Un extraño en nuestra casa
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Un extraño en nuestra casa

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Información del libro

Lluís Duch analiza la crisis de las iglesias cristianas en la actualidad. Su tesis de partida plantea que lo que realmente está hoy en crisis es la imagen del Dios cristiano. Sus argumentos no son teológicos en el sentido clásico, ya que no habla de Dios, sino de la manera en que los hombres hablan de Dios, situando así una serie de cuestiones a las que la teología convencional no podría quizás dar respuestas. La idea de Dios se nos ha hecho extraña, pues no ha sabido integrar todos los cambios, vertiginosos y desconcertantes, que ha experimentado nuestro mundo a partir de la segunda mitad del siglo XX y de la irrupción del mal radical en nuestra historia colectiva a partir de Auschwitz.

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Información

Año
2011
ISBN
9788425427176

1. DIOS EN EL MOMENTO PRESENTE

1.1. Introducción

Desde el punto de vista del ser humano, la fisonomía característica de cada momento presente posee una capital importancia para el diseño de la imagen de Dios. Esta afirmación, creemos, constituye una evidencia histórica innegable, pero, muy a menudo, por razones de diferente índole, no estamos dispuestos a aceptarla, a reconocer que la perenne actualidad de Dios exige la perenne actualidad de sus imágenes. No se trata de una forma fácil y desenfadada de relativismo, sino de algo mucho más serio y que se refiere a lo que fundamentalmente constituye al ser humano como tal: espacio y tiempo. Dios ­es decir, las imágenes de Dios­ se adecua a nuestra espaciotemporalidad, porque sus delicias son habitar en medio de los hombres. En cada momento histórico,
la palabra «Dios» cuestiona el todo del mundo lingüístico, en el que se hace presente la realidad para nosotros, ya que en primer lugar pregunta por la realidad como un todo en su fundamento originario; y la pregunta por el todo del mundo lingüístico está dada en aquella paradoja peculiar que es propia precisamente del lenguaje, pues este mismo es un trozo del mundo y al mismo tiempo constituye su todo como consciente. [...] La palabra «Dios» no es un vocablo cualquiera, sino la palabra en la que el lenguaje ­es decir, el autoenunciador estar-en-sí del mundo y de la existencia a una­ se aprehende a sí mismo en su fundamento. [52]
Para bien y para mal, el ser humano es constructor de realidad(es) porque posee la capacidad de empalabrar la realidad, de manipularla y acomodarla a sus objetivos. Walter Benjamin, en su comentario del primer capítulo del Génesis, afirma que Adán fue el primer filósofo de la humanidad porque, en el Paraíso, dio nombre a las criaturas de Dios, las empalabró. [53] Lo dado sólo se convierte en antropológicamente significativo mediante la capacidad ordenadora, «cosmizadora» de los humanos, en la que siempre, de una manera u otra, se encuentran incluidas, casi como de contrabando, tendencias desorganizadoras y «caotizadoras» (desafiante presencia del mal y de la muerte en el entramado de la existencia humana). [54] La realidad así construida también es ­debería ser­, como el mismo hombre, polifacética, porque viene a la existencia a través de su poliglotismo constitutivo que, en un mismo movimiento, incluye «lo ético» y «lo estético», la libertad y la necesidad, los anhelos y las decepciones. Para poder llevar a cabo la construcción de su mundo cotidiano (su espaciotemporalidad), es imprescindible que el ser humano se exprese mediante la pluralidad de lenguajes para los que está capacitado si los aprende, lo cual equivale a decir que, durante toda su vida, debe mantener en activo su disposición al aprendizaje. [55] La realidad así construida acostumbra a ser el fiel reflejo de lo que, aquí y ahora, es el ser humano, de lo que aprende y «desaprende», de lo que recuerda y de lo que olvida.
