –intentó enfatizar Terry.
–¡Qué barbaridad! No pensaba que estuviera tan adelantada la contienda –me sorprendí ladeando la cabeza –para que el Jefe de Gobierno...
–Es cuestión de pocos meses, quizá semanas –Terry replicó con la maestría propia de quien tiene la sartén informativa por el mango; –el asunto requiere la máxima celeridad, pero con la más absoluta discreción; bueno, en realidad como siempre, pero elevando el tono de la prudencia; nadie debe saber que te marchas de las Islas ¿me has entendido? Nadie, y esto incluye necesariamente a Betty.
–¿Me estás pidiendo que marche al continente, que me trague la tierra durante una temporadilla y que no se lo diga ni tan siquiera a mi mujer? –Tuve que elevar la voz para imaginar que así la razón me acompañaría.
–Insisto en que son órdenes directas del Taoiseach, pero si prefieres que te las repita él mismo…
–¿Cuánto tiempo se supone que estaré en Bélgica, Terry? –pregunté ingenuamente por si ese era mi destino, como otras veces, o por el contrario, había nuevos derroteros.
–El aludido hizo ademán de tener que pensar un buen rato pese a que con toda seguridad, conocía la respuesta de antemano.
–Solo Dios lo sabe Ernest –contestó con tristeza –y habría que preguntarle también a Él si solamente vas a trabajar en Flandes, o si por el contrario tendrás que moverte por medio continente como una marioneta de feria –como era su costumbre, hizo un impasse para tomar aire y resultar más creíble; –pero si no tiran mucho de los hilos y las circunstancias son favorables, no debes pasar fuera más de un mes; de esa manera podrás volver para asistir al nacimiento de tu hijo.
–¿Y si no son favorables las circunstancias? –Dejé la pregunta en bandeja.
–No podemos renunciar a cierto grado de optimismo; si no, estaríamos perdidos, amigo mío –la voz apagada de Terry no transmitía una sensación de ánimo precisamente optimista.
–Una última cosilla, por favor –insistí.
–Pregunta hombre, no te cortes.
–¿Pensáis tirar de los hilos hasta lograr mi asfixia completa o por el contrario merezco un poquito de autonomía en la interpretación de los problemas y por lo tanto en la forma de solucionarlos? –Lancé por la borda de mis labios toda la rabia contenida de meses atrás.
–¿Qué quieres decir exactamente con tanta perorata? Te encuentro hoy demasiado conservador.
–Pues que si cada diez minutos tengo que parar el mundo para soltar la información que obtenga por ahí, los blacks seréis los últimos en enteraros de mis avances. Y del gobierno, ni te cuento.
–O de tus retrocesos. Me parece que el mes pasado en Hyde Park, te la colaron hasta el fondo, –escupió con toda la dureza típica de un jefe reprendedor –y tú no eres precisamente de los que se fían del primero que sale empapado de la Serpentine cantando “God save the King” para que te cuenten un cuento chino. O eso creíamos.
–¡Qué mal me quieres, mon ami! Para una vez que meto la pata, me lo va a restregar hasta el niño de los recados. ¡Cómo se nota con quien te tratas a diario!




El bosquecillo que circunda St. Stephen’s Green amaneció cubierto con una escarcha de casi dos dedos de peligroso grosor. No hacía más frío que otros días atrás, pero Dublín se desperezaba con gran riesgo para los osados viandantes que se atrevían por sus aceras porque tenían la obligación de un buen madrugón día sí y día también.
El escueto verano irlandés se hacía esperar este año como ningún otro; lo que se dice llover, llovía poco, pero hacía demasiado frío para estar a finales de junio por lo que en conjunto, el ambiente resultaba algo desagradable.
Ernest salía del portal de su casa cuando el viento oriental y húmedo de la costa del mar de Irlanda, atrapado entre los canales del Norte y de San Jorge para martirio de sus huesos, lo terminó de despabilar. Tras una rutinaria inspección, como todos los días, decidió bajar los cuatro escaloncitos situados a la derecha del falso parteluz que separa las dos casas paralelas de estilo georgiano tan características de la lujosa Harcourt Street donde tenía fijada su residencia desde hacía ya cerca de un año.
La consecución de una de estas viviendas en el centro de la capital irlandesa, había sido uno de los grandes triunfos en la vida de Ernest. Jamás en toda su existencia, para algunos todavía aún muy corta, para otros demasiado intensa, tuvo la posibilidad de vivir ni tan siquiera en sus sueños más optimistas, en una morada de estas características, verdadero lujo de residencias para familias más que adineradas.
