Ritos y ceremonias andinas en torno a la vida y la muerte en el noroeste argentino
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Ritos y ceremonias andinas en torno a la vida y la muerte en el noroeste argentino

  1. 230 páginas
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Ritos y ceremonias andinas en torno a la vida y la muerte en el noroeste argentino

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Con notable precisión etnográfica y fidelidad a mandatos ancestrales, Amalia Vargas describe y analiza los rituales mortuorios andinos en el noroeste argentino que forman parte de su propia cultura. Vargas ofrece no solo una aproximación a las creencias sobre la muerte, sino también, y fundamentalmente, al sentido que una comunidad da a la vida. Este sentido se teje a partir de la celebración del culto que las personas dan a sus ancestros que las precedieron, la continuidad de la tradición y de la vida, que encierra una particular visión del mundo. Tal particularidad da a esta y otras comunidades andinas un aliento universal que se asocia con una preocupación compartida por los seres humanos de todos los tiempos y lugares. - Del prólogo de María Inés Palleiro

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Información

Año
2021
ISBN
9789876919210
Categoría
Social Sciences
Categoría
Anthropology

CAPÍTULO 1
El significado de la muerte

La fatalidad de la muerte se hace más evidente si se concibe como una característica intrínseca al propio ser vivo desde su origen. La angustia que genera la muerte se debe a que muy poca gente alcanza el fin normal de su existencia, tras “el cumplimiento de un ciclo completo y fisiológico de la vida con una vejez normal, que desemboca en la pérdida del instinto de vida y la aparición del instinto de muerte natural” (Klarsfeld y Frédéric, 2002). Por otra parte, Erik Erikson (1985) plantea un esquema vital en el que solo puede existir una resolución positiva si se han resuelto satisfactoriamente los conflictos propios de las fases precedentes del desarrollo adulto; plantea un esquema vital en el cual la resolución positiva del tener que enfrentarse a una muerte inevitable incluye un sentimiento.
Sin embargo, definir la muerte resulta mucho más difícil de lo que uno se imagina, ya que implica diversos ámbitos: biológico, médico, legal, social, religioso, etc., los cuales se encuentran entrelazados de una forma compleja, aunque cada uno intenta darle un sentido. A veces la muerte es vista como un hecho natural e inevitable, otras como un enemigo al que hay que conquistar. La cultura moldea nuestras experiencias de pérdida, y los rituales que la rodean dan cuenta de la relación profunda con ella; esto va a depender de cómo cada cultura realice sus ritos mortuorios.
Si empezamos a buscar hace miles de años ya en las sepulturas encontradas en Europa pertenecientes a los neandertales, se hallaron utensilios, por lo que se supone que necesitaban alimentos y utensilios habituales para sobrevivir; la actitud de esta época hacia los muertos debió ser una mezcla de respeto y temor (Gómez Sancho, 1998). Con el paso del tiempo, la muerte se convirtió en una experiencia meditativa de introspección. La muerte continúa considerándose como una intervención deliberada y personal de Dios, y siguió así durante la Edad Media, dramatizada en el momento de la agonía, donde se alude a una lucha encontrada entre ángeles y demonios que se disputan el alma del que va a morir. Por eso era importante morir de “buena muerte”, para acceder a la esperanza de ganar el reino de los cielos.
Durante el Romanticismo, época en la que se exaltaban por igual pasiones violentas y emociones desbordadas, se tuvo una visión dramática de la muerte; aparecieron escenas de dolor frente a la muerte del otro, del ser amado. La muerte deja de estar asociada al mal, declina, aunque no desaparece la conexión entre esta y el pecado.
