Hannah Arendt. Una filosofía de la natalidad
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Hannah Arendt. Una filosofía de la natalidad

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El proyecto vital e intelectual de Hannah Arendt (1906-1975) palpita entre la luz y las sombras. Distingue la luz en la esfera pública, donde hombres y mujeres confirman el hecho biológico de su nacimiento mediante acciones y palabras; y se mantiene en las sombras, al proteger celosamente su intimidad en compañía de sus amigos. Este libro trata de esbozar algunos elementos del legado filosófico arendtiano, cuyo armazón teórico edifica una filosofía de la vida que es también una filosofía de natalidad y una filosofía del comienzo, una filosofía política original que nos recuerda que aunque hemos de morir, también hemos venido al mundo para iniciar algo nuevo.

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Información

Año
2011
ISBN
9788425427152

1. En la brecha del tiempo

El presente es la dimensión de la cercanía
y de la lejanía.
HANNAH ARENDT, Diario filosófico
En las lecciones que Martin Heidegger impartió en el curso 1951-1952, bajo el título ¿Qué significa pensar?, podemos leer lo siguiente: «Aprendemos el pensamiento en la medida en que atendemos a lo que da a pensar». [54] Lo que más merece ser pensado es, precisamente, lo que nos da que pensar, el acontecimiento. Pues el pensamiento surge, en su máxima tensión, de las experiencias que lo conmueven. El pensar toma su asiento en la experiencia que el hombre hace en el mundo. Por eso, dice en otro momento Heidegger, «el que se dé un interés por la filosofía, todavía no es un testimonio fehaciente de la disposición a pensar». [55]
Al final de su vida, Arendt, cuya propia experiencia con el nazismo determinó tanto el estilo como muchos de los contenidos de su propia actividad pensante, fue plenamente consciente de la importancia de esas palabras de Heidegger: el interés filosófico no garantiza un pensar que se abra a lo que debe ser pensado, la actualidad de un presente desgarrado por la experiencia de los modernos totalitarismos. Su última e inacabada obra, La vida del espíritu, una investigación dedicada por entero a las actividades fundamentales de la vida de la mente ­el pensar, la voluntad, el juicio­, da cuenta, desde la primera línea, de esa estrecha relación entre pensamiento y experiencia. [56]
Arendt señala en esta obra, publicada póstumamente, que fue el recuerdo de los crímenes por los que fue juzgado Adolf Eichmann [57] lo que evidencia que «el hábito de examinar y de reflexionar acerca de todo lo que acontezca o llame la atención» constituye una actividad de primera importancia entre las condiciones que llevan a los seres humanos a evitar el mal o lo condicionan frente a él. A Arendt le pareció clara la desproporción entre los crímenes cometidos por Eichmann y su absoluta superficialidad, que se basaba más en su ausencia de pensamiento que en motivaciones «malignas». Esta incapacidad de Eichmann para pensar por sí mismo determinó la posibilidad del crimen cometido porque impidió que juzgase la situación y distinguiese entre lo que estaba bien y lo que estaba mal. El crimen fue ejecutado porque había que cumplir una orden, y esa orden era un «imperativo categórico» incuestionable. Eichmann era un ser humano «corriente» que había cometido los crímenes por los que fue condenado a muerte porque era eso lo que había que hacer, porque ésa era la orden que se le había encomendado y porque no pensó ni en lo que hacía ni en sus consecuencias. Evitó «reflexionar por sí mismo» más allá de los condicionamientos derivados del mandato recibido y, en consecuencia, fue incapaz de un mínimo juicio reflexivo de humanidad.