Construidas a partir del siglo XVIII con clara inspiración grecolatina, ahora las casas alegraban la ostentosa calle con unas puertas de madera pintadas en vivos colores, paneladas y franqueadas con blanquísimas parejas de columnas de fuste liso alzadas sobre una elegante basa, con ligero éntasis, cuyo ensanchamiento central se remataba se remataba con vistosos capiteles jónicos, que eran la envidia de todos los transeúntes del barrio, por poco observadores que fuesen, como lo habían sido su esposa y él mismo desde la primera vez que pusieron los pies en la ciudad de Dublín.
En este caso, Betty eligió para la robusta madera el color rojo sangre con objeto de resaltar todas las penalidades que los nuevos propietarios habían sufrido antes de que el éxito llamara a su vistosa puerta, único espacio de toda la fachada junto a los vanos de las ventanas, que no estaban cubiertos por una capa de fina hiedra.
Sobre el dintel se hallaba una imposta semicircular, rematada por pequeños cristales translúcidos que iluminaban la entrada de la vivienda y significaban un gran ahorro en el consumo interior de electricidad, además del espectacular efecto puramente estético en la parte exterior del edificio.
Por nada del mundo Ernest estaba dispuesto a perder su único pero valiosísimo patrimonio –si exceptuamos el vetusto Rover del Veintisiete– por lo que decidió que fuera lo que fuese el motivo de la llamada, de nuevo tendría que someterse a la voluntad del clan, al juramento de por vida que había adquirido por medio de la Covenant o incluso –y esto era lo más probable– a las caprichosas motivaciones del nuevo gobierno recientemente constituido en la isla, el cual encontraba siempre explicación adecuada para justificar cualquier asunto, por turbio que pareciera a primera vista. Por si hubiera algunda duda, existía otro detalle importante: Dublín era quien pagaba.
Cuando decidió que ya era hora del comienzo de su breve caminata hasta Government Buildings, hizo amago de consultar su reloj aunque sabía perfectamente que le sobraba tiempo más que suficiente para su entrevista con el Jefe de Gobierno, por lo que decidió rodear Graffton Street y girar completamente hasta toparse con Mansión House; necesitaba aprovechar el menguado sol que hacía tímidos amagos por calentar a los sufridos dublineses, a la vez que repasaba en su afligida mente los argumentos que esgrimiría ante el Taoiseach; a cambio, el peligro de una caída en las resbaladizas calles era un problema menor que ahora mismo podía venirle hasta bien, si es que pretendían mandarlo otra vez al continente como ya le había soplado Terry, con la inevitable separación de Betty que en estos momentos era lo que más le preocupaba.
Apenas hacía un par de años que se habían casado en el norte, muy cerca de la nueva frontera que los ingleses habían inventado en 1920 para la creación del Ulster y con ello la asfixia económica de los veintiséis condados restantes. La pequeña iglesia del pequeño pueblo de Culdaff, el más septentrional de la isla esmeralda, fue testigo de esta unión entre Betty Bell y Ernest Safeland el día de San Patricio. Después de pasar una intensa luna de miel recorriendo el condado de Donegal en el viejo Rover durante el resto del mes de marzo, marcharon a vivir a Galway, por imperativos del trabajo encomendado y sobre todo, por la mejor comunicación a la capital, a la que pronto recalaron, reclamado Ernest por el nuevo gobierno irlandés.
Durante su matrimonio, la pareja ya había sufrido dos reveses en sus deseos por ser padres lo que suponía una gran inquietud entre los jóvenes; aunque no había habido –todavía– ningún reproche al respecto, los continuos viajes de Ernesto a Escocia y sobre todo al continente, con periodos de varias semanas alejados de casa y por tanto de su mujer, no dejaban de torturarle como relación causa-efecto en los fracasos de los embarazos de Betty; por ello, durante el paseo por Dawson Street alternaban los pensamientos laborales con los sentimentales.
La audiencia con el Taoiseach estaba programada para las nueve de la mañana pero eso no garantizaba absolutamente nada. En otras ocasiones después de una tensa espera de cuatro o cinco horas lo despidieron sin mayores explicaciones; simplemente la agenda de un jefe de gobierno no es tan abierta como cuando se leía en la escuela de Limerick El retrato de Dorian Grey casi con veneración, ni tan cerrada que permitiera hacer planes para las diez y cuarto; pero había que estar en la Casa al menos con un margen de quince o veinte minutos, incluso antes por si acaso.
El acceso a la residencia del Primer Ministro no supuso ninguna demora ni siquiera ahora que se habían doblado los sistemas de seguridad. Un simple cacheo, la autorización correspondiente con el shamrock, el verde trébol de tres hojas sobre la solapa de la chaqueta de cheviot y sobre todo, el placet que supone un rostro archiconocido en aquellas estancias de tan altas esferas, fueron suficientes cartas de presentación como para que en menos de dos minutos, Ernest se hubiera colado en la antesala del Premier irlandés.
