Se muere menos en verano
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Se muere menos en verano

  1. 400 páginas
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Se muere menos en verano

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Información del libro

Salido de una familia humilde en un pequeño pueblo en Jaén, Pedro llega a Madrid con el objetivo de estudiar una carrera. Tiene que salir adelante en un mundo de trenes mugrientos, pensiones inhóspitas y penurias económicas. Toca tirar de ingenio para avanzar.Ya como un hombre envejecido y achacoso, tío Pedro cuenta su experiencia a un joven. Aquellos inicios de supervivencia le llevaron hasta una vida en la que se introdujo en la bohemia teatral, entabló amistad con personalidades como el jefe de la Comunidad Ahmadía del Islam en España o con quien posteriormente se proclamó como el Papa Clemente e incluso vivió en Lisboa la Revolución de los Claveles.Entre frases entrecortadas por su avanzada edad, el tío Pedro expone en un libro intenso, lleno de anécdotas y de lugares para el recuerdo, una vida donde toma cuerpo la propia biografía de José Garzón.Se muere menos en veranoes toda una sucesión de imágenes, un legado a la superación entre un colegio del Sacromonte granadino y la Sevilla donde el protagonista encontrará su estabilidad profesional.

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Información

Editorial
Exlibric
Año
2018
ISBN
9788417334161
Edición
1
Categoría
Literature

Amores conflictivos

Toda sociedad, generación o individuo, sea hombre o mujer, es producto de un sinfín de circunstancias, también yo lo fui y no pretendo justificar en este axioma aquello de lo que me arrepiento… ni de lo que no me arrepiento, lo que fue es inamovible y sería ingenuo, incluso indecente, negarlo.
En el marco histórico de la generación en que crecí me vi involucrado, activa o pasivamente, en algunos episodios amorosos que intentaré recordar con la premisa de que «tu mano derecha no sepa lo que hizo la izquierda» y advirtiendo, para evitar juicios erróneos, que hemos de retrotraernos a cincuenta años atrás, medio siglo, a una época en que no existían ordenadores ni móviles; tampoco estaban al alcance de cualquiera los anticonceptivos (ni física, ni económica, ni moralmente); a mi llegada a Sevilla solo se vendían en una tiendecita de la calle Rivero, —perpendicular a Sierpes e identificada en la fachada con el rótulo «Higiene»—, por un viejito decrépito que oculto tras una cortina solo disponía de un pequeño mostrador-expositor. Tampoco hoteles o pensiones ofrecían facilidades, siguiendo las directrices franquistas exigían el Libro de Familia… el recurso al coche solo estaba al alcance de algunos privilegiados. Pese a todo no era la carencia de infraestructura el principal escollo para consumar o disfrutar relaciones sexuales plenas, sin medios preventivos el miedo al embarazo era atroz; convicciones morales al margen, la mujer difícilmente podía optar al aborto encubierto o ilegal por estar absolutamente prohibido y duramente penalizado, solo le quedaba parir con el subsiguiente descrédito, quedando marcada de por vida. La no existencia de pruebas de paternidad dejaba a la mujer desamparada y la convertía en madre soltera; por supuesto nacían hijos fuera del matrimonio que unas veces eran reconocidos y otras no pero en cualquier caso la mujer siempre quedaba marcada.
¿Cómo eran, en tales circunstancias, las relaciones de pareja en mi juventud? Actualmente a mi generación se la tilda de salidos, mujeriegos, obsesos, machistas… a los críticos se les hace difícil asimilar que las relaciones entre sexos tenían mucho de románticas, la religión se encargaba profusamente de inculcar en la mujer valores de madre o virgen y al no consumarse las relaciones sexuales, el deseo tardaba en desaparecer, no era «flor de un día» como suele ocurrir en esta época; oí, hace poco, a un joven definir eternidad como el tiempo que transcurre entre la culminación de una relación sexual y la marcha de la chica a su casa, un comentario machista y frustrante del que solo va a la cama para saciar sus apetitos y no por amor, una muestra de la imperante banalización y la promiscuidad de nuestra juventud. La mujer de mi época, por lo general, se dejaba conquistar por el hombre pero no se atrevía a tener relaciones íntimas antes del matrimonio, quería llegar virgen a él; sí admitía, selectivamente, caricias y tocamientos que se iniciaban en los famosos guateques con la complicidad de baladas románticas.
Con el noviazgo formal, los padres fijaban fechas y horas de visita, daban permiso, o no, para ir al cine y eran las madres de ellas, en según qué tipo de fiestas, quienes acompañaban a la pareja actuando de carabinas. Cruelmente, la mujer que había tenido novio durante cierto tiempo y no había matrimoniado, era proscrita y quedaba para «vestir santos»; obviamente la vara de medir no regía para los varones. Concluyendo, la mujer tenía como meta llegar virgen al matrimonio y así lo viví hasta pasados varios años de mi llegada a Sevilla con veintidós años. Con el advenimiento de la democracia todos estos temores comenzaron a relajarse hasta llegar, en estricta aplicación de la Ley del Péndulo, a la situación actual en la que, a mi entender, el amor es eterno mientras dura y las relaciones sexuales han dejado de ser excluyentes.
Es lícito, por ello, exigir benevolencia de juicio a la generación actual para no confundir nuestros amores inacabados con la obsesión enfermiza por el sexo.

