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Cómo luchamos (y a veces perdimos) por nuestros derechos en pandemia

  1. 160 páginas
  2. Spanish
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Cómo luchamos (y a veces perdimos) por nuestros derechos en pandemia

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El equipo del CELS empezó a pensar este libro a mediados del año de la pandemia, cuando la "agenda de derechos humanos" estaba estallada. Bajo la engañosa pausa de la cuarentena, pasó de todo: tomas y desalojos, difícil o imposible acceso a la justicia para la gente de a pie, hambre en los sectores más empobrecidos, intemperie para les pacientes de instituciones psiquiátricas, inquilines que debieron endeudarse para no quedar en la calle, personas de la comunidad trans o no binaria con problemas para continuar tratamientos médicos.Por eso, Post no busca reflexionar en abstracto sobre las consecuencias sociales del covid-19 sino contar, muy concretamente, qué pudo hacer una organización de derechos humanos en una situación excepcional, en qué conflictos y problemas decidió intervenir y cuál es el balance en cada caso.Escrito desde la experiencia de una organización que trabaja en diálogo y alianza con otros grupos y organizaciones, este libro es una crónica de las intervenciones que ayudaron a contener el desastre, de los esfuerzos que a veces lograron mucho y otras resultaron frustrados. Cuenta también qué pudo y qué no pudo hacer el Estado, cómo mientras algunos de sus brazos cuidaban y distribuían recursos, otras mediaciones funcionaban a media máquina, pesadas, trabadas, o directamente hacían lo contrario a proteger derechos.POST es un libro sobre el presente que se pregunta qué podemos hacer con lo que 2020 hizo con nosotres, cómo relanzar la lucha por la ampliación de derechos. Es una demanda a las instituciones y los poderes que no estuvieron a la altura, una constatación de la potencia que anida en las organizaciones territoriales y en el activismo de las redes de solidaridad y, también, una invitación a discutir el futuro de los derechos humanos.

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Información

Año
2021
ISBN
9789878010557
SEGURIDAD
Una salida popular al consenso punitivo
Joaquín Castro Valdez, Victoria Darraidou, Macarena Fernández Hofmann, Paula Litvachky, Manuel Tufró
1.
El país atraviesa una crisis de seguridad. No podría ser de otra manera si los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra. Y el progresismo, ¿qué tiene para ofrecer? Nada, si son todos garantistas. Hay que poner más policías en la calle y darles herramientas para que puedan trabajar, porque hoy tienen las manos atadas.
Desde la década de 1990, afirmaciones como estas valen como verdades indiscutibles para una amplia gama de actores del sistema político, de los medios de comunicación, y también en las conversaciones cotidianas en cualquier barrio. Son algunos de los consensos más amplios en nuestro sentido común en torno a la cuestión de la seguridad. En ellos convergen tanto quienes por cuestiones ideológicas sostienen propuestas de mano dura, como aquellos que se apropian de esos sentidos comunes por razones de (supuesto) realismo político. Podemos llamar “realismo punitivista” a este punto de encuentro entre el manodurismo y algunos sectores progresistas cuando asumen responsabilidades de gobierno. Este “realismo” se justifica, por un lado, como respuesta a una demanda social que estaría exigiendo todo el tiempo endurecer la respuesta penal. Por el otro, se alimenta de la idea de que por fuera del punitivismo no hay nada para ofrecer en términos de propuestas para la seguridad. Al menos nada atractivo medido en capital político. Este enfoque es el que tuvo mayor continuidad en las últimas tres décadas.
La consolidación de este consenso político, con matices entre gestiones distintas, revela también los límites que encontraron en los últimos años las estrategias adoptadas por quienes nos agrupamos bajo la consigna de la “seguridad democrática”. De ahí que la pregunta que nos hacemos es qué puede aportar el campo popular para construir un frente que cambie esta perspectiva conservadora.
2.
Es cierto que hasta el momento el realismo punitivista no ha dado espacio para que se materialicen las ideas más extremas de castigo como la pena de muerte o la intervención de las Fuerzas Armadas en la seguridad interior. Se expresa, sin embargo, en un consenso que resulta evidente en la continuidad del encarcelamiento masivo, la inflación indiscriminada del aparato policial, o la concentración de enormes recursos del sistema penal y de seguridad en delitos menores pero que se considera que “irritan”. Como se ha dicho innumerables veces, nada demuestra que estas políticas consensuadas de hecho hayan tenido efectos positivos a gran escala y en el largo plazo. Que sigamos discutiendo esto una y otra vez nos da la razón sobre su fracaso, pero fueron exitosas en algo: instalaron la idea de que el progresismo gobernó la seguridad a lo largo de estas décadas.