La distinción entre «conocer», por un lado, y «pensar», por otro, es para Arendt determinante, pues si la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo debe tener algo que ver con la capacidad de pensar, entonces «debemos poder "exigir" su ejercicio a cualquier persona que esté en su sano juicio, con independencia del grado de erudición o de ignorancia, inteligencia o estupidez, que pudiera tener». [58] Así pues, para causar un gran mal no es en absoluto necesario un «mal corazón»: basta con la banalidad derivada de una ausencia de pensamiento. Y la absoluta ausencia de pensamiento de Eichmann, unida a su superficialidad, nos enfrenta, dirá Arendt en «Questions de philosophie morale», al verdadero «problema moral» de nuestro tiempo, uno que no se refiere ya al «comportamiento de los nazis», sino a la conducta de aquellos que acataron las órdenes sin una sólida convicción. [59]
Estas tesis sobre la banalidad del mal de Arendt produjeron una reacción crítica inmediata en algunos sectores de la intelectualidad judía. El propio Hans Jonas, íntimo amigo de Arendt, reconoce en sus Memorias que por un breve lapso de tiempo rompió toda relación con ella. Tan pronto como leyó los primeros artículos enviados por Arendt al New Yorker, donde informaba del juicio de Eichmann, Jonas se sintió horrorizado:
Hannah [Arendt] no relataba los hechos como Primo Levi, que estuvo allí, sino que se erigía en juez del comportamiento de seres humanos que se vieron en esa atroz situación: muy segura de sí misma, dejaba entrever, sin decirlo explícitamente, que ella, de haber estado allí, se hubiera comportado de un modo totalmente distinto. Cada vez me resultaba más difícil de perdonar, sobre todo cuando encima defendía la tesis de la «banalidad del mal», como si Eichmann fuera en el fondo un inocente que en realidad no sabía lo que se hacía, sino que cumplía fielmente aquello que se le había encomendado. [60]
Dejando aparte los muchos matices de la polémica en torno al libro de Arendt, [61] lo cierto es que le interesaba distinguir claramente entre la «maldad calculada» y el «mal banal» o desprovisto de razones. Consideraba que el «mal radical» es incastigable, en el sentido de que ningún castigo es el adecuado o guarda proporción con la enormidad del crimen cometido. Además, se trata de un crimen imperdonable y enraizado en motivos tan bajos que se encuentran más allá de la comprensión humana. Así, dirá enfáticamente en Los orígenes del totalitarismo:
Cuando lo imposible es hecho posible se torna en un mal absolutamente incastigable e imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía. Por eso la ira no puede vengar; el amor no puede soportar; la amistad no puede perdonar. [62]
Es esta última característica la que el proceso de Eichmann puso en cuestión. En su libro, Arendt atribuye el rasgo de superfluidad a las motivaciones, pues cuando los motivos se hacen superfluos, el mal es banal. Para ella, el mal nunca es radical, pero no porque niegue la existencia de la maldad en sí, sino porque ni siquiera la maldad está arraigada en un defecto incomprensible y original. Así, en su polémica con Gershom Scholem, dice:
Ahora, en efecto, pienso que el mal nunca es «radical», que sólo es extremo, y que carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. Es un «desafío al pensamiento», como dije, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la «banalidad del mal». Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical. [63]
En definitiva, a Arendt le puso sobre la pista de la controvertida cuestión implícita en la pregunta de Heidegger «¿Qué significa pensar?» un acontecimiento singular, pero atroz: la conducta de un hombre del todo ordinario, cuya ausencia de todo pensamiento y cuya banalidad contrastaban fuertemente con lo indecible y el horror de los crímenes por él cometidos. Se trataba, entonces, de ponerse a pensar los problemas morales nacidos de una experiencia concreta que iba contra la «sabiduría de los siglos». O, lo que es lo mismo: se trataba de seguir pensando, justamente, en el seno de una brecha, de una grieta o de una hendidura abierta en el mismo centro del tiempo, y de pensar esa grieta, que toma la forma de un acontecimiento. Más ¿cómo pensar en ese espacio roto, en esa hendidura donde parece que el sujeto que piensa se instala en una especie de presente continuo? ¿Cómo pensar si el pasado ­que es un «ya-no»­ nos presiona al mismo tiempo que el futuro ­que es un «todavía-no»? ¿Cómo pensar y entender un acontecimiento que rompe con los fundamentos tradicionales (éticos, jurídicos, antropológicos, etcétera) que nos habían ayudado hasta ahora a orientarnos en el mundo, y también en el pensamiento?