La calle del Burro

La lluvia, que no había cesado durante toda la noche, propició al fin un día de asueto en el que disfrutar un poco más la cama y dar un regate a las gélidas mañanas que nos torturaban a diario practicando topografía, en la cuesta de Montemolín. En lo negativo, dejaríamos de contemplar los maravillosos encinares y chaparrales que bordean las grandes llanuras de sembrados que circundan Fuente de Cantos y Montemolín.
El mal tiempo invitaba a disfrutar la chimenea, siempre encendida, que calentaba el acogedor salón de la pensión; en corro, alrededor de la lumbre, y con la compañía de una botella de anís dulce gentileza de la dueña, pasamos un par de horas de cháchara hasta que llegado el mediodía alguien alumbró la romántica idea de almorzar, como todos los días, en el campo; solo deberíamos comprar pan, vino, unos solomillos y naranjas; troncos y ramas de encina serían suficientes para armar el fuego. La lluvia y la acumulación de hojas caídas habían dejado el campo resbaladizo, tuvimos que caminar despacio y sortear fuertes ráfagas de viento contrario, la única nota desagradable en un ambiente tan bucólico. El día estaba desapacible pero bello, el olor a tierra mojada embriagaba, como decía un compañero, «estaba para eso», y eso en su argot era encamarse, yacer con una buena moza. Permanecimos junto a una cerca de piedra varias horas, calados, hasta que comenzó a caer la niebla y con ella la noche que ponía fin a una tarde inenarrable. Tras un buen baño decidimos viajar a Badajoz para cenar… ¡Y lo que fuese menester!
En un mesón del casco antiguo saciamos el poco apetito que nos quedaba y, como era previsible, nos dirigimos a la calle del Burro en el barrio de la Judería, una calle cuyos orígenes se remontan a la batalla de las Navas de Tolosa (1212) cuando los reinos cristianos unidos, menos León, derrotaron a los almohades. Badajoz fue ocupada por Alfonso IX (1230) dando comienzo la etapa cristiana; los judíos, que vivían diseminados, se concentraron hacia 1480 en las cercanías del castillo donde estaba la sinagoga en lo que hoy es plaza Alta.
En la vida de toda persona hay rincones, esquinas, calles… lugares que forman parte esencial de ella, que son retazos de sus vivencias… el primer beso, una mañana, un atardecer, una anécdota… o un día inolvidable en una calle cualquiera, ¡la calle del Burro!, mi primera incursión a una conurbación de lupanares tras haber permanecido en la recámara del sexo. Sabía que estos guetos eran frecuentados por ricos y pobres, solteros y casados, religiosos y ateos, por gente que pese a estar de vuelta en todo murió sifilítica… solo la curiosidad me indujo a entrar en ella, tenía la certeza absoluta de que jamás participaría activamente en algo tan denigrante como el mercadeo del sexo pero comprendía que otros, forzados por sus circunstancias, optasen por la fórmula más sencilla… y peligrosa.
Tomada por el bullicio de crápulas y camas calientes, la calzada de la calle y sus aceras ofrecían las huellas inmundas de un zoco sexual callejero; olor a orines, vómitos y güisqui de garrafa emanaban del suelo acentuados por la humedad de la incesante lluvia. La calle, casi a oscuras y malempedrada, amplificaba el sonido rítmico del taconeo de una comitiva de putas; lo único virgen que quedaba, una farola, nos permitía ver a las alcahuetas saltando, con los abrigos remangaos para evitar los charcos, dejando al descubierto sus abruptas morfologías de violonchelos carnosos. Por primera vez me codeé con la hez nocturna pacense, con el hampa disfrazada de bohemia: golfos, proxenetas, estafadores y alcohólicos que, precisamente por eso, derramaban la gracia a espuertas y nos hacían reír con sus anécdotas… que si allí