Entonces, más que en el éxito o en el fracaso de las políticas del realismo punitivo, hay que buscar en otros lugares las razones de su persistencia. Está claro que estos consensos están atravesados por los cálculos de costo-beneficio que realizan actores del sistema político en términos electorales, y también por la necesidad de surfear un entorno mediático con gran capacidad de esmerilar gestiones de múltiples formas.
Ya transcurrieron más de diez años desde la firma del Acuerdo para la Seguridad Democrática, que congrega a personas con experiencia de gestión, especialistas, organizaciones de derechos humanos y sociales y académicos. Creemos que ahora tiene sentido plantear algunas preguntas que ayuden a pensar e implementar políticas de seguridad y de gestión de los conflictos desde una perspectiva de inclusión y ampliación de derechos. Por ejemplo, ¿tenemos que seguir concentrando los esfuerzos casi exclusivamente en el diálogo con el Estado y en promover políticas públicas, formar cuadros intermedios y ocupar lugares de gestión, así como en participar en el debate público desde nuestra calidad de expertos o desde la denuncia de las prácticas de violencia institucional? ¿O es momento de construir y articular un pensamiento común y estrategias con otros actores por fuera del Estado, con el horizonte de conformar un sujeto social que demande formas de gestión de la conflictividad y el delito diferentes a las del realismo punitivista y que, eventualmente, también pueda sostener desde afuera gestiones no punitivistas?
Ya sabemos que el punitivismo configura las demandas de endurecimiento, aunque se presenta como si solo estuviera respondiendo a una exigencia espontánea de “la gente”. En este punto retomamos la pregunta en torno a cuánto de ese poder configurador tiene que ver con un espacio que dejamos vacante los propios actores del campo popular y de la seguridad democrática. Ese camino de configuración de demandas públicas está mucho más consolidado en relación con el activismo orientado a denunciar y visibilizar las diferentes formas de violencia estatal. Hay múltiples organizaciones, familiares, activistas, referentes, con trayectorias muy interesantes y capacidad de interpelar a amplios sectores de la sociedad. En algunos casos, intervienen en el debate público con una perspectiva que va más allá de la impugnación de la violencia, planteando que hay una relación íntima entre la persistencia de la violencia institucional y el reciclaje de determinadas políticas de seguridad. Pero en general podemos afirmar que la demanda por otras formas de gestionar los conflictos, las violencias, los delitos no tuvo un gran nivel de desarrollo político en el campo popular. ¿Cómo es posible ampliar esta construcción e involucrar a otros actores sociales en las discusiones sobre seguridad y violencias?
3.
Esta idea de involucrar más actores a la hora de pensar e implementar las políticas de seguridad y gestión de las violencias no es nueva. A mediados de la década de 1990, cuando la “inseguridad” se consolidó como tema central de la agenda política, esta ampliación apareció como una alternativa para romper el monopolio policial del saber y del hacer sobre seguridad. Esta estrategia asumió dos formas principales: la convocatoria a actores no estatales bajo el paraguas de la participación ciudadana o comunitaria, y la ampliación a otros actores del Estado bajo la forma de la multiagencialidad. Fue implementada por actores políticos que entendieron que la policía era parte del problema y que el castigo era una solución insuficiente. Pero también se transformó en una retórica adoptada por gestiones que en la práctica no se alejaron de las recetas punitivistas. La participación ciudadana en seguridad tuvo diversas encarnaciones en las últimas décadas. Enunciada con un lenguaje de ampliación democrática, las políticas participativas se orientaron a diversos fines, desde mejorar la percepción pública de las fuerzas de seguridad a través de un “acercamiento a la comunidad”, hasta intentar construir mecanismos de control externo del accionar policial a partir de la información que circulaba en los ámbitos participativos. La implementación de estas políticas presentó problemas múltiples que se repitieron una y otra vez, como la interpelación casi exclusiva a sectores de clase media asustados por la inseguridad –por lo que se construyeron espacios que fueron cajas de resonancia de las demandas más conservadoras–, y la colonización de estos espacios por parte de la policía, que los instrumentalizó para incidir sobre la sociedad civil, instalar diagnósticos y explicaciones, y amplificar sus propias demandas. Estas políticas adolecieron de una marcada precariedad, derivada de la falta de apoyo sostenido por parte de los gobiernos, que en general se desinteresaron rápidamente y pocas veces las tomaron en serio.
