El flujo de la historia y el sentido de la vida
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El flujo de la historia y el sentido de la vida

La retórica irresistible de la selección natural

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El flujo de la historia y el sentido de la vida

La retórica irresistible de la selección natural

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¿De dónde provienen las ideas? Según Platón, de otro mundo perfecto; para el cristianismo, surgen de la revelación divina; para los ilustrados, son lo que queda después de abandonar supersticiones varias. El mundo decimonónico las ve como pensamientos contaminados de clasismo o ideología -Marx, Weber-, o de complejos personales enterrados en el subconsciente -Schopenhauer, Freud. Hoy es la interpetación darwinista la que cobra más fuerza: las ideas prosperan si ayudan a la supervivencia. Según el autor, este discurso que busca su justificación en la biología actual yace en realidad sobre una plataforma metafísica, la cual sustenta la retórica del conocimiento de un modo estético.

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Información

Año
2013
ISBN
9788425431999
PRÓLOGO
No puedo decir que esta obra póstuma de Carlos Castrodeza sea de lectura fácil, pero tampoco que fuera sencillo para mi querido amigo plasmar en unas pocas páginas una tesis de la enjundia que aquí se trata. Porque, estimado lector, si te adentras en su lectura vas a encontrar una obra tan profunda como desgarradora. Castrodeza eleva el darwinismo a categoría metafísica, desarrollando más lo que ya es patente en La darwinización del mundo, acomodando su pensamiento y haciéndose un hueco al de aquellos otros grandes pensadores que, como Heidegger, Derrida o Bourdieu, han reflexionado en torno a los asuntos que siempre nos han preocupado: el sentido de la existencia, la desigualdad, el mal, la naturaleza de las relaciones humanas o la muerte. Pero existe una novedad importante en este libro con respecto a obras previas y que no deja de sorprender a aquellos que hemos seguido con detalle la evolución del pensamiento del autor. Y es que Castrodeza, aun siendo un fiel aliado de la ciencia, en cuanto que es una actividad racional sublime, desveladora de lo inefable, llega a la conclusión de que la ciencia no es ajena a una metafísica subyacente. Ninguna actividad humana es ajena al contexto ideológico de la época correspondiente, que permea o impregna cualquier práctica, por intelectual, racional o científica que pueda parecernos. Castrodeza llega a la conclusión, tras un detallado estudio del pensamiento de Darwin y su época, de que la obra del naturalista es perfectamente contextualizable en su época y que sus formulaciones, incluido el concepto de selección natural, encajan naturalmente bien en el pensamiento de la sociedad victoriana. Estamos acostumbrados a pensar que existe un antes y un después de Darwin, que su tesis supone la ruptura naturalista del creacionismo. Pero Castrodeza sitúa el naturalismo de Darwin dentro de la teología naturalista. Y, en efecto, aunque Darwin da un giro de tuerca al introducir explicaciones nuevas en torno al origen y la evolución de las especies, particularmente la humana, no por ello su pensamiento deja de estar anclado en la metafísica que subyace en la época.
En torno al sentido de la existencia, Castrodeza se hace eco de la realidad del mundo de lo vivo, particularmente el humano, bajo el prisma del naturalismo. Si no existe tal cosa como la bondad en el mundo vivo no humano ni, por lo tanto, la maldad, debemos reflexionar sobre qué gobierna la conducta humana, dado que no podemos hacer abstracción de que estamos indisolublemente ligados a nuestra animalidad. ¿Qué va a cambiar en nosotros por ser nosotros? ¿Realmente podemos trascender nuestra animalidad? La tesis de Castrodeza es que no. La naturalización impone respuestas comunes a hechos tan aparentemente diferentes como los que se aprecian en unas especies y otras. Y es que, dado que el mundo es escaso en recursos, los seres que lo pueblan están indefectiblemente obligados a competir por ellos. Las formas en que se materializa y hace eficiente, de manera diferencial, tal competencia, es objeto de estudio de la evolución biológica. Pero para Castrodeza no queda duda de que la vida es desigual en los seres que produce, y que tal desigualdad comporta ventajas para unos en contra de los otros. Son ventajas porque los recursos son escasos. Castrodeza hace guiños a Dawkins cuando diluye la individualidad de los seres en sus genes. Son estos los que a la postre se perpetúan. Según tal perspectiva cobra sentido el nihilismo, y también la muerte porque, en efecto, los individuos son poco más que artefactos bien diseñados por sus genes para perpetuarse. Desaparecen los individuos, pero no los genes.