vivió pobremente la familia de Los Chunguitos cuyo patriarca, hermano de Porrina de Badajoz, engendraría a las Azúcar Moreno —Encarni y Toñi—; cómo la famosa Chochohambriento alardeaba de haberse tirado ella sola, y en un solo día, a un batallón de reclutas; de la Rusa, así llamada por proceder de la Siberia Extremeña; de su protegido, el Colindres… Un viejo hediondo sentado sobre el acerado mojado exhalaba humo formando anillos concéntricos que se desvanecían al instante entre la niebla mientras un borracho metía nariz y ojos en «la canal» de los generosos pechos de una puta.
Doña Gumer, la Madame, por darle algún tratamiento a la pobre mujer, que no era puta, nos invitó a entrar en un caserón cuya puerta más parecía la de un convento por su tamaño y forma: enorme, de arco superior, madera envejecida, clavos y un pequeño postigo con herraje en forma de cruz desde el que se divisaba un largo pasillo en penumbra que finalizaba en una especie de escenario presidido por una amplia cama y rodeado por cortinajes iluminados con los más estridentes colores. Entre las dudas de unos y la decisión de otros me vi dentro. El aire, viciado y mezclado con un sinfín de perfumes, se hacía irrespirable; la versión instrumental del tango Por una cabeza de Carlos Gardel aportaba algo de calidez.
En un cuartucho situado junto a la entrada, a la izquierda, permanecimos sentados y cubiertos por la falda de pana fina y gastada que abrigaba una mesa camilla con tarima y brasero de cisco; fueron unos minutos que me parecieron eternos ante el incierto y desconocido futuro inmediato que me esperaba; sin preguntar colocó sobre la mesa una botella de anís, no recuerdo si El Mono o La Asturiana pero sí su relieve cuadriculado, unas copas diminutas y una bandeja de mantecados… debió de imaginar una gran noche en lo económico pero lo cierto es que solo disponía de una puta y estaba fuera, reponiendo energías. La extrovertida y alegre cubana rompió el silencio para detallarnos el pliego de condiciones que regía el alquiler de la carne que solo sentía placer en el monedero: tiempos, precio, posibilidad de tríos, comportamiento… hasta que llegó ella, la única puta del prostíbulo, mayorcita, no muy alta, de busto escaso y aparentemente «espesita» de higiene… En un pispás se me vinieron abajo los esquemas, quizá había visto demasiadas películas y esperaba más sofisticación… ropas sensuales, tacones, medias de malla, maquillaje, peinado más cuidado… algo así, aunque en el fondo estuviese seguro que sería hortera; esta tenía «más voz que carne», como diría Lope de los ruiseñores; me entraron ganas de salir corriendo, quería alejarme de aquel ambiente tan degradado a la mayor brevedad, pero íbamos en grupo y no lo consideré oportuno; tras «tiras y aflojas» alguien dio el paso y se encamó con Reme, la Reme, para ser más precisos. Desde la mesa camilla fuimos testigos del «sacrificio» de Ramón en el tálamo, de cómo sus manos, ciegas, palpaban groseramente y generaban jadeos, también ciegos, sin una sola mirada a los ojos; no le faltó nuestro aliento desenfadado: «¡Ánimo Ramón, eres el mejor! ¡Tienes que dejar el pabellón alto!»… A Ramón solo le salía, a duras penas, un «¡Qué maricones sois, a ver un valiente que me sustituya!». Yo no daba crédito, aunque Reme hubiese sido escultural jamás habría imaginado semejante puesta en escena, pero la pobre ahuyentaba a la lujuria. Una vez más se cumplía el «hay gente pa tó».
Acabamos con el anís y la paciencia de doña Gumer que no paraba de solicitar, sin éxito, otro valiente que saltase al ruedo. Ya en la calle, por las puertas entreabiertas de las casas se veían meretrices desdentadas y sucias, medio dormidas, ofreciendo su mercancía por cuatro perras.