Estas preguntas condicionan su método de investigación de las cuestiones que le preocupan. Como nunca se cansó de repetir, el caso es que nuestra situación es una en la que ninguno de los sistemas de pensamiento y ninguna de las grandes doctrinas transmitidas por los grandes pensadores parecen plausibles para los lectores contemporáneos. Esta situación, que resultaría penosa después de tantas muertes de la modernidad ­la muerte de Dios, de la metafísica, del positivismo, la muerte del hombre en los campos­, sin embargo nos proporciona alguna ventaja, pues «puede permitirnos contemplar el pasado con ojos nuevos, sin la carga y la guía de tradición alguna y, por ello, disponer de una enorme riqueza de experiencias en bruto sin estar limitados por ninguna prescripción sobre cómo operar con estos tesoros». [64]
Sin la mediación de la tradición, el pensamiento sólo puede contar con la experiencia de lo que acontece y el individuo, entonces, se ve obligado a enfrentarse a los acontecimientos sin la mediación de aquélla: «Mi tesis es que el propio pensamiento surge de los incidentes de la experiencia viva y debe seguir unido a ellos a modo de letrero indicador exclusivo que determina el rumbo». [65] El pensamiento deviene experiencia y ésta, a su vez, promueve la actividad pensante. El pensar es apertura a la experiencia, que es la que da que pensar. Mas, ¿cómo pensar? ¿Cómo hacer filosofía si la tradición está rota? Y, por otro lado, ¿no contradice cualquier apelación a un «método» el singular estilo del pensar arendtiano? Éstas son preguntas del todo legítimas y, sin embargo, Arendt tenía una forma de trabajar como filósofa. Disponía de un cierto método, en el sentido en que lo es cualquier vía de trabajo intelectual: un camino, una senda posible para plantearse un conjunto de cuestiones. Como veremos un poco más adelante, este método era a la vez conceptual y lingüístico, pues Hannah Arendt apreciaba sobre todo el lenguaje, algo que había aprendido, entre otros, de Heidegger, Benjamin o Broch, todos ellos pensadores en cierto modo «poéticos», como lo era ella misma; pensadores que gozaban de una intensa y apasionada relación de amor con el lenguaje. De ellos aprendió un modo de pensar poético, como de Jaspers aprendería una cierta idea de la humanitas, una preocupación o «amor por el mundo».
Para entender la naturaleza de ese método de trabajo filosófico y comprender el sentido que atribuye a la actividad del pensar en el seno de una tradición rota, es conveniente ahora resituar por unos instantes a la Arendt «filósofa» o, como ella prefería decir de sí misma, «pensadora». Hannah Arendt pertenece a una generación de pensadores que durante mucho tiempo, a juicio de los filósofos de la política de generaciones posteriores, poco o casi nada pudieron aportar al progreso de la disciplina, al menos desde el punto de vista de la dirección que ésta llegaría a adoptar a partir de la década de los años setenta del siglo XX, tras la publicación de obras como Una teoría de la justicia, de John Rawls. La generación de filósofos e historiadores de la política de las décadas de los años cincuenta y sesenta ­entre los que hay que incluir, junto a Arendt, a Michael Oakeshott, Leo Strauss o Isaiah Berlin, entre otros­ desplegó una actividad intelectual enormemente fecunda, mostrando con sus obras que la filosofía política, más que muerta o en decadencia, gozaba de una gran vitalidad. Como comenta Bikhu Parekh, «gracias a su profundo conocimiento de la historia y la civilización europeas, su filosofía política exhibió un gran dominio cultural, al mismo tiempo que mantuvo un fuerte compromiso, rayano en el narcisismo, con los valores de esa civilización». [66]