El desgarro de su pensamiento, verdadera síntesis de su testamento intelectual, se concentra con una increíble fuerza expresiva en el epílogo, al que titula «La trampa del pensamiento». Porque la teoría en torno a la existencia humana, vigente actualmente en el pensamiento occidental, no es otra cosa que puro darwinismo. Castrodeza la resume en las dos siguientes tesis: «1) lo único que puedo conocer es cómo ingeniármelas para sobrevivir aquí y ahora en un mundo en que no hay para todos de lo que todos queremos, y me debo comportar de tal manera que llegue a los codiciados recursos antes que mi prójimo sin que este se dé demasiada cuenta, y en lo posible sin provocarlo; y 2) lo que puedo esperar es prolongar mi vida de la manera menos onerosa posible, hasta que algún accidente o enfermedad, y en todo caso la senectud, dé al traste con mi existencia». Nada queda al margen de estas dos tesis, ni las ideas, ni las civilizaciones, ni las culturas, ni los países, ni los grupos de poder en un mundo globalizado. Todo aquello asociado a lo humano es susceptible de ser racionalizado y explicado bajo el prisma de la supervivencia diferencial, dado que «en el mundo, en cualquier sociedad, siempre ha existido desigualdad». No hay manera de zafarse de ella, y las ideologías que han ido formulándose a lo largo de la historia no son más que intentos, bajo tal evidencia, por hacer viables las diferentes sociedades. Castrodeza mismo llega a reconocer que el último darwinismo, el asociado a la psicología evolucionista y la sociobiología de segunda generación, hace tocar techo a la propia selección natural, porque ya no daría por bueno aquello de que le va bien en la vida a los más dotados biológicamente, sino a los favorecidos por la fortuna, aquellos cuyos progenitores o antepasados estaban «en el lugar justo en el momento oportuno». Y son estos los que han ido legitimando, con el decurso de la historia, su bienestar por medio de los diferentes poderes. Para Castrodeza, la lucha ideológica para justificar el statu quo o la rebelión entre los que tienen y los que no es constante y su desenlace es totalmente incierto.
Bajo el darwinismo la verdad y la ética son la trampa del pensamiento, el autoengaño epistémico-ético que constituye pensar que la verdad es algo alcanzable, o el bien algo real. Su falacia se pone de manifiesto cuando, en determinados momentos límite, la supervivencia demanda respuestas que violan sin ningún género de dudas aquello que formaba parte del pensamiento, ya que, según Castrodeza, en esas condiciones, mucho más habituales de lo que un biempensante occidental estuviera dispuesto a reconocer, «el pensamiento se desboca y se traiciona a sí mismo». Y es que, como sostiene Dennett, la selección natural es un ácido universal que corroe todo aquello que no le es afín, sea ético, epistémico o político. La conclusión, nada halagüeña por otra parte, pues todo esto parece un sinsentido existencial, es que el único sentido es el sinsentido. Nos aliviamos frente a este panorama, dado que no podemos caer en la trampa del pensamiento, recurriendo a lo que Castrodeza denomina «estética de la supervivencia», estética que engulle a la ética y a la verdad y que, ayudada por la tecnociencia, sirve para ocultarnos toda la suciedad que subyace a esta cruda realidad, creando otra realidad ficticia alternativa, aunque crecientemente creíble.
Y esta es la historia de nuestra especie. En forma descarnada y descorazonada, Castrodeza concluye que, «en definitiva, nada garantiza un final feliz a la historia natural del Homo sapiens, aunque en realidad no parece que este enunciado tenga asimismo mucho sentido».
Lector, he tratado de resumir en unas pocas páginas lo que probablemente constituye una de las obras más señeras y originales del pensamiento español de todos los tiempos. Carlos Castrodeza, erudito hasta la saciedad y el más darwinista de los pensadores darwinistas, se atreve, como pocos han hecho hasta ahora, a llevar la tesis de la darwinización del mundo hasta sus últimas consecuencias. Que nadie piense que sus conclusiones son simplistas. Todo lo contrario, la obra recorre la historia del pensamiento y lo reinterpreta desde una óptica particular que nada tiene que ver con la trampa del pensamiento que supone buscar una verdad inalcanzable o la práctica del bien que no existe. Y su explicación tiene sentido, aunque pueda disgustarnos profundamente.
Andrés Moya
Catedrático de Genética
Universitat de València
INTRODUCCIÓN
En el presente texto1 se analiza la ontoteología existencial de Occidente, en particular,2 así como de la proyección humana en general, según una perspectiva psicosocial rigurosamente matizada por consideraciones biológicas. En nuestro tiempo este proceder es ya obligado. Sin embargo, este análisis vendría imbuido asimismo de una retórica metafísica que se estima igualmente insoslayable. Se trata de un análisis que se lleva a cabo a partir de las consideraciones básicas sobre la deconstrucción textual que emergen colateralmente de la obra filosófica de Jacques Derrida, circunstancia capital en la que solo se ha incidido de pasada en obras anteriores. Ahora, finalmente, toca caracterizar las intuiciones en las que se enraíza el conocimiento. Un conocimiento tácito solo es accesible mediante otro conocimiento tácito. Es el conocimiento como instinto enmascarado de racionalidad consciente, o sea, el conocimiento como expresión estética de la supervivencia. Este escenario gnoseológico se remitiría en esencia a la base discursiva ejemplificada por Martin Heidegger en lo que Ernst Tugendhat llama método evocador,3 el cual tendría su manifestación más extrema hasta la fecha en la obra