–Tome asiento, por favor. En breves instantes, el Taoiseach le recibirá –le sorprendió una voz femenina casi como en un susurro.
–Muchas gracias, ¿miss…? –intenté obtener información gratuita, supongo que como parte de la mal llamada deformación profesional.
–Con miss es suficiente, si es tan amable –se atrevió la joven con un amago de sonrisa aunque sin demasiado éxito.
–Comprendo –contesté por decir algo.
La muchacha debía ser nueva, eso estaba claro, pero resultaba extraño que a las primeras de cambio tuviera acceso directo al Jefe de Gobierno y tan solo los separara una simple puerta de madera. Los filtros habituales, tan de moda últimamente, no habían funcionado en esta ocasión, o al menos, a Ernest nadie le había avisado. Respecto a su celo profesional, nada que objetar: había pasado con éxito el primer corte, a menudo, el más difícil de superar.
El exhaustivo análisis visual seguía su obligado curso por parte de Ernest: se trataba de una joven que seguramente en poco tiempo alcanzaría la treintena, ligeramente atractiva, pelirroja de cabello aunque extremadamente blanquecina en su cutis, que se encontraba en el término medio para, sin llegar a ser delgada, tampoco ser calificada de gruesa ni tan siquiera ancha de caderas; es decir, lo que venía a ser una mujer casi a la moda y de muy buen ver: todo en su justo punto.
Se sentaba prácticamente de lado, con medio glúteo al aire, con un inquietante arqueo del cuerpo cuando escribía sus notas, que sugería en la imaginación del joven una hipotética torre sedante a la manera dublinesa, a imitación de aquella toscanesa concebida para el fomento de la inquietud de cualquier observador que visitara Pisa.
Esos apuntes eran en apariencia de gran interés por el empeño que ponía en ello la muchacha, atrapados los papeles en aquel cuaderno con gruesas tapas azul pálido, ayudada de un pulcramente labrado lapicero celeste a juego con su falda; ni un gesto, ni una sola palabra delataba su presencia excepto por el perfume, penetrante pero sin llegar a intenso, como esas estancias impregnadas con una grata fragancia de rosas, pero donde nadie es capaz de vislumbrar ninguna flor; están, pero no se ven; se notaba la presencia de la chica, pero no resultaba agobiante; si era capaz de respirar, lo disimulaba bastante bien.
Una vez concluido el necesario estudio preliminar de la mujer, marca de la casa, de su oficio y ¿por qué no?, de su sexo, y después de otra ligera vuelta de tuerca a la decoración de la sala de espera tan familiar en la que había pasado tantísimas horas de tedio a lo largo del último año, Ernest empezó a removerse en el mullido sillón estilo Tudor donde había sido aparcado por la anónima miss, quien comprendió que el eufemismo de unos “breves instantes” se había convertido en un plantón de ochenta minutos, y subiendo. Solo recibió un halo de comprensión por parte de la mujer con un gesto al reloj de pulsera que adornaba su mano izquierda, más no movió los encarnados labios ni siquiera para disimular la espera.
Cuando estaba a punto de desistir de la entrevista, de repente se abrió la gran puerta macerada en roble de doble hoja, y apareció Terry O’Kelly con el gesto fruncido y cara de pocos amigos.
–Pasa Ernest, te estábamos esperando –invitó eufemísticamente.
Lo que faltaba. Hora y media atascado como un mugriento vagón de mercancías en vía muerta, en una sala de espera, acogedora, eso sí, en buena compañía –aunque prácticamente muda– también lo acepto, pero que me esperaran a mí…, hacía falta cara dura para dar los buenos días de esa manera.
Lo último que vieron mis ojos antes de penetrar en la guarida del zorro irlandés, fue cómo la chica de la antesala arrancaba con cierto disgusto la hoja en la que escribía con tanta pulcritud sus interesantes apuntes, y la arrojaba sin demasiados miramientos a una papelera junto a sus ladeadas piernas. El mensaje respecto a su actitud, lo había lanzado de manera clara ante mis ojos y estaba recibido aunque no aceptado. Quizá sería conveniente una segunda intervención, y en territorio neutral a ser posible.
Todas mis ideas sobre las amistades que se iban al carajo poco a poco, desaparecieron cuando el propio Taoiseach levantó sus noventa kilos de su inmenso sillón verde, abandonó la trinchera que repr...

Índice

  1. Portada
  2. Copyright
  3. Dedicatoria
  4. Sobre el autor
  5. Sipnosis
  6. PRIMERA PARTE: DE IBERIA A HIBERNIA
  7. SEGUNDA PARTE: LOS OCÉANOS, 1913
  8. TERCERA PARTE: EUROPA, 1938
  9. EPÍLOGO