Textos críticos
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Los ensayos aquí reunidos ofrecen un panorama de la producción literaria de Machado de Assis, aunque su escritura abarcó un lapso de tiempo extenso, que va desde sus inicios intelectuales hasta su consolidación como escritor moderno. También se incluye el discurso inaugural y el de cierre de sesión de la Academia Brasileña de Letras, dada la importancia de la labor del escritor como fundador y primer presidente de esa institución.Se optó por una organización temática de los ensayos, más que cronológica, para presentar no sólo la evolución de las ideas de Machado, sino una visión amplia de sus temas. Sus ideas comprenden el espacio histórico que va desde el romanticismo brasileño hasta la producción portuguesa contemporánea suya, de donde recoge ciertos aspectos primordiales presentes en las obras de la segunda etapa, ya inscritas en el realismo.

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Acuarelas*

I. Los comerciantes literarios
Esto no es una sátira en prosa. Esbozo literario tomado de las proyecciones sutiles de los caracteres, ofrezco aquí solamente una reproducción del tipo al que llamo, en mi hablar seco de prosista novato, comerciante literario.
El comercio literario es el peor de todos los comercios. Es la obra grosera, a veces enmohecida, que se adapta a la ondulación de los omoplatos del resignado paciente cliente. De todo hay en ese taller de talento a pesar de la rareza de la tela fina; las vanidades sociales más exigentes pueden basarse, de acuerdo con sus aspiraciones, en una oda o discurso estúpidamente retumbante.
El comercio literario podría desmerecer por la elegancia sospechosa de la ropa hecha, pero nunca por la exigüidad de los géneros. Si se toma el anuncio como base del silogismo comercial, es infalible alcanzar pronto la proposición menor, que es la estantería atractivamente retacada para provocar la codicia de las modestias más inesperadas.
Es comercio lindo. Desde José Daniel, el apóstol de la clase, ese modo de vida ha prolongado su influencia y, por desgracia, no promete quedarse ahí.
El comerciante literario es un tipo curioso.
Hablé de José Daniel. ¿Conoce usted a esa figura histórica? Era una excelente organización que se prestaba perfectamente para la autopsia. Ropavejero ambulante de la inteligencia, iba rebosante como huevo, de mercado en mercado, cambiando por la oxidada moneda el raquítico platito de sus elucubraciones literarias. No se cultivaba impunemente aquella amistad; el folleto esperaba siempre a los incautos, como la Farsalia1 semanal de las carteras desprevenidas.
La audacia iba más lejos. No contento con sus especulaciones poco airosas, llevaba su atrevimiento hasta el punto de satirizar a los propios clientes, como en una obra en la que embarcaba, él dijo, a los tontos de Lisboa hacia cierta isla; la isla era, ni más ni menos, el bolsillo del poeta. El símil es posible.
Los comerciantes modernos no van al mercado; son pudorosos. ¡Pero cuántas compensaciones! No se prepara hoy el folleto de enseñanza moral contra las costumbres. La vereda es otra; se explotan las hojitas y las amonestaciones matrimoniales y las odas de este natalicio o de aquella boda. En las bodas es un peligro; los novios tropiezan con el imprevisto de una roca Tarpeya2 justo antes de entrar al Capitolio.
Desposorio, cumpleaños o bautizo, todos esos sucesos de la vida son pretextos de inspiración para las musas comerciales. Es una eterna génesis hirviendo de nuevo por todas aquellas almas (¡almas!) olorosas a mezclilla.
Sin embargo, esta calamidad literaria no es tan dura para una parte de la sociedad. Hay quien se considere motivo de cuidados en el Pindo,3 o bien que tenga pretensiones de semidiós de la Antigüedad; un soneto o una alocución rellenita de divagaciones acerca de la génesis de una raza siempre levanta el cuello de ciertas vanidades que pululan por ahí sin ton ni son.
Pero mientras tanto –¡fatalidad!– por muy conscientes que sean esas ilusiones, caen siempre ante las consecuencias monetarias; el comerciante literario justifica plenamente el verso del poeta: no arma del loor, arma del dinero. El entusiasmo de la oda él lo mide por las posibilidades económicas del elogiado. Los banqueros son, entonces, arquetipos de virtud sobre la tierra. Tesis difícil de probar.
Con su deseo de imitar a los espíritus serios, él colecciona sus disparates y allá va con su carrito y almanaques en la mano en busca de personajes notables de la sociedad. Todos se curvan ante un hombre que sube las escaleras convenientemente vestido y con el discurso en los labios. Así le llueven las suscripciones. El librito es presentado pronto y sale del horno. Entonces, la teoría del embarque de los tontos es puesta en práctica; los nombres de las víctimas suscriptoras vienen siempre con aire de escarnio en la picota de una lista-epílogo. Es golpe y porrazo.