Suicidio a la gallega

Cuando aún no había oscurecido Fe me pidió que la llevara a casa, había dejado su bebé al cuidado de una amiga y tendría que volver a abusar de su amabilidad al día siguiente si quería viajar conmigo a la playa de Torre de la Higuera; caminaba sin rumbo cuando un cartel publicitario llamó mi atención: «Teatro chino. Compañía de galas orientales. Con 50 artistas internaciones, 15 atracciones, circo y variedades, además de 20 bellísimas señoritas… piernas, mujeres y cómicos». Se refería al famoso Teatro Chino de Manolita Chen, paradigma de la represión celtibérica, que estaba instalado en la Puerta de la Carne, curiosa coincidencia del apelativo al hilo de lo que allí se cocía. El escándalo y la confusión sobre el verdadero sexo de Manolita llevaban al espectáculo gentes que hacían de la noche su hogar, como algunos famosos, viejos verdes, parejas de «mente liberal», homosexuales… gentes de doble vida, casados o no, en permanente camuflaje de su sexualidad. Había quienes aseguraban que la identidad real de Manolita era Manuel Saborido, artista y travesti oriundo de Arcos de la Frontera, otros que se trataba de la vallecana Manuela Fernández Pérez cuyo éxito y fama se iniciaron, con independencia de su arte, al contraer matrimonio con el empresario chino Chen Tse-Ping, Cheping y que ambos pusieron en marcha el teatro portátil que habría de recorrer España desde la postguerra hasta su desaparición en 1986; el espectáculo se desarrollaba al filo de lo prohibido por la moral pacata imperante, con mujeres medio desnudas y frases de doble sentido que hoy resultarían grotescas. A la salida del espectáculo, serían las dos de la madrugada, me vi seguido y acosado por dos homosexuales cuyos requiebros y frases soeces me hicieron sentir miedo; aceleré el paso y terminé corriendo por la Ronda Interior de Sevilla, que casi circunvalé, hasta cansarlos… De algo tenían que servir mi juventud y extremada delgadez. Lo pasé mal, muy mal, hasta dar con mis huesos en la cama hacia las cuatro de la madrugada.
A las nueve, sin apenas haber dormido, ya estaba en la puerta de Fe con mi viejo Seiscientos. El bellísimo, solitario y romántico paraje de Torre de la Higuera que visitara por motivos laborales en los primeros meses de estancia en Sevilla me había inspirado una aventura erótica que acabó en pesadilla, un día de playa para olvidar. Por aquellas fechas había conocido a una chica gallega, madre soltera, introvertida pero muy atractiva, en la que solo desentonaban los ojos sombríos casi ocultos por unas gafas de pasta negra y gruesos cristales que me llevaron a intuir que debía estar medio ciega… también por fijarse en mí. Llegados al lugar en que finalizaba la carretera, sorteamos las dunas hasta llegar al acantilado que ponía fin a la playa; tendimos las toallas tras unos matorrales, lo más ocultas posible de la garita de la Guardia Civil pero próximas al único vestigio de vida humana, el chiringuito de los pescadores. Nada más tendernos comenzó a orvallar haciendo honor a los orígenes gallegos de Fe; no habíamos dado demasiada importancia al nublado mañanero, «levantará enseguida, las nubes no son muy densas». Fe, impertérrita, yacía boca arriba, estática como una deidad totémica, sus largas piernas y unos pechos bien esculpidos acapararon mi atención; en tono monocorde y con la mirada perdida, no paraba de hablar sobre su vida; a duras penas conseguí hilvanar algo; al parecer todos sus males comenzaron un día en que los padres marcharon a Lugo, la dejaron sola en casa y permitió la entrada de un amigo; insinuaciones y juegos eróticos desencadenaron una violación, el nacimiento de un hijo no deseado y el repudio de los padres que acabaron expulsándola de casa ante lo que entendían humillación y descrédito. «No imaginas lo que grité y lloré, me empujó a la cama, se abalanzó sobre mí, sujetó mis manos con su mano derecha,—antes ya le había arañado cara y pecho, mordido y tirado del pelo—, con la izquierda me desabotonó la camisa y quitó el sujetador; mientras me mordía los pechos consiguió quitarme las bragas, separar mis muslos con los suyos... fue algo horroroso. Ignoró mi llanto desgarrador, estaba decidido a satisfacer sus instintos y solo me dejó en paz al conseguirlo; le pedí que marchara de casa o lo mataba, pero no lo hizo, intentó consolarme declarando un amor que, después, resultó no ser, incluso negó la paternidad de mi hijo y embarazada de siete meses tuve que abandonar mi casa a la que aún no he vuelto. Mis padres no perdonan su afrenta, la de ellos. Recibí ayuda económica de algunos amigos, parí y aquí estoy sin saber qué va a ser de nosotros. ¡Tenía que haberlo matado…!».
No logré saber si me hablaba o, simplemente, recordaba, tampoco sabía qué hacer, comencé a acariciar el cuello y los pechos, suavemente, con las yemas de los dedos, los huecos entre los muslos —thigh gap— y entre el bikini y el hueso de la cadera —bikini bridge—,… pero a ella se la refanfinflaba, que diría un canario —del archipiélago—, seguía y seguía escarbando en la oscuridad de su pasado sin importarle el presente. Un prolongado silencio me llevó a dar por finalizado el episodio e iniciar la exploración de su anatomía; poco a poco, lentamente, la fui despojando del bikini, hasta dejarla totalmente desnuda; pareció no importarle, continuaba ausente… su desinterés provocó el mío y cesé en mi empeño suplicando a «las alturas» que lloviera a mares, no tenía sentido permanecer allí más tiempo y, obviamente, no por el sexo fallido sino por la falta de comunicación y de respuesta corporal. De repente se colocó el bikini y la bata camisera con la que había viajado cuyos bolsillos fue llenando lentamente de cantos rodados; ante mi asombro, y sin comentar nada, bajo por el empinado caminito que conducía a la playa y se adentró en el mar, envuelta por la bruma, caminando con pasos lentos y vacilantes; cuando el agua le llegaba al cuello comencé a temer lo peor: se proponía viajar hacia la oscuridad definitiva. El chico del chiringuito se me adelantó… cuando yo descendía, ya nadaba él hacia Fe; conseguimos evitar la tragedia, ella no opuso resistencia pero tampoco salió una lágrima de sus ojos, tomó café envuelta en una manta que el camarero le ofreció a la par que gastaba bromas por no saber qué decir. Fe con la mirada perdida solo musitó: «¿Nos vamos ya?». No habló nada durante el regreso, solo al dejarla en casa me dio un beso en la mejilla a la par que susurraba: «Perdona, he tenido un mal día, otra vez será”. No hubo otra vez, supe que salió con otros amigos y todos dejaron de hacerlo por su actitud, comprensible.