La formulación de un discurso sobre Dios, si pretende ser expresión del devenir humano y de la insondabilidad del misterio divino, exige hacerse cargo de las dimensiones simbólicas y éticas del momento presente porque el hombre, positiva y negativamente, siempre se encuentra profundamente afectado por la movilidad y dinamicidad características de su ser histórico. La palabra «Dios» «nos llega desde la historia del lenguaje, en la que estamos cautivos, y, queramos o no, nos sitúa y pregunta a nosotros, los individuos, sin que ella esté sometida a nuestra disposición». [56] Es una obviedad que, en cada momento histórico, la realidad de Dios, para nosotros, se encuentra mediatizada por lo que hic et nunc es la realidad psicológica y social de los individuos y colectividades. Puesto que la provisionalidad y el reconocido carácter efímero de todo y de todos son los criterios que, por lo general, sirven para articular las formas de vida actuales, para un número creciente de nuestros contemporáneos resulta muy difícil la aceptación de cualquier tipo de referencia a un centro, a un sujeto, a un origen (arkhè) privilegiados, lo cual tiene como consecuencia que, con las excepciones de rigor, sólo se pueden formular y aceptar «criterios de validez contexto-dependientes». [57] En lo que designamos con el nombre de «modernidad», se ha producido un «desencantamiento», cada vez más acelerado, de la jerarquía como principio y fundamento del orden religioso, político y social. Creemos que tiene razón Zygmunt Bauman cuando afirma que
la jerarquía antaño indiscutida de los valores se ha desmoronado, y el rasgo más conspicuo de la cultura occidental de hoy es una ausencia de fundamentos en referencia a los cuales puedan hacerse juicios de valor con autoridad. [58]
Parece harto evidente que, en la actualidad, para un número muy importante de personas, al contrario de lo que sucedía en otras épocas, Dios se sitúa más bien en el nivel de los interrogantes y no en el de las certezas, lo cual implica que la «cuestión de Dios» no puede reducirse a un mero «dato» de nuestro mundo exterior (sociológico) o interior (psicológico), sino que el deseo y la búsqueda son ya de alguna manera la misma respuesta a esta cuestión, tal vez la única respuesta posible y, aun, en clave provisional y transitoria. Eso es lo que, en régimen de modernidad, caracteriza el reconocimiento de que el ser humano es homo viator, en constante situación de éxodo.
Contra una concepción determinista de la existencia humana, creemos que el hombre es irreductible a la mera historia, supera ampliamente las estrecheces de las condiciones culturales, religiosas y políticas de cualquier momento presente. Por eso, casi siempre, en su aquí y ahora, de una manera u otra, se halla en condiciones de superar su pasado, por conflictivo y penoso que haya sido, y de no angustiarse hasta la desesperación por el futuro que le espera. [59] Al mismo tiempo, debe añadirse que su «fondo último», irreductible al simple paso de los días y las horas, resulta completamente inasible si no se tienen en cuenta sus cambiantes condiciones históricas, es decir, los variados y, a menudo, inquietantes contextos en los que, desde el nacimiento hasta la muerte, va ubicándose cinéticamente. En nuestro momento histórico, al contrario de lo que sucedía antaño, los «centros» religiosos, sociales y políticos son exclusivamente irrupciones fugaces que entran en competición entre sí, pero que, aunque lo pretendan, ya no pueden aspirar a una continuada exigencia de validez sin fisuras.
En este capítulo nos proponemos analizar algunos aspectos contextuales que, según nuestro parecer, poseen una capital importancia para hacerse cargo de en dónde se sitúa y bajo qué condiciones se plantea la cuestión de Dios en el momento presente. Creemos que tomarse en serio el propio tiempo es el prerrequisito indispensable para aproximarse al misterio de Dios, del hombre y del mundo. Porque, por más que lo deseemos e intentemos, jamás podremos desprendernos de nuestra espaciotemporalidad, de nuestra «condición adverbial»; constantemente «estamos situados» (Rombach). Vivimos, actuamos, gozamos, sufrimos y morimos en situación. Para nosotros, en medio de los vaivenes de la vida, Dios es siempre, lo sepamos o no, nuestro contemporáneo.