De manera destacada, Arendt fue una pensadora de su tiempo, un «animal pensante» que poco a poco iría descubriendo su condición de «animal político». Para ella, pensar es vivir, y vivir es tener que pensar. Y no hay pensamiento sin riesgo. Pensar, como vivir, es exponerse: «La necesidad de pensar sólo se puede satisfacer pensando, y los pensamientos que tuve ayer satisfarán hoy este deseo sólo porque los puedo pesar "de nuevo"». [67] Ambos rasgos ­pensamiento y acción política­ están unidos a las ideas del respeto intelectual ­porque es ahí donde se encuentra la base del diálogo y la amistad que permite compartir la vida mental­ y la confianza en que los hombres que pueblan la Tierra son capaces de realizar, con sus acciones y palabras, sus propios milagros en la esfera pública, en un mundo destinado a ser compartido por personas a la vez iguales y distintas entre sí.
La obra de Arendt no deja a casi nadie indiferente. Muchos pensadores e intelectuales han criticado sus planteamientos; los filósofos, acusándola de haberse preocupado más por el análisis de los acontecimientos de su tiempo que por exponer los fundamentos del saber ­Arendt siempre pensó que el pensamiento debía dirigirse a la formación de la opinión, en vez de al descubrimiento del Ser y de la inmutable Verdad­, y los politólogos, por el contrario, rechazando su forma excesivamente abstracta de plantearse las cuestiones políticas. En todo caso, ambos puntos de vista confirman su condición intelectual de apátrida, tal y como ella misma llega a decirlo, en otra entrevista, al ser preguntada por su posición en la teoría política: «No lo sé. Realmente no lo sé y nunca lo he sabido [...] No estoy en ninguna parte». [68]
Por no estar en ninguna parte, de hecho, Arendt podía desplazarse y viajar con su mente a cualquier sitio, sin la pesada carga de los prejuicios que tenía, por supuesto, como ser humano, pero de los que podía desprenderse con suma facilidad. En el acto del pensar, Arendt «va y viene», «hace y deshace», como Penélope con su labor: «La tarea de pensar es como la labor de Penélope, que cada mañana destejía lo que había hecho la noche anterior». [69] Arendt piensa, y en el viaje de su pensar simplemente está a la espera. Hace y deshace, va y viene, pero espera, atiende, lo considera todo, lo guarda todo, no se desprende de casi nada, porque cualquier idea le puede servir para más tarde. En su forma de pensar, Arendt es así eminentemente conservadora: lo guarda todo, lo conserva todo, por pura responsabilidad y cautela por el futuro. «La esencia de esta forma de pensar ­dice Carol Brightam en la introducción a su correspondencia con Mary McCarthy­ es su capacidad para ver el mundo con más nitidez y no conformarse solamente con la experiencia que tenemos del mundo, para despojarlo de la superstición, el sentimiento y el ropaje de la teoría.» [70] En este punto, el pensar de Arendt es uno que se responsabiliza de lo que piensa, cómo lo piensa y desde dónde lo piensa. Porque es un pensar arraigado en el mundo en el que tales experiencias impactan. Su pensar es una actividad que busca atraer la filosofía al sentido común, bajar la filosofía a la Tierra, filosofar mientras se construye el mundo y la ciudad en la que habitan los hombres y las mujeres. Como le escribe a Mary McCarthy en 1954: «El sentido común (el bon sens) es una especie de sexto sentido a través del cual todos los datos sensitivos particulares, proporcionados por los cinco sentidos, encajan en un mundo común, un mundo que podemos compartir con los demás, tener en común con ellos». [71]
La filosofía de Arendt, como hemos dicho, es una filosofía arraigada en la experiencia y, por tanto, en la historia, pero en una historia afectada por la discontinuidad.
El mundo que le da a pensar a Arendt, y que ella busca amar, no es lo que preexiste al nacimiento y...

Índice

  1. Prólogo. Salir de las Sombras
  2. 1. En la brecha del tiempo
  3. 2. La amistad política
  4. 3. Amor mundi. En busca de lo político
  5. 4. Memento mori. El lamento de la memoria
  6. 5. Memento vivere. La promesa del nacimiento
  7. 6. Cultura animi. Una pedagogía del mundo
  8. 7. Reconciliar el tiempo El espectador juicioso
  9. Epílogo. La inquietud del mundo
  10. Bibliografía
  11. Notas