1. QUIÉN SE ATREVE A ECHAR UN PULSO EN CHEBACHINSK
El abuelo era muy fuerte. Cuando, envuelto en su camisa descolorida, arremangada hasta los hombros, trabajaba en el huerto o acepillaba un mango de pala, Antón murmuraba para sus adentros algo así como: «Las bolas de los músculos rodaban bajo su piel» (a Antón le encantaban las expresiones librescas). Pero incluso ahora, cuando el abuelo ya había dejado atrás los noventa años, la bola de marras rodaba escondiéndose luego debajo de la manga recogida de la camiseta cada vez que alargaba la mano para coger el vaso de la mesita de noche. A Antón se le escapó una sonrisa.
—¿Te ríes? —dijo el abuelo—. ¿Tan flojo me ves? Viejo es ahora, y sin embargo antes fue joven1. Podrías preguntarme como aquel personaje de ese escritor vagabundo2 vuestro: «¿Qué, te mueres?». Y yo te replicaría: «¡Sí, me muero!».
Ante los ojos de Antón surgía aquella mano del abuelo, la del pasado, cuando solo con los dedos enderezaba los clavos o el hierro laminado. O, más concretamente, aquel brazo apoyado en el borde de la mesa del banquete con el mantel puesto y la vajilla apartada, ¿era posible que hiciera ya más de treinta años?
Ocurrió en la boda del hijo de Perepliotkin, que acababa de regresar de la guerra. De un lado de la mesa se sentaba el herrero Kusmá Perepliotkin en persona, del otro acababa de levantarse con sonrisa confusa, aunque no sorprendida, Bondarenko, el jifero, cuya mano, hacía un momento, había sido estampada contra el mantel por el herrero, concluyendo así la competición que ahora se conoce como arm wrestling y en aquellos tiempos se practicaba sin nombre alguno. No había por qué sorprenderse: en el pueblo de Chebachinsk ningún brazo se le había resistido a Perepliotkin.
El abuelo ajustó cuidadosamente al respaldo de la silla su americana negra de lana boston, la superviviente del terno hecho por encargo antes de la guerra, vuelta del revés en dos ocasiones pero todavía presentable (era inconcebible: mamá aún no había llegado a este mundo y el abuelo ya iba presumiendo de aquella americana), se remangó la camisa blanca de batista, la última de las dos docenas traídas en 1915 de Vilna. Fijó con dureza el codo sobre la mesa y hundió su mano en la enorme y ancha palma del herrero.
Una mano negra, con cagafierro inveterado, nudosa, entrelazada toda ella de venas que más que humanas parecían las de un buey. «Venas como sogas se han hinchado en sus brazos», formuló Antón. Otra mano, la mitad de gruesa, blanca. Antón recordaba aquellas manos mejor que las de su madre y conocía la férrea dureza de sus dedos, que sin ayuda de la llave desenroscaban las hembrillas de las ruedas carretiles. Solo tía Tatiana, la segunda hija del abuelo, tenía los dedos igual de fuertes. Deportada durante la guerra (como «familiar de traidor a la patria») a una aldea perdida y con tres niños de corta edad, se ganaba la vida como ordeñadora en una granja. Entonces ni se había oído hablar de equipos eléctricos para ordeñar, y en ciertos períodos tía Tatiana ordeñaba a mano hasta veinte vacas al día, dos veces al día cada una. Un amigo moscovita de Antón, especialista en cárnicos y lácteos, decía que eran cuentos chinos, que aquello era imposible, y sin embargo, era verdad.
Los invitados ya habían vaciado las primeras pilas de botellas de aguardiente casero, el ambiente era ruidoso.
—¡Venga, el proletario contra el cuello blanco!
—¿Perepliotkin? ¿El proletario?
Perepliotkin —Antón lo sabía— procedía de una familia de granjeros ricos desterrados.
—Ya, como si Lvóvich fuera un ejemplar de cuello blanco soviético.
—No te equivoques, la aristócrata es su vieja. Él salió a los popes.
El árbitro voluntario comprobó si los codos estaban alineados. Comenzaron.
La bola rodó hacia arriba, desde el codo hasta el fondo de la manga remangada, luego rodó un poco hacia abajo y se paró. Las sogas del herrero resaltaron debajo de la piel. La bola del abuelo se alargó ligeramente y ahora se asemejaba a un huevo gigantesco. Las sogas del herrero se tensaron más aún, se veían los nudos. La mano del abuelo comenzó a acercarse lentamente hacia la mesa. Para aquellos que como Antón estaban a la derecha de Perepliotkin, la mano de este ocultó por completo la del abuelo.
—¡Kusmá, Kusmá! —gritaban los espectadores.
—El entusiasmo es prematuro —Antón reconoció la voz chirriante del profesor Resenkampf.
La mano del abuelo dejó de ladearse. Perepliotkin miró sorprendido. La mano del abuelo comenzó a remontar poco a poco, más y más hasta que los dos puños volvieron a estar verticales, como si los minutos anteriores no hubieran transcurrido.
Las manos vibraban apenas perceptiblemente como si fueran una doble palanca conectada a un motor potente. Adelante y atrás. Atrás y adelante. De nuevo un poco hacia atrás. Y ahora un poco adelante. Y otra vez quieta, vibrando.
La palanca doble de repente recobró la vida. Comenzó a inclinarse. ¡Pero la mano del abuelo esta vez estaba encima! No obstante, ya a una ínfima distancia de la mesa, la palanca volvió a moverse hacia arriba. Luego se quedó inmóvil en posición vertical durante un buen rato.
—¡Empate, empate! —gritaron primero de un lado y después del otro de la mesa—. ¡Es un empate!