El químico

Diego Lobato era el animal libre del zoo con el que yo me movía, un astigitano bien parecido, y un poco desvergonzado, una de las personas con más magnetismo, gracia y personalidad que recuerdo. Cuando salía de casa… para poner boca abajo Sevilla, jamás le faltaba un pañuelo en el bolsillo superior del blazer con botones dorados que solía conjuntar con un pantalón blanco inmaculado; tenía gracia «por arrobas» y una sonrisa demoledora con la que desarmaba a sus víctimas; asiduo de los ambientes más exclusivos de la ciudad, su natural le empujaba a meterse en todos los charcos además de la bañera, actitud que yo le recriminaba inútilmente porque siempre obtenía la misma respuesta: «No tiene la culpa el viento de que la hoja caiga». Licenciado en Químicas, trabajaba en el Laboratorio de Obras Públicas, donde conocí a la persona y sus circunstancias, como la afición a disfrutar de la bohemia nocturna hasta ver amanecer, «a las mujeres hay que darles marcha», repetía incansable… el primer día que salí con él me confesó haberse sentido un extraterrestre la madrugada en que mirando a su alrededor no encontró a nadie, sus acompañantes: travestis, putas, cantaores y palmeros lo habían dejado solo y para colmo el único pub que diariamente acogía a los náufragos del alba había cerrado por defunción del dueño.
A los pocos días de conocernos, tomábamos copas en un pub cuando se le acercó un camarero para decirle algo al oído; se fue con él y regresó enseguida para pedirme que lo acompañara a un reservado en el que esperaban cuatro chicas encantadoras, ofreciendo una visión carnal asombrosa gracias a su meditado cruce de piernas, ninguna sobrepasaba los treinta años; una de ellas, l...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Coyright
  4. Índice
  5. PRIMERA PARTE
  6. El tío Pedro
  7. Pensión Reme
  8. Doña Consuelo
  9. Fina
  10. Infancia
  11. Camino al Sacromonte
  12. El Internado
  13. Adolescencia
  14. SEGUNDA PARTE
  15. Raíces sevillanas
  16. Helena y el papa Clemente
  17. Álvaro y Raúl
  18. Filosofía y Letras
  19. Las infidelidades de Salvador
  20. Extremadura
  21. Brasil
  22. Laponia finlandesa-Rusia
  23. Otros lugares que conocí
  24. Amores conflictivos
  25. Madurez
  26. Epílogo