La gracia como libertad
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La gracia como libertad

Rahner, Karl

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La gracia como libertad

Rahner, Karl

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Los artículos teológicos y espirituales aquí reunidos fueron escritos por Karl Rahner para muy diversas circunstancias —conferencias, artículos, emisiones televisivas, entrevistas, meditaciones y alocuciones— y reunidos por él mismo en forma de libro. En ellos, Rahner se enfrenta con mirada positiva y actitud optimista a uno de los más intrincados problemas de la teología: el de la exposición de la cooperación de Dios y el hombre para la salvación, de modo que se salvaguarde por un igual la omnipotencia de la acción divina y la autonomía de la libertad y de la responsabilidad humana. O, con un planteamiento más bíblico, cómo precisar la función que desempeña la libertad humana cuando el cristiano sabe y confiesa que es la gracia de Dios "la única que justifica". Sobre estas cuestiones, de tan abierta actualidad, se deslizan claras, penetrantes, serenas, las reflexiones del gran teólogo del siglo XX, Karl Rahner. Pero no a modo de fórmulas científicas, sino desde la óptica de la libertad como "el acontecimiento personal y espiritual, único e irrepetible, de cada hombre en su valor definitivo delante de Dios".

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Información

Año
2011
ISBN
9788425427084
Categoría
Religión

Capítulo segundo
HABILITACIÓN PARA LA VERDADERA LIBERTAD

TEOLOGÍA DE LA LIBERTAD

Aun queriendo decir algo sobre la teología de la libertad no pretendemos, desde luego, a causa del poco espacio de que disponemos, ofrecer una visión de conjunto sobre la doctrina de la libertad en la historia de los dogmas y de la teología, ni más exactamente, poner de relieve las afirmaciones teológicas sobre la esencia de la libertad en las fuentes de la teología: la Escritura, la tradición y el magisterio eclesiástico. Ambas cosas son aquí imposibles. Bástenos decir en forma sintética lo que objetivamente se desprende de la salvación sobre la esencia de la libertad. [1]
A lo largo de su historia individual y colectiva el hombre se plantea poco a poco sus peculiaridades esenciales de una forma «temática» y objetiva, aunque en cada uno de sus actos las realice de forma «atemática», es decir, sin centrar explícitamente su atención sobre ellas. Y por eso la historia de la salvación y de la revelación, e incluso la historia de la teología cristiana, viene a ser una historia de la progresiva autocomprensión «temática» del hombre como ser libre. No se trata, por consiguiente, de que el hombre haya sabido siempre de manera explícita y adecuada lo que es la libertad humana ni de que haya utilizado este concepto en las afirmaciones de la revelación y de la teología como algo acabado e inmutable y sin una profundización ulterior. Tal vez sea ésa la impresión que deje a menudo la teología escolástica corriente; pero en realidad no es así. Por supuesto que no podemos esbozar aquí, ni siquiera brevemente, la historia del concepto greco-occidental de libertad.
En un principio se consideró la libertad como liberación de la opresión social, económica y política; es decir, como lo contrario de esclavitud, servidumbre, etcétera. Es, pues, en primer lugar, un derecho ­una propiedad­ del ciudadano que contribuye a mantener y definir el estado de una polis independiente. El concepto se va luego individualizando y va ganando en interioridad: es libre aquel que posee la autopraxía, el que puede hacer lo que quiere. Esa libertad interna, ese «no estar sujeto» a poderes que lo alienen a uno de sí mismo, se considera, cada vez más, como restringida a una interioridad en la que el hombre justamente es y puede continuar siendo él mismo. De tal manera que si el hombre carga con esa responsabilidad y reconoce y aprecia ese recinto de su interioridad espiritual, inatacable desde fuera, como la sede de su ser de hombre, por lo menos ahí es libre y puede continuar siéndolo.
Alguna que otra vez se ha pretendido que el hombre podía liberarse de aquellas partes de su ser, distintas de ese sublime yo interior, y de los poderes que las dominan ­la naturaleza, el Estado­ cesando de oponérseles y considerándolos indiferentes; que podía ser libre al liberarse de tales poderes descubriéndolos como inconscientes y sin valor para él. Hay que tener en cuenta lo siguiente: la auténtica libertad de elección, es decir, la libertad que no sólo consiste en que el hombre no sufra coacción exterior, sino en que, por encima de sí mismo, se le exige una decisión libre y que, por tanto, es exigencia y tarea más que «libertad», esa libertad, digo, sólo puede verse con claridad en el cristianismo, porque solamente en él es cada cual el ser único de valor eterno, y en el amor personal de Dios al hombre, que debe realizarse con la más alta responsabilidad personal y, por lo tanto, con libertad.
La historia de la revelación ha entrado con Jesucristo en su fase definitiva, escatológicamente insuperable, y la insuperabilidad intramundana de esta fase final no es un puro hecho ­sólo porque Dios no quiera revelar nada nuevo­, sino algo que viene dado con la íntima esencia de esta misma fase ­pues la aparición Hombre-Dios sólo puede superarse esencialmente con la visión directa de Dios­. Así las cosas, esta peculiaridad de la historia de la revelación en Cristo también debe ser válida para la constitución esencial del hombre como ser libre: la libertad, tal como Dios creador se la asegura continuamente al hombre, es la libertad de la aceptación total del misterio absoluto que llamamos Dios; y esto de tal modo que Dios no es un «objeto» más entre los que se ejercita una libertad de elección neutral de carácter objetivo, sino más bien aquel que en este acto absoluto de libertad empieza a identificarse con el hombre y sólo en el cual la esencia misma de la libertad llega a su plena realización.