La otra vertiente implicó pensar la ampliación a otros actores del Estado involucrados en la gestión de las violencias. Esta perspectiva multiagencial se materializó de diversas formas, partiendo del diagnóstico de que si la violencia y el delito son problemáticas complejas y multicausales, requieren intervenciones también complejas que no pueden agotarse en la herramienta policial y el encierro. Se cuentan aquí las iniciativas de prevención social del delito, impulsadas por las mismas áreas de seguridad que coordinaron intervenciones no policiales orientadas por la idea de que el trabajo sobre las causas estructurales del delito tiene un valor preventivo. En general, estas experiencias fueron muy limitadas en cuanto a presupuesto, y la población alcanzada fueron mayoritariamente algunos varones jóvenes identificados como “en riesgo” de iniciarse o de persistir en trayectorias delictivas. Sufrieron también la falta de sostén político, y su carácter efímero impidió ver resultados.
La lógica multiagencial adoptó entonces otra modalidad que podríamos denominar “de desembarco”, caracterizada por un despliegue mucho más ambicioso por el cual diversas agencias del Estado “bajaban” de manera coordinada a determinados barrios considerados peligrosos, para intentar saldar distintos déficits de acceso a derechos. En general, estos despliegues acompañaron operaciones de saturación territorial de las fuerzas de seguridad, con políticas compensatorias dirigidas a responder a otros problemas y no limitadas a la presencia policial. Si bien con estos programas se atendieron múltiples problemáticas, desde la documentación hasta cuestiones de salud, la propia lógica de la “bajada” y posterior retirada atentó, en la mayoría de los casos, contra la posibilidad de lograr algún impacto en la reducción de la violencia. Estas políticas contemplaban la articulación de acciones con organizaciones –sobre todo partidarias– que tenían presencia en el barrio. Pero una vez que se desplegaron, esa construcción fue más difusa y cuando finalmente se retiraron, no quedó nada o casi nada de esa política.
A este recorrido por las formas que asumió la estrategia de multiplicar los actores que intervenían en las problemáticas de seguridad y violencias se podría sumar la experiencia de los observatorios de seguridad. Se trata de iniciativas implementadas sobre todo a escala local por algunos municipios y también por algunas universidades nacionales. Los observatorios proponen generar información para identificar problemas en torno al delito y las violencias, aportar a la definición de políticas públicas para abordarlos y evaluar el desempeño de las gestiones en esa materia. Muchos tuvieron dificultades para consolidarse o para acceder a la información oficial. Algunos lograron producir un conocimiento valioso, que en general tiene circulación en los ámbitos de la discusión académica, pero que encuentra muchísimas barreras para permear el diseño de las políticas de seguridad.
Aun con sus desempeños limitados, algunas de estas iniciativas que intentaron genuinamente despegarse de la lógica policial aportaron experiencias valiosas para pensar la intervención en seguridad. Importa revisar estos antecedentes para entender por qué muchas no se sostuvieron, ni pudieron formar parte de una construcción social que elaborara una idea distinta sobre la gestión de las conflictividades y el delito.
4.
En la última década, algunas organizaciones con trabajo territorial comenzaron a sentir más de cerca el embate de las lógicas de circulación de violencias, a partir de lo que parece ser una expansión de la presencia de bandas, clanes o redes que gestionan mercados ilegales, con la tolerancia o participación directa de las fuerzas policiales. Las políticas de encarcelamiento masivo multiplicaron la cantidad de personas que, al salir de la cárcel, vuelven a esos mismos barrios sin ningún tipo de contención, lo que también se transformó en un asunto a abordar para algunas organizaciones. Por propia iniciativa, sin apoyo estatal, surgieron algunas experiencias que, al tiempo que dan cuenta de graves urgencias, muestran la capacidad e imaginación política del campo popular y expanden los límites de lo posible más allá de las lógicas acotadas de la participación ciudadana y la multiagencialidad ofrecidas por el Estado.