Sin embargo, ¡todo eso es causado por la falta sensible de una inquisición literaria! ¡Qué espectáculo sería ver consumirse en una hoguera inquisitorial tanto opio encuadernado que anda por ahí ocupando las librerías!
Sucede con el talento lo mismo que con las estrellas. El poeta canta, endiosa, se enamora de esos alfileres de diamante del dosel azul que circunda nuestro planeta; pero allá viene el astrónomo que dice muy fríamente: ¡Nada!, esto que parece flores abatidas en el mar azulado, o ángeles olvidados en el transparente de una capa etérea, son simples globos luminosos y se parecen tanto a las flores, como el vino al agua.
Hasta aquí las masas consideraban el talento como una facultad caprichosa que funciona bajo el impulso de la inspiración, sobre todo santa en su poder moral.
Pero acá la espera el comerciante. ¡Nada! El talento es una simple máquina en la que no falta el menor tornillo, y que se mueve por el impulso de una válvula omnipotente.
¡Es la desesperación de todas las ilusiones!
En París, donde esta clase es numerosa, existe una especie que ataca el teatro. Un puñado se reúne en un café y allá van ellos, en conjunto, a hilvanar su vodevil cotidiano. A esos milagros de la facultad productora se deben tantas banalidades que por allá ruedan en medio de tanto y tan fino espíritu.
Aquí el comerciante no tiene por ahora un lugar cierto. Divaga como la abeja de flor en flor en busca de su miel y casi siempre, bien o mal, va sacando su jugoso resultado.
Se conoce al comerciante literario entre muchas cabezas por su exagerada cortesía. Es un tic. No hay hombre de cabeza más ágil y espina dorsal más flexible; saludar es para él un precepto eterno; lo hace a diestra y siniestra y, ¡cosa natural!, siempre le cae un cliente con esas cortesías.
El comerciante literario lleva en sí mismo el termómetro de sus alteraciones financieras: es la elegancia de la ropa. Él vive y trabaja para comer bien y ostentar. Cartera floreciente, todo un dandy pavoneándose, pero sin vanidad. De repente, el sombrero protesta contra cualquier afirmación que le puedan hacer en este sentido.
A Buffon4 se le escapó este interesante animal; ni Cuvier5 encontró un hueso o una fibra suyos perdidos en tierra antediluviana. Por mi parte, que no hago más que reproducir en acuarelas las formas grotescas y sui generis del tipo, dejo al lector curioso esa fastidiosa investigación.
Una última palabra.
El comerciante literario es un tipo social y representa una de las anomalías de los tiempos modernos. Ese continuo moler del espíritu, que hace de la inteligencia una fábrica de Manchester, repugna a la naturaleza de la propia intelectualidad. Hacer del talento una máquina, y una máquina de obra grosera, movida por las probabilidades financieras del resultado, es perder la dignidad del talento y el pudor de la conciencia.
Traten los caracteres serios de sofocar ese estado en el estado que compromete su posición y su futuro.
II. El parásito
¿Conocen cierta hierba que desdeña la tierra para enroscarse e identificarse con los árboles altos? Es un parásito.
Ahora bien, la sociedad, que tiene más de una similitud con el campo, no podía dejar de tener en sí una porción, aunque pequeña, de parásitos. Por lo tanto, la tiene y tan perfecta, tan igual, que ni siquiera cambió de nombre.
Es una amplia y curiosa familia la de los parásitos sociales y hubiera sido difícil señalar en la estrecha esfera de las acuarelas una relación sinóptica de las diferentes variedades del tipo. Sobre la torre, apenas pesco en el paisaje las más sobresalientes y no voy a sumergirme en el fondo y en todos los rincones del océano social.
Hay, como dije, diferentes tipos de parásitos.
El más vulgar y el más conocido es el de la mesa; pero los hay también en la literatura, en la política y en la Iglesia. Es una plaga antigua y raza cuyo origen se enraíza en la noche de los tiempos, como diría cualquier historiador en herbe. De la India, esa abuela de las naciones, como dijo un escritor moderno, son pocas las nociones al respecto; y no puedo marcar aquí con precisión el desarrollo de esa casta curiosa en el viejo país. En Roma, a la que leemos como en un libro, ya Horacio comía las sopas de Mecenas y participaba alegremente en el triclinum. Es verdad que le pagaba con largas poesías; pero, en ese tiempo, como hoy todavía, la poesía no era oro en polvo y ésta es la gran estrofa de todos los tiempos.
Pero, alto a la historia.
Aquí tengo como objetivo esbozar con trazos ligeros las formas más prominentes de la individualidad. Entremos, pues, al estudio sin más preámbulo.
Debo comenzar por el parásito de la mesa, ¿el más vulgar? Hay tal vez poco que decir, pero ese poco revela con precisión los trazos osados de esta fisonomía social.