En el siglo XIX es “el otro mundo” el lugar de reunión entre aquellos que han sido separados por la muerte, la cual se comienza a dilucidar como algo demasiado horrendo como para tenerlo de manera constante en mente; comienza a ser un tema tabú. Sin embargo, Nancy O’Connor (2005) describe que a finales de ese mismo siglo lo más común era que la gente muriese en el hogar donde había habitado, dándose cuenta así de la proximidad de su muerte y teniendo con ello la oportunidad de terminar los asuntos emocionales de su vida en su ambiente familiar, lo que permitía también a los miembros de la familia y amigos decir adiós al ser querido, y contemplar la muerte como algo natural.
Actualmente, la muerte se vive socialmente como un tabú; no se debe hablar de ella incluso a aquellos que saben que están cerca de morir. Tal es el caso de los enfermos terminales, quienes acuden a los hospitales en un afán de luchar hasta lo último contra ella, sin importar lo adverso de las circunstancias; esto se debe al pensamiento inculcado por la Iglesia, según el cual existe un lugar llamado Infierno, donde van las personas malas que no cumplen con las reglas de la Iglesia, y donde las personas son quemadas y sufren; ese es el miedo del espíritu que aún no ha encontrado su misión, no ha encontrado el porqué de esta vida, y aún vive en el temor del niño. Incluso la palabra muerte puede volverse tabú; por ejemplo, en la tradición judía, está prohibido nombrar la muerte, pues se cree que uno la atrae al nombrarla.7 También durante sus velorios no pueden verse en espejos, y por eso tapan todos los espejos de las casas.
El espanto que produce la muerte tiene que ver con la separación que esta provoca rompiendo todo lazo, según la creencia occidental, con el ser querido. Para explicar, tomo el concepto de apego, ya que tiene que ver con esta difícil situación de la aceptación de la muerte del otro. Cuesta aceptar la muerte del otro, hay un fuerte apego a la vida que tenemos y conocemos, y un fuerte apego hacia el otro, no hay duda que de las relaciones sociales nacen los sentimientos, entre ellos el munay (amor) que nos une a los seres que nos rodean, y no estamos entrenados para aceptar la separación, el desapego; es difícil aceptar que el otro parta de nuestra vida, se nos enseñó a amar, a querer al otro, a compartir, pero no se nos ha enseñado a soltar, a dejar ir, no hemos trabajado el desapego, es por ello que nos duele y pensamos que nos abandonan.
De acuerdo con lo que plantea Santo Tomás (1950), la muerte es la separación del cuerpo y del alma. La causa natural de esta separación está en el cuerpo. Cuerpo y alma fueron creados para formar el compuesto hombre, el estado natural de aquella es la unión con este, como el estado natural de este es la unión con aquella. Por otro lado, afirma que el alma humana es espíritu y no muere, pues la muerte es un fenómeno natural que termina en la vuelta del cuerpo a la Tierra, mientras que la vida inmortal pertenece al alma. La separación del cuerpo y del alma que debía ser un fenómeno natural producido por la corruptibilidad del primero, pasa a ser un castigo y una sanación. Dios hizo al hombre inmortal pero le impuso la muerte como sanción. Tras la sanción vino la rehabilitación hecha por Cristo, rehabilitación que importa, entre otras cosas, la vuelta a la inmortalidad que se perdió al pecar. Santo Tomás da tres instancias por las cuales el hombre atraviesa la vida. La primera, el fin del hombre, este ya no existe, porque era el resultado de la unión del alma con el cuerpo y ahora están separados los dos. Segunda, el fin del cuerpo en su calidad de humano. El cuerpo persiste, pero es ya simple materia que vuelve a la Tierra, de la que tomó origen. Tercera, la pervivencia del alma en estado de inmortalidad; esta es la que hoy pervive como una entidad inmortal.