I.
EN LA CONCEPCIÓN TEOLÓGICA LIBERTAD ES LIBERTAD DESDE DIOS Y HACIA DIOS

Sería desconocer totalmente la esencia de la libertad querer comprenderla como la mera facultad de elección entre objetos distintos, dados adicionalmente y a discreción, entre los cuales también se encontraría Dios como uno de tantos; de tal forma que entre esos objetos Dios sólo jugaría un papel importante en la realización de esa libertad de elección, por causa de su propia peculiaridad objetiva y no en razón de la esencia misma de la libertad. Sólo hay libertad ­lo dice expresamente santo Tomás­ porque existe el espíritu como trascendencia, como elevación y anticipo por encima de todo lo particular y concreto hacia el ser universal. Sólo hay trascendencia ilimitada hacia el ser absoluto y, por tanto, independencia, indiferencia frente a un determinado objeto finito, dentro del horizonte de esa trascendencia absoluta en cuanto que esta trascendencia, en cada acto particular que se ocupa de un objeto finito, está orientada hacia la unidad originaria del ser universal, y en cuanto que tal trascendencia supraobjetiva ­como fundamento de todo comportamiento objetivo, categorial, hacia un sujeto finito y también para con el ser infinito, pensado en conceptos finitos­ está posibilitada por un abrirse continuo, por una irrupción de su horizonte, de su «hacia dónde absoluto», que llamamos Dios. No hablamos precisamente de un «hacia dónde absoluto» de la experiencia trascendental por expresarnos de un modo difuso y complicado, sino por un doble motivo: si decimos simplemente «Dios», entonces cabría el temor continuo de poder ser malentendidos en el sentido de que hablásemos de Dios como expresado en unos conceptos objetivantes, cuando se trata precisamente de hacer resaltar el hecho de que «Dios» ya está de antemano y por vía de superación incluso allí donde es objeto finito del conocimiento. Con otras palabras, puesto que precisamente pensamos a Dios, en cuanto que de manera no expresa ­atemáticamente­ in quolibet cognoscitur, como dice santo Tomás, y no en cuanto se habla de él expresamente y a posteriori, no podemos decir simplemente «Dios». Mas si llamásemos al «hacia dónde absoluto» de la trascendencia «cosa», «objeto», provocaríamos igualmente el equívoco de que se trataba de un «objeto» tal como se da en el conocimiento; que se trataba del «hacia dónde absoluto» de la trascendencia en cuanto puesto expresamente ­inserto en unas categorías­ por la reflexión secundaria sobre esa trascendencia inmediata, cuando en realidad se trata del «hacia dónde absoluto» en que la trascendencia se realiza originariamente.