En vano se buscaría conocer las regiones más adaptadas a la economía vital de este animal peligroso. Inútil. Él vive en todas partes donde haya ambiente de puerco asado.
También es ahí donde él desarrolla mejor todas sus facultades; donde se siente a son aise, como diría cualquier lábil encuadernado con un abrigo de invierno.
Un perfecto parásito debe ser un perfecto gastrónomo; incluso cuando no goce de esta facultad desde la cuna, es un resultado de la práctica, por la razón de que nos acostumbramos a lo bueno.
Así, el parásito jubilado, el buen parásito, está muy por encima de los otros animales. Olfato delicado, adivina a dos leguas de distancia la cualidad de un buen platillo; paladar sensible, sabe absorber con todas las reglas del arte y no educa a su estómago como cualquier aldeano.
¿Y cómo no ser así, si él no tiene otra ocupación en esta vida? ¿Y si los límites de la mesa redonda son los horizontes de sus aspiraciones?
Es curioso verlo en la mesa, pero no menos curioso es verlo en las horas que preceden a las sesiones gastronómicas. Entra en una casa por costumbre o per accidens, lo que quiere decir intención formada con todas las circunstancias agravantes de la premeditación y superioridad de las armas. Pero supongamos que va a una casa por costumbre.
Helo que entra, sonrisa en los labios, sombrero en la mano, vacío en el estómago. El dueño de la casa, a quien ya cansa aquella visita diaria, lo saluda forzado y con una sonrisa amarilla. Pero eso no decepciona ni desarma a un caballero de aquella orden. Se sienta y comienza a relatar noticias del día, alternadas con algunas de su propia cosecha, y curiosas para atraer la atención vacilante del huésped. Entonces, un sirviente viene a dar la señal de ataque. Es el blanco esperado, el toque de avanzada y helo que va inmediatamente a recompensarse por su batalla cotidiana, tan costosamente ejercida.
Empero, si él entra per accidens, no es menos curiosa la escena. Comienza con el pretexto de que debe lisonjear a la persona de la casa de acuerdo con sus debilidades. Si hay ahí un escritor de teatro, el pretexto es dar una felicitación sobre la última pieza representada días antes. Sobre este modelo, todo lo demás.
Si no hay un pretexto serio, el parásito ni siquiera titubea; siempre hay uno a mano, como el esencial: saber de la salud del amigo.
Una vez dado el pretexto, se sienta y comienza a desarrollar toda la retórica que puede inspirar un estómago vacío, un Jeremías6 interno. Después sigue, poco más o menos, la misma escena. Al final está siempre, como extremo del horizonte, una mesa más o menos apetitosa, donde la reacción se opera ampliamente.
Hay, sin embargo, pequeñas desgracias, accidentes inesperados en la vida del parásito de la mesa.
Entra en una casa donde espera comer holgadamente; da los primeros saludos y va a dorar la píldora de su caro huésped. Cierto rechinar de dientes, sin embargo, comienza a agitarlo, un rechinido particular que indica un estado más tranquilo de los estómagos de la casa.
¿Cómo estás? Siento que llegaras ahora, si hubieras llegado más temprano, hubieras comido conmigo.
El parásito queda con la cara ladeada; no hay remedio; es necesario salir con decencia y sin dejar ver el fin que lo llevó ahí.
Estas eventualidades, estas pequeñas miserias, lejos de ser decepciones, son como el olor de la pólvora enemiga para los soldados, un incentivo para la acción. Es una índole miserable la de ese cuerpo liviano en el que sólo hay animalidad y estómago; pero, mientras tanto, es necesario aceptar a esas criaturas tal como son, para que aceptemos a la sociedad tal como ella es. ¿La sociedad no es un grupo donde una parte devora a la otra? Eterno antagonismo de las condiciones humanas.
El parásito de la mesa uniforma el exterior con la impo...

Índice

  1. PRESENTACIÓN
  2. EL PASADO, EL PRESENTE Y EL FUTURO DE LA LITERATURA
  3. NOTICIA DE LA ACTUAL LITERATURA BRASILEÑA. INSTINTO DE NACIONALIDAD
  4. EL IDEAL DE CRÍTICO
  5. ACUARELAS
  6. EL PERIÓDICO Y EL LIBRO
  7. IDEAS SOBRE EL TEATRO
  8. EL TEATRO NACIONAL
  9. JOSÉ DE ALENCAR: IRACEMA
  10. CASTRO ALVES
  11. EÇA DE QUEIRÓS: EL PRIMO BASÍLIO
  12. GARRETT
  13. EN LA ACADEMIA BRASILEÑA
  14. CRONOLOGÍA DE JOAQUIM MARIA MACHADO DE ASSIS
  15. BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA
  16. INFORMACIÓN SOBRE LA PUBLICACIÓN