El 7 de septiembre de 2013 Kevin Molina, un chico de 9 años, fue asesinado al quedar en medio de una balacera entre bandas. Esto ocurrió en el barrio Zavaleta, en CABA, una zona en la que existía un despliegue de la Prefectura Naval Argentina. Sin embargo, los prefectos optaron por no intervenir y “dejar que se maten entre ellos”. Pero Zavaleta es también un barrio donde tiene un fuerte arraigo una de las asambleas de La Poderosa, organización territorial con presencia en varios puntos del país. La muerte de Kevin fue el punto de quiebre, un episodio que vino a coronar una serie de abusos y humillaciones cotidianas por parte de los prefectos. Desde La Poderosa se organizó entonces una experiencia inédita bautizada “Control Popular de las fuerzas de seguridad”. La organización instaló una casilla en pleno barrio, donde comenzó a recibir y sistematizar las denuncias por los abusos y también por los incumplimientos de los efectivos que patrullaban el barrio. Al mismo tiempo, construyó un vínculo con organizaciones de derechos humanos y con la Procuración contra la Violencia Institucional (Procuvin), del Ministerio Público Fiscal de la Nación, para judicializar algunas de las denuncias. Esta estrategia de involucramiento por parte de un movimiento social propone mejorar la seguridad en los barrios humildes, dar a conocer y problematizar las muertes por violencia institucional, y aportar “una mirada barrial”, recolectando pruebas y testimonios, a las investigaciones judiciales para contrapesar la versión policial dominante.
Esta experiencia muestra las potencialidades del involucramiento de una organización con arraigo territorial y capacidad de montar, no sin conflictos y resistencias de parte de las fuerzas de seguridad, del gobierno y de quienes viven en el propio barrio, un sistema de control de la policía con un nivel de capilaridad que el Estado nunca podría alcanzar. Sistema que resulta cada vez más necesario tras el aumento de policías desplegados en estos barrios en los últimos años. Resulta particularmente interesante que el Control Popular no se posiciona en reclamo de una salida de la policía del barrio, sino que demanda que esta cumpla con su deber de proteger a les habitantes y no victimizarles. En este sentido, es una estrategia contra la violencia institucional, pero también excede esa perspectiva y discute los modos de trabajo policial en los barrios pobres.
Desde nuestro punto de vista, hay dos factores que limitaron el alcance de esta iniciativa. Por un lado, la fuerte exposición de quienes participaban de la iniciativa en un contexto de ausencia de protección estatal en el barrio limitó las denuncias sobre la circulación de la violencia. La estrategia fue concentrarse en uno de los actores de esta violencia –las fuerzas de seguridad, sobre las que se supone que el Estado debería poder intervenir de manera inmediata– y así visibilizar indirectamente otras lógicas complejas ligadas a actividades ilegales que tenían lugar en el barrio. Por otro lado, en lugar de tomar la actividad del Control Popular como un valioso insumo para controlar el desempeño policial, las diferentes gestiones que ocuparon el Ministerio de Seguridad de la Nación entre 2013 y 2019 intentaron boicotear y debilitar la iniciativa. Así se socavó el efecto que podría haber tenido sobre las conductas de los prefectos, gendarmes y policías que circularon por el barrio en estos años.
5.
En la zona sur del conurbano bonaerense comenzaron a gestarse en 2016 las Defensorías Territoriales en Derechos Humanos (DTDH). Impulsadas en un comienzo por el Centro de Participación Popular Monseñor Enrique Angelelli, una organización territorial con varias décadas de trabajo en Florencio Varela, las DTDH se multiplicaron y constituyeron una red autónoma con trabajo en Varela, Berazategui, Quilmes, Lanús, Lomas de Zamora y Mar del Plata. La red está constituida por equipos instalados de manera permanente en algunos de los barrios más violentos de estas jurisdicciones.