—Abuelo —aventuró Antón acercándole el vaso de agua—, entonces, en aquella boda, después de la guerra, podrías haber tumbado a Perepliotkin, a que sí.
—Qué más da.
—¿Y eso?
—¿Para qué? Para él era una cuestión de orgullo profesional. ¿Qué sentido tiene dejar a un hombre en una situación incómoda?
El abuelo desdeñaba la práctica de cualquier tipo de gimnasia ya que no le veía ninguna utilidad, ni personal ni doméstica; más vale partir por la mañana tres o cuatro leños, o palear el estiércol. Su yerno, el padre de Antón, se mostraba de acuerdo aunque se basaba en un argumento científico: ninguna gimnasia proporciona un ejercicio físico tan versátil como el proceso de cortar leña: ahí participan todos los grupos de músculos. Sesudo y empapado de folletos, Antón pregonó que los especialistas consideran que la práctica del trabajo físico deja ciertos músculos fuera de juego y que después de cualquier trabajo se debe hacer gimnasia. El abuelo y el padre se rieron con ganas: «¡Lo suyo sería poner a tus especialistas en el fondo de una trinchera o en lo alto de una hacina y dejarlos allí trabajando durante al menos medio día! Pregunta a Vasili Illariónovich, que se ha tirado veinte años en las minas viviendo al lado de las barracas de los obreros, allí todo está a la vista, pregúntale si ha visto a un solo minero haciendo ejercicio después de su turno»; Vasili Illariónovich no lo ha visto.
—Vale, abuelo, Perepliotkin era herrero. ¿Y tú? ¿De dónde sacabas tanta fuerza?
—Verás. Soy de una familia de sacerdotes, de pura cepa, de antes de Pedro el Grande, o incluso de más atrás.
—¿Y qué?
—Pues que, como diría tu Darwin, se trata de la selección artificial.
En el proceso de admisión al seminario conciliar se aplicaba una regla no escrita: no admitir a los débiles, a los de poca estatura. Ya que quienes traían a los niños eran los padres, también los miraban a ellos. Los que en el futuro llevarían a la gente la palabra de Dios tenían que ser bellos, altos, fuertes. Estos, además, suelen tener el timbre bajo o de barítono, un detalle no sin importancia. De tal tipo se elegían. Y así había sido durante mil años, desde los tiempos de san Vladimiro Sviatoslávich el Grande.
En efecto, el padre Pável, protoiereus3 primero de la catedral de la ciudad de Gorki4, y otro hermano del abuelo que había ejercido el sacerdocio en Vilna, y un tercero, sacerdote en Zvenígorod, eran todos hombres altos, robustos. El padre Pável purgó una condena de diez años en los campos de Mordovia trabajando en la tala de árboles, y ahora, a sus noventa años, estaba sano y vigoroso. «¡Hueso de pope!», decía el padre de Antón sentándose para la pausa del pitillo mientras el abuelo continuaba, sin prisas y casi sin hacer ruido, deshaciendo con el machado los troncos de abedul. Pues sí, el abuelo era más fuerte que el padre, y eso que el padre no era poca cosa —fibroso, resistente, vástago de pequeños propietarios de tierra—, no daba su brazo a torcer ni a la hora de la siega, ni en el arrastre de troncos. Y era el doble de joven; el abuelo entonces, después de la guerra, cuando ya había cumplido los setenta, aún tenía el pelo castaño oscuro, apenas se veían canas en su densa cabellera.
El abuelo nunca se había puesto enfermo. Pero dos años atrás, cuando su hija menor, la madre de Antón, se mudó a Moscú, de pronto comenzaron a ennegrecérsele los dedos del pie derecho. La abuela y las hijas mayores lo exhortaban a que fuera al hospital. No obstante, últimamente el abuelo solo hacía caso a la pequeña, y como ella no estaba, pues nada, no fue al médico: a los noventa y tres años es absurdo perder tiempo con galenos, así que dejó de enseñar el pie diciendo que ya se le había pasado.
Pero en modo alguno se le había pasado y cuando al cabo el abuelo mostró la pierna todos lanzaron un grito: la negrura estaba a medio camino de la rodilla. Pillada a tiempo, la cosa se habría limitado a la amputación de los dedos. Pero llegado a ese punto, tuvieron que cortar la pierna hasta la rodilla.
No hubo manera de que el abuelo aprendiera a caminar con muletas, acabó decumbente; descarrilado del ritmo habitual seguido durante medio siglo de completa jornada diaria de trabajo en el huerto o en tareas caseras, se afligió y se debilitó, se volvió irritable. Se enojaba cuando la abuela le traía el desayuno a la cama, agarrándose a las sillas se empeñaba en llegar a la mesa. La abuela, sin pensar, le traía las dos botas de fieltro. El abuelo le gritaba, así Antón averiguó que el abuelo sabía gritar. La abuela metía medrosamente una bota debajo de la cama, pero a la hora de comer o de cenar, todo empezaba de nuevo.
El último mes el abuelo flaqueó más aún y ordenó escribir a todos sus hijos y nietos para que vinieran a despedirse y «de paso resolver ciertas cuestiones de herencia».
Antón se sorprendió al leer en la carta del abuelo aquello de las cuestiones de herencia. ¿Qué herencia?
¿El armario con un centenar de libros? ¿El vetusto sofá procedente de Vilna y que la abuela llamaba causette? Bueno, también estaba la casa. Pero era vieja, decadente y ruinosa. ¿Quién la querría?
Pero esas cosas nunca se saben. De entre los parientes residentes en Chebachinsk, al menos tres podían tener ciertas aspiraciones de heredar.
2. LOS PRETENDIENTES A LA HERENCIA.
En la vieja que le saludaba desde el andén le costó reconocer a su tía Tatiana Leonídovna. «Los años han dejado una huella imborr...