Sólo Dios hace posible la libertad

La libertad tiene, por consiguiente, una carácter teológico no sólo cuando Dios es pensado explícitamente dentro de unas categorías objetivas junto a otros objetos, sino siempre y en todas partes, a partir de la esencia misma de la libertad, porque en cada acto libre Dios está dado atemáticamente como su fundamento sustentador y su último «hacia dónde absoluto». Si santo Tomás dice que Dios puede ser conocido en cada objeto de manera atemática, pero real, también esto vale para la libertad: en cada acto libre se quiere a Dios atemática, pero realmente, y viceversa. Sólo así se experimenta lo que con la palabra «Dios» se piensa en realidad, a saber, el «hacia dónde absoluto» e inabarcable, tanto volitiva como conceptualmente, de la única trascendencia radical del hombre que se desdobla en conocimiento y amor.
El «hacia dónde absoluto» de la trascendencia no permite que se disponga de él; él es, más bien, la silenciosa disposición infinita sobre nosotros en el momento y siempre que empezamos a disponer y a juzgar de algo, haciéndolo depender de las leyes de nuestra razón apriorista. Ese «hacia dónde absoluto» de nuestra trascendencia está presente, por eso, según un modo de rechazo y ausencia que le es peculiar. Se nos da de acuerdo con una modalidad de retraimiento, de silencio, lejanía e inabarcabilidad y, por consiguiente, como el misterio absoluto. Para ver esto con más claridad hay que reflexionar naturalmente sobre el hecho de que en nuestra experiencia normal a este «hacia dónde absoluto» de lo ya dado y sólo lo tenemos presente como condición de la posibilidad de una comprensión de lo finito; y que por lo menos en esta experiencia normal, nunca se nos da su visión directa e inmediata. Se nos da simplemente como el «hacia dónde absoluto» de la trascendencia misma, de modo que con ello se evita todo «ontologismo», según el cual Dios en sí mismo sería el primer conocimiento «en» el que conoceríamos todo lo demás. Y es que este «hacia dónde absoluto» no se experimenta ni directa ni objetivamente, sino que lo descubrimos en la experiencia de la trascendencia subjetiva. Además, el «hacia dónde absoluto» y la propia superación están dados sólo como condiciones de la posibilidad de un conocimiento categoríal, pero no por sí mismos. De ahí que este «hacia dónde absoluto» de la trascendencia sólo se dé según la modalidad de la lejanía rechazante. Nunca se puede llegar a ella directamente; nunca captarla de modo inmediato. Existe sólo en cuanto nos remite mudamente hacia otra cosa, hacia un ser finito como objeto de la mirada directa.

Libertad frente a Dios

Es decisivo para la comprensión cristiana de la libertad el que ésta no sólo venga posibilitada desde Dios y esté referida a él como horizonte sustentador de una libertad de elección categorial, sino que sea también una libertad frente a Dios. Tal es el tremendo misterio de la libertad en la interpretación cristiana.
Cuando Dios categorialmente sólo es comprendido como una realidad junto a otras, como uno de los muchos objetos de la libertad de elección ­como una facultad neutral que se ocupa arbitrariamente de esto o de aquello­, la libertad de elección frente a Dios no supone ninguna dificultad. Mas como la libertad se mantiene como tal frente a su fundamento sustentante, y como puede negar culpablemente la condición de su propia posibilidad en un acto que la reafirma necesariamente, de ahí el carácter extremo de su declaración sobre la esencia de la libertad creatural, que por su radicalidad deja muy atrás al tradicional indeterminismo categorial. Para la doctrina cristiana de la libertad es decisivo que esta libertad implique la posibilidad de un sí o un no frente a su propio horizonte e incluso eso es lo que la constituye propiamente, y esto no precisamente ni en primera línea allí donde Dios está dado y representado temáticamente en unos conceptos categoriales; también allí donde viene dado atemática, pero originariamente, en la experiencia trascendental como condición y valor de cualquier actividad personal, sobre el mundo ambiental e íntimo. En este sentido encontramos a Dios en todas partes, de una manera radical, como el primer interrogante planteado a nuestra libertad, en todas las cosas del mundo, y sobre todo en el prójimo, como dice la Escritura.