Quienes integran los equipos son personas de los propios barrios, en algunos casos familiares de privades de libertad o de víctimas de la violencia policial, pero también referentes y activistas de otros ámbitos, como movimientos sociales y universidades. Todes les integrantes inician un proceso de formación que luego se sostiene de manera continua y que implica conocer en detalle el funcionamiento y la composición de las burocracias estatales, iniciar conversaciones con actores clave de los poderes Ejecutivo y Judicial, y también con funcionarios policiales o penitenciarios. Estas tareas se emprenden con diversos objetivos. Por un lado, avanzar con un trabajo de incidencia sobre les funcionaries estatales a nivel municipal y provincial, con el fin de que, cuando ocurre algún hecho, exista ya una red de vinculaciones que posibilite construir información fidedigna y pensar modos de intervención que resultan muy complejos de desplegar si el punto de partida es la emergencia, es decir, si no existe un trabajo previo acumulado. Pero al mismo tiempo, se apunta con esto a lograr una descentralización y territorialización de los saberes activistas que permitan ganar autonomía en relación con los organismos de derechos humanos u otros actores a los que se suele convocar frente a estos hechos, y que en general terminan interviniendo en contextos desconocidos que son, muchas veces, tierra arrasada en términos de organización. En ese sentido, se busca autonomía respecto de les abogades, cuyas intervenciones muchas veces tienen las limitaciones ya señaladas. La formación, la acción y la revisión constante de lo actuado permiten a les integrantes de las DTDH empoderarse y tomar conciencia de que existen muchas intervenciones posibles (incluso con o contra el Poder Judicial) que no requieren la participación de abogades. En líneas generales, la existencia de equipos locales con capacidad para dialogar, tensar, acompañar y monitorear el trabajo de policías, fiscales, defensores y funcionaries puede tener el efecto de que la inacción, la inercia o el encubrimiento oficial no pasen desapercibidos. De este modo, aun cuando en algunas ocasiones la tensión se plantee en términos de disputa, ruptura o denuncia de la acción estatal, se trata más bien de una estrategia que busca interactuar con el Estado, complementarlo y corregirlo.
Resulta interesante notar que, por sus características, las DTDH implican no solo el planteo de una “agenda de derechos humanos desde los territorios”, en diálogo pero también en tensión con las agendas plan...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Portada
  4. Copyright
  5. ¿Y ahora qué pasa?
  6. HÁBITAT. Guernica. Tierra por tierra (Agustina Lloret, Diego Morales, Marcela Perelman)
  7. ALIMENTOS. Nuevo acuerdo popular entre el campo y la ciudad (Betiana Cáceres, Victoria Darraidou, Luna Miguens, Federico Orchani, Marcela Perelman)
  8. ALQUILER Y DEUDA. La pesadilla de la casa propia (Michelle Cañas Comas, Federico Ghelfi, Florencia Labiano, Luna Miguens, Marcela Perelman, Leandro Vera Belli, Ariel Wilkis)
  9. TRAVESTIS, TRANS, NO BINARIES. Organización mata indiferencia (Betiana Cáceres, Vanina Escales, María Hereñú, Cynthia Palacios Reckziegel, Quimey Ramos, Víctor Manuel Rodríguez, Luisa Stegmann)
  10. MANICOMIOS. Tres puntos para cambiar la política de salud mental (Mariana Biaggio, Joaquín Castro Valdez, Fabián Murúa, Víctor Manuel Rodríguez G., Macarena Sabin Paz, Myriam Selhi, Ana Sofía Soberón, Teresa Texidó)
  11. MEMORIA, VERDAD Y JUSTICIA. Poner el cuerpo (Guadalupe Basualdo, Federico Ghelfi, Juan Cruz Goñi, Sol Hourcade, Florencia Mogni, Anabella Schoenle)
  12. VIOLENCIA INSTITUCIONAL. La máquina rota (Fabiana Donati, Macarena Fernández Hofmann, María Hereñú, Agustina Lloret, Anabella Museri, Ana Sofía Soberón, Margarita Trovato, Fabio Vallarelli)
  13. BÚSQUEDAS Y DESAPARICIONES. Apretar el enter (Lucía de la Vega, Agustina Lloret, Ximena Tordini)
  14. SEGURIDAD. Una salida popular al consenso punitivo (Joaquín Castro Valdez, Victoria Darraidou, Macarena Fernández Hofmann, Paula Litvachky, Manuel Tufró)
  15. DEMOCRACIA. Bolivia. Un golpe con el sello de la OEA (Camila Barretto Maia)
  16. MOVIMIENTO DE DERECHOS HUMANOS. Política y/o castigo. El corset de la vía penal (Antonella Giordano, Juan Cruz Goñi, Paula Litvachky, Diego Morales, Ximena Tordini, Manuel Tufró, Fabio Vallarelli)
  17. Gracias