1.2. La situación

Lo que es determinante e imprescindible para la presencia de los seres humanos en el mundo es la situación. [60] Y la situación viene expresada por mediación de los diferentes lenguajes de que dispone ­si los aprende­ el ser humano, que es, por antonomasia, homo loquens y capax symbolorum. Una constatación que nos parece harto evidente en el momento actual es que los lenguajes que sirvieron, en los orígenes de la modernidad europea (a partir de finales del siglo XVII), para describir e interpretar aquella modernidad, han perdido hoy su capacidad expresiva y axiológica o están en camino de perderla. La modernidad avanzada o, si se prefiere, la posmodernidad, se caracteriza por la fragmentación e, incluso, la disolución de las experiencias globales. Esta nueva situación puede constatarse muy fácilmente en los eventos de la vida cotidiana. Por eso la ley del uno (ser = Dios = fundamento onto-teológico), que había sido el punto de partida ideacional y operativo de la cultura occidental, se ha disuelto y ya no actúa como principio unificador y organizador de la multiplicidad de perspectivas y sensibilidades, de los constantes procesos de fragmentación y «complexificación» (Luhmann) a los que se encuentran sometidas nuestras sociedades. [61] Para dar razón de este estado de cosas, Deleuze y Guattari apuestan por un «pensamiento rizomático», en el que no existe un «centro-bulbo» con capacidad para estructurar y unificar las variadas y, a menudo, caóticas manifestaciones de la realidad, sino que existe una multiplicidad de centros, más o menos provisionales, más o menos autónomos, que, en la variedad de espacios y tiempos, se combinan, se sobreponen, se contrastan e, incluso, se anulan (Morin).
Como seres humanos, tenemos la posibilidad de la desposesión (o del desvivirnos, en términos místicos) porque, como lo señalaba Helmuth Plessner, somos seres excéntricos que podemos acercarnos ­sin jamás llegar a apoderarnos de él­ al otro. [62] Esta «salida» en dirección al otro ­que posee unos innegables caracteres éticos­ siempre nos tiene como punto de partida a nosotros mismos, a nuestra situación en el mundo, móvil y sujeta a continuos cambios. Jamás podemos eludir la situación, pero, en la medida en que intentamos desposeernos de nosotros mismos, nos poseemos; «desituándonos», nos situamos; nos colocamos, descolocándonos; nos afirmamos, negándonos. La misma Palabra de Dios también debería adecuarse críticamente a nuestra idiosincrasia de seres parlantes y relacionales que siempre se encuentran situados.
Para el ser humano, a causa de su irrenunciable «condición adverbial», «estar situado» significa disponer de una espaciotemporalidad propia, es decir, encontrarse sin cesar, para bien o para mal, positiva o negativamente, en un proceso de autoconfiguración y de autocontextualización. Escribe Heinrich Rombach: «Donde la existencia humana se encuentra originariamente es en la situación. A lo que responde es a la situación. A lo que está enfrentada es siempre la situación. Todo lo que se puede dar, se da en una situación». [63] La situación es anterior a la experiencia del mundo, porque ésta siempre se nos ofrece en una determinada situación.
Debe añadirse que, como concepto abstracto, no existe la «situación» en general, sino que siempre se trata de mi situación, de un estadio concreto o de una etapa concreta de mi periplo biográfico. No puedo alcanzar lo más íntimo de mi yo si no es mediante la situación, ya sea mi situación de «salida» o de «entrada». Lo mismo puede decirse del otro: sólo me resulta accesible a través de la situación o, si se prefiere, en el entrecruzamiento de su situación con la mía, lo cual, para ambos, da lugar a una nueva situación en la que, para hablar como Martin Buber, se produce un «encuentro creativo» de seres humanos.