La paradoja de la libertad humana

¿Por qué, nos preguntamos con mayor precisión, el horizonte trascendental de la libertad no sólo es la condición de su posibilidad, sino también su verdadero «objeto»? ¿Por qué no sólo actuamos libremente frente a nosotros, a nuestro mundo circundante y a nuestros allegados, de acuerdo con la realidad o en desacuerdo con ella, bajo aquel inmenso horizonte de la trascendencia, desde el cual salimos libremente al encuentro de nosotros mismos y de nuestro mundo circundante y contemporáneo, sino porque, además, ese mismo horizonte es también «objeto» de esta libertad en el «sí» y en el «no» que le damos? Per definitionem él es, una vez más, el que hace posible el «no» en contra suya; por lo que en ese «no» vendrá al mismo tiempo y de modo ineludible afirmado como condición de la posibilidad de la libertad y como «objeto» atemático o incluso ­en el «ateísmo» explícito, teórico o práctico­ negado como objeto expresado conceptualmente.
En el acto de esta libertad que niega se da, pues, afirmado y negado; y esta suprema monstruosidad se retira a la vez y se relativiza en la temporalidad al objetivarse necesariamente en el material finito de nuestra vida y en su dilatación temporal que ella mediatiza. Pero la posibilidad real de una tal contradicción en la libertad no se puede negar; aunque de hecho se la discute y pone en duda. En la teología vulgar de la vida cotidiana sucede esto siempre que se dice que no cabe imaginarlo de otro modo sino que el Dios infinito, en su imparcialidad, puede evaluar la pequeña deformación de una realidad finita, la infracción contra una estructura esencial concreta y simplemente finita, tal como es, como finita; y que, en consecuencia, no puede sobrevalorarla mediante un precepto absoluto y una sanción infinita, cual si la considerase dirigida contra su propia voluntad como tal. La «voluntad» contra la que realmente se atentaría con tal pecado sería la realidad finita querida por Dios; suponer, por encima de ese hecho, un atentado contra la voluntad de Dios equivaldría al error de colocar la voluntad divina como una realidad parcial al lado y dentro de la misma categoría del objeto finito querido por ella. De todos modos permanece en pie la posibilidad de negar a Dios mismo por medio de la libertad. De lo contrario desembocaría en una verdadera cerrazón subjetiva de la libertad ­de la que hablaremos más adelante­, pues de lo que se trata en el fondo es del sujeto como tal y no sólo de tal o cual cosa. Si en el acto libre se trata del mismo sujeto, en cuanto que es trascendencia y porque los entes particulares intramundanos que encontramos en el horizonte de la trascendencia no son meros incidentes dentro de un espacio que permanece incólume, sino que son la concreción histórica del encuentro y entrega del origen y destino de nuestra trascendencia, que sustenta nuestra subjetividad, entonces la libertad frente a los entes particulares con los que nos encontramos será siempre la libertad frente al horizonte, fundamento y abismo que le permite salirnos al encuentro y trocarse en un elemento interno de nuestra libertad acogedora. En la medida y razón que el horizonte no le puede ser indiferente al sujeto, en cuanto cognoscente, sino que es, temática o atemáticamente, aquello con lo que tiene que tratar esa trascendencia cognoscente, incluso cuando no tiene como objeto expreso ese «hacia dónde absoluto», en esa medida y razón la libertad tiene que habérselas con Dios mismo fundamental e inevitablemente, aunque se realice siempre en lo concreto y singular de la experiencia y a través de esto se exprese a sí misma. La libertad es en su origen libertad de sí a del no a Dios y, por tanto, libertad del sujeto para consigo mismo. La libertad sería una libertad indiferente para esto o lo otro, si fuese la repetición prolongada indefinidamente de lo mismo o de su contrario ­que no es más que una forma de lo mismo­, una libertad del eterno retorno, del mismo ritornello si no fuese necesariamente la libertad del sujeto para consigo mismo de forma definitiva y, en consecuencia, libertad para con Dios, aun cuando se sepa muy poco, en cada acto libre, de este fundamento y del «objeto» más auténtico y radical de la libertad.

Libertad y gracia

A esto que se añade una segunda reflexión que saca a luz el último fundamento teológico de la libertad como libertad frente a Dios y que aquí sólo podemos apuntar brevemente. Cuando la concretez gratuita e histórica de nuestra trascendencia está sostenida por la autocomunicación de Dios a nosotros; cuando nuestra trascendencia espiritual jamás viene dada como simple don natural, sino que siempre y en todas partes está abarcada y sostenida por la dinámica gratuita de nuestro ser espiritual orientado hacia la cercanía absoluta de Dios; cuando, con otras palabras, Dios concretamente no está sólo presente como el horizonte de nuestra trascendencia que siempre escapa y desaparece, sino que se ofrece como tal en lo que llamamos gracia divinizante, como nuestra posesión inmediata, entonces la libertad recibe en la trascendencia y en el sí y el no por razón de su fundamento una inmediatez para con Dios, por medio de la cual, y de la manera más radical, se convierte en la facultad del sí y del no frente a Dios mismo. Y esto de manera que no hubiese podido alcanzarlo con el concepto abstracto y formal de la trascendencia hacia Dios, como el simple horizonte lejano y alejante de la realización existencial y desde el cual tampoco podría haberse derivado.