de Derrida. Por este método se plantean ideas cuya evidencia conceptual meramente se asume sin argumento alguno. De manera que el discurso racional que caracteriza la historia de Occidente desde los griegos no sería en realidad el discurso argumentativo que lo caracteriza, sino un discurso evocador de corte heideggeriano enmascarado de discurso racional. Y es que, además, todo discurso evocador se termina diluyendo en un discurso estético, como efectivamente ocurre en la obra de Heidegger en su conjunto, según la cual, en efecto, la existencia humana es estética en sus estructuras más fundamentales. Pero es estética, según se matizará, desde la visión derrideana, que nunca podrá evitar postular el mismo objeto que desea destruir, valga la contradicción. Y es que la ensoñación estética desde el naturalismo más radical supone vivir en el colchón de una realidad que se sabe falsa y que, paradójicamente, potencia la propia supervivencia.
En definitiva, en este texto se intenta dilucidar por qué el discurso que la biología actual considera evidente —en lo que atañe al pensar humano sobre su propia condición histórica y el sentido de su existencia— yace en realidad sobre una plataforma metafísica que sustenta la retórica del conocimiento de un modo estéticamente inapelable. Por momentos, al menos, otras aproximaciones metafísicas pueden asimismo ser epistémicamente rentables desde la perspectiva de la supervivencia. Pero el establecimiento del drama es incontrovertiblemente estético. En efecto, se decora el mundo para promover la supervivencia en un medio fundamentalmente inhóspito. Y a la inversa, cuando esa promoción se dispara favorablemente hasta el punto de perder el control adaptativo, hay que cambiar el decorado que embauca por otro más a tono. Lo que no tiene sentido bioantropológico es lo que se conoce como la estética «químicamente» pura, es decir, «el arte por el arte», pensamiento de profundas raíces nietzscheanas que el posestructuralismo ha hecho suyas. El «arte por el arte» sería una patología etológica asociada a la inclaustración del ser humano en recintos foráneos a una «lucha por la supervivencia» sancionada por su propia filogénesis. La idea es rescatar una naturaleza sucia que en su fase más limpia «imitaría al arte» (Oscar Wilde). La referencia clave a este último propósito sería la «esfera estética» de Max Weber, en la que residiría la «salvación» de la rutina de la vida cotidiana representada en las servidumbres de la racionalidad práctica y teórica. Lo mismo cabe decir de Adorno, Benjamin, Heidegger o, incluso, Wittgenstein y el mismo Habermas. Porque la idea de que la expresión de lo inefable es equivalente a la representación de lo que no es representable —o sea, el arte— es parte de la estética de la retórica de lo estético, valga la expresión.4
Es verdad, por otra parte, que la idea de estética, desde su formulación más actual en la obra de Alexander Baumgarten (Aesthetica, 1750), tiene como referencia la resolución de una tensión que Eagleton representa diciendo que, una vez «[c]oncluido el desgarramiento entre el individualismo ciego y el universalismo abstracto, el sujeto renacido vive su existencia, podríamos decir, estéticamente, de acuerdo con una ley [la costumbre] que ahora está por completo de acuerdo con su ser espontáneo».5 Aunque es David Hume quien va más allá, al estetizar no solo la ética sino el entendimiento, superando naturalísticamente al mismo Darwin, y en la misma dirección que se sigue en este escrito.
De acuerdo con lo dicho, esta obra tiene un contenido primordialmente estético de encauzamiento darwiniano, incluso cuando se decanta por una narrativa meramente descriptiva en su intención. Y es que Darwin, como Heidegger, manifiesta su pensamiento con una exacerbada ingenuidad, porque sus ideas básicas fluyen con una espontaneidad cuya enjundia asombra. Para ambos, la historicidad de lo humano es algo fundamental. Así, Richard Wolin, experto en temas heideggerianos, pregunta iluminadoramente: «¿Cómo puede una filosofía que se entiende como “ontología fundamental” —a la manera de una delineación de estructuras atemporales y esenciales que definen nuestro ser-en-el-mundo— y, por tanto, con pretensiones de validez eterna, ser el resultado de “vulgares” circunstancias históricas?».6 Se estima, por añadidura, que cualquier aserto lingüístico tiene una dimensión exclusivamente retórica o evocadora, a menos que exprese un mensaje meramente instrumental, y aún así. Porque el mencionado método evocador se desarrolla, en clave heideggeriana, a causa de una «deficiente comprensión del ser» en la historia de la filosofía. Efectivamente, nunca se ha comprobado de raíz lo que «es» (lo propiamente ontológico), aunque, en aras de la supervivencia, sí se ha instrumentado esa incomprensión en el estudio de los seres (lo óntico). En este sentido, Heidegger es el filósofo que en la tradición occidental se expresa con más claridad, sin la pomposidad de Nietzsche, su gran precursor en la presentación de esa claridad existencialmente asfixiante. Igualmente claro es Darwin a la hora de dilucidar lo que realmente pueda ser el hombre. Ambos evitan los ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. PRÓLOGO
  6. Notas
  7. Información adicional