Todo lo dado pasa por la situación. Ella es la forma originaria del ser dado [...] La situación da. No es dada. Así, la situación es la condición básica de todo aquello que es dado [...] La situación es la forma básica de la existencia. No es un atributo sino la portadora de todos los atributos. [64]
De ahí se desprende la imposibilidad de concretar a priori lo que es el ser humano. Su «trayectoria situacional» impide formular de manera concluyente y definitiva las dimensiones de su humanidad o de su inhumanidad. [65] Lo mismo acontece en relación con nuestras imágenes y comprensión de Dios. Lo que, en cada momento, Dios es para nosotros se encuentra íntimamente afectado por las respuestas que damos a la diversidad de situaciones a las que ­lo queramos o no­, desde el nacimiento hasta la muerte, vamos respondiendo. [66] Es incontestable que, cuando decimos algo sobre Dios, estamos afirmando algo sobre nosotros mismos. La remisión a lo lejano y desconocido siempre sucede a partir de lo cercano y familiar. Nuestras imágenes y nuestra comprensión de Dios, como la misma existencia, siempre se encuentran in statu viae. Lo propio de los seres que se hallan en situación de éxodo es la necesidad de re-actualizar constantemente sus relaciones y expresiones en función de las múltiples variables contextuales (situaciones) que intervienen en su peregrinaje hacia lo desconocido y, al mismo tiempo, fervientemente deseado. Dios no es un dato metafísico conocido y estipulado a priori, sino que es una presencia sorprendente e incontrolable que, a pesar de su total trascendencia respecto al ser humano, en cada aquí y ahora, se mantiene en la cuerda floja entre la ausencia y la presencia (Deus absconditus-Deus revelatus) a través de la calidad de las relaciones del hombre con el Otro divino y humano.
Lo que acostumbramos a llamar «interioridad» también se constituye mediante la situación. «Lo interior» no es un a priori, algo predado y anterior a la experiencia, sino que tiene que constituirse en y a partir de la experiencia.16 Cuando nos referimos a «nuestra vida interior», estamos hablando de una situación en continuo estado de metamorfosis y, si utilizamos un lenguaje convencionalmente más religioso, debemos servirnos del término «conversión». Por mediación de esas incesantes metamorfosis, la existencia humana alcanza, siempre provisionalmente, la identidad del yo; una identidad que siempre se constituye desde fuera, a partir de aquella exterioridad que repercute en la interioridad y la modifica. No se trata, por consiguiente, como pretenden los que adoptan actitudes gnósticas o gnostizantes, de una construcción autónoma, independiente de toda exterioridad, sino del impacto de ésta en nuestra vida cotidiana. La interioridad, a su vez, como respuesta, incide en la exterioridad y la transforma. [67] Creemos que es a partir del siempre «estar en situación» que tiene sentido referirse al hombre como un ser responsorial, aposteriorístico, que se mueve constantemente entre la pregunta y la respuesta, es decir, en el ámbito de la responsabilidad. El margen de maniobra de una situación es, de nuevo, una situación. Por ejemplo, en los encuentros con el otro, vamos enfrentándonos a distintas situaciones que, en cada aquí y ahora, son anteriores al momento identitario de las personas concretas y, por eso mismo, incidirán en la articulación histórica de nuestra identidad, móvil y flexible, que en ningún caso está ontológicamente predeterminada. [68] En contra de una comprensión esencialista y extática de la identidad (de Dios y del ser humano), abogamos por una comprensión dinámica, que po...

Índice

  1. INTRODUCCIÓN
  2. 1. DIOS EN EL MOMENTO PRESENTE
  3. 2. DIOS Y LA MEMORIA
  4. 3. EL CONFLICTO DE LAS IMÁGENES DE DIOS
  5. 4. DIOS Y LA GNOSIS
  6. 5. LA IMAGEN DE DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ
  7. Conclusión final
  8. Bibliografía
  9. Notas