II.
LIBERTAD ES LA TOTAL DISPOSICIÓN DEL SUJETO HACIA LO DEFINITIVO

Libertad para salvarse o condenarse

La libertad, como decíamos, no puede interpretarse cristianamente como la facultad, en sí neutral, de hacer esto o aquello en un orden caprichoso y dentro de una temporalidad que sólo se rompería desde fuera, aunque, vista desde la perspectiva de la libertad, podría seguir corriendo indefinidamente; sino que la libertad es la facultad de realizarse a sí mismo de una vez para siempre, la facultad que por su misma esencia se dirige hacia lo definitivo libremente realizado, del sujeto como tal. Esto es evidentemente lo que pretenden decir las afirmaciones del cristianismo sobre el hombre, su salvación y condenación, cuando ese hombre, como ser libre, debe y puede responder de sí mismo y de la totalidad de su vida delante del tribunal divino, y cuando el juicio inapelable sobre su salvación o condenación lo pronuncia, de acuerdo con sus obras, un juez que no se fija en las meras apariencias de la vida, en la «cara», sino en el núcleo de la persona forjado libremente en el «corazón».
Aun cuando, en la Escritura, la libertad formal de elección y decisión del hombre se la da más bien por supuesta y no constituye una enseñanza expresa, sí que se trata explícitamente, sobre todo en el Nuevo Testamento, el tema, más aún, la paradoja, de una situación en la que la permanente libertad responsable del hombre, sin ser suprimida, está esclavizada bajo la servidumbre de los poderes demoníacos del pecado y de la muerte, y en cierto modo también de la ley, y que por la gracia de Dios ha de ser liberada con vistas a una cierta inclinación interior hacia la ley ­de ello hablaremos todavía más adelante­. No obstante esto, no se puede dudar de que para la Escritura el hombre pecador y el justificado son responsables delante de Dios de las obras de su vida, y por consiguiente también son libres; de manera que la libertad es un constitutivo permanente y esencial del hombre. Pero precisamente porque para la revelación cristiana esta libertad está en la base de la salvación o la condenación absolutas y definitivas delante de Dios, es por lo que aparece de inmediato su verdadera esencia. Puede ser que para una experiencia meramente profana y vulgar la libertad de elección aparezca sólo como la peculiaridad de cada acto del hombre, que se le puede atribuir en cuanto que lo realiza activamente, sin que tal realización haya sido ya establecida causalmente de antemano por una disposición interior del hombre o por una situación exterior anteriores a su decisión activa, y sin que, por tanto, resulte algo forzado.
Un concepto semejante de la libertad de elección la divide en su realización, atomizándola exclusivamente de cara a los actos particulares del hombre, que sólo se mantienen unidos gracias a una neutra mismidad substancial del sujeto que los pone a su facultad y al límite exterior del tiempo vital. De este modo la libertad sólo sería una libertad de actos, un poder atribuir cada acto a una persona que en sí permanece neutral, y que por ello se puede determinar a sí misma siempre de nuevo ­mientras se den las condiciones exteriores­. Pero la interpretación cristiana afirma que el hombre puede decidir y disponer de sí mismo como de un todo, y de un modo definitivo, por medio de su libertad; que no sólo realiza actos moralmente calificables, sino también actos auténticamente transitorios ­que después sólo gravan sobre él jurídica o moralmente­, sino que por su libertad de decisión es realmente, en el fondo ...

Índice

  1. Prólogo
  2. Siglas empleadas
  3. Capítulo primero. DIOS, UNA PALABRA BREVE
  4. Capítulo segundo. HABILITACIÓN PARA LA VERDADERA LIBERTAD
  5. Capítulo tercero. VINCULACIÓN CON LA IGLESIA Y LIBERTAD PERSONAL
  6. Capítulo cuarto. LA FE CRISTIANA COMO LIBERACIÓN DEL MUNDO
  7. Capítulo quinto. DIMENSIONES Y SITUACIONES EJEMPLARES
  8. Capítulo sexto. PERSPECTIVAS ECUMÉNICAS
  9. Capítulo séptimo. LA LIBRE ACEPTACIÓN DE LA CRUZ Y DE NUESTRA CONDICIÓN DE CRIATURAS
  10. Capítulo octavo. RESPONSABILIDAD EN LA IGLESIA POSCONCILIAR
  11. Capítulo noveno. NUNCIOS DE LA GRACIA Y DE LA LIBERTAD
  12. Fuentes
  13. Notas