En lo relativo al culto a los muertos, encontramos las primeras referencias a esta práctica religiosa por los difuntos en el Antiguo Testamento. En el segundo libro de los Macabeos está escrito: “Mandó Juan Macabeo ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados” (2 Mac. 12, 46). La Iglesia cristiana primitiva acostumbraba a anotar a los hermanos difuntos en la díptica, formada por dos tablas plegables, con forma de libro, con los nombres de los muertos por quienes se había de orar. Pero desde sus inicios también los primeros cristianos celebraron el aniversario de la muerte de los mártires que se convertían en santos. Durante las persecuciones de Diocleciano, el número de mártires llegó a ser tan grande que la Iglesia sintió que estos deberían ser venerados y señaló un día en común para todos, en la actualidad el Día de Todos los Santos. Vale aclarar, como veremos más adelante, que las ceremonias andinas son prehispánicas y tienen otra connotación y otra relación de los vivos con los muertos.
En el curso del siglo IV, esta costumbre tomó la forma de un exceso, caracterizándose la fiesta de los difuntos por grandes borracheras y abusos. Ambrosio, el famoso obispo de Milán en Italia, fue el primero que prohibió expresamente las comidas funerarias. Agustín de Hipona, en el norte de África, tomó una posición más moderada: en una carta a su colega de Cártago, en el año 392, propone que se permita tener comidas o bebidas sobre las tumbas a condición de que se hagan con moderación y se las considere como limosnas para los pobres. Pero, a pesar de todos los esfuerzos contra estas costumbres no cristianas, los feligreses no aceptaban que a las almas solo se las pudiera ayudar por medio de la misa y la oración. Muchos cristianos seguían llevando comidas a los sepulcros. En algún momento esta costumbre desapareció en Europa. En el siglo VII, el obispo Isidoro de Sevilla instituyó una eucaristía especial para las almas del purgatorio. Finalmente, en el año 998, un abad dictaminó la conmemoración de todos los difuntos el día 2 de noviembre, un día después de Todos los Santos, que era fiesta general desde el siglo IX. En el siglo XIV, la eucaristía en sufragio de las almas y la visita a los cementerios del día 2 de noviembre se hizo general.
Los evangelizadores españoles conocían la celebración del 2 de noviembre y la introdujeron en América sin dificultad. Y en el año 1567, en una reunión de obispos en Lima, se ordenaron las siguientes normas para que se respete la Iglesia:
  1. Que ninguno se atreva a desenterrar los cuerpos de los indios difuntos.
  2. Que en las ofrendas por los difuntos, especialmente el día de las almas después de Todos los Santos, no se permita a malos indios ofrecer cosas cocidas o asadas, ni se dé ocasión para su error.
  3. Que no se hagan farsas ni juegos en la iglesia ni en el cementerio.
En este mes se sacan los difuntos de sus bóvedas que llaman Pacullo y le dan de comer y beber le bisten de sus bestidos rricos y le ponen plumas en la caveza, le cantan y bailan. (Guamán Poma de Ayala, 1980)
La Iglesia impuso sus días festivos sobre ritos andinos que ya existían en América. Hoy, de estos edictos u órdenes por parte de la Iglesia quedan huellas en algunos países, como Argentina, en el cementerio de Flores en la Ciudad de Buenos Aires, donde los pobladores de Bolivia, quechuas y aymaras, son requisados por la policía, y no pueden llevar variedad de alimentos a sus difuntos.8
Mientras que en el norte de Argentina y en Bolivia, la fiesta de los difuntos continúa siendo festejada con sus grandes demandas de comida, bebida y bailes, de esa manera recuerdan las antiguas tradiciones. Está claro que los rituales a los muertos nos dejan ver que hay una vida después de la muerte cuyas características parecen ser una prolongación de esta, de tal manera que los muertos requieren de los vivos, especialmente para lograr que el alma pueda desenvolverse en plenitud en el mundo de los muertos. Con este fin deben realizarse una serie de ritos que se ejecutan antes, durante y después del entierro, como preparar ofrendas y asumir actitudes que faciliten al alma para que pueda entrar en el “mundo de las almas”. De esta manera se reconfortan las relaciones entre los que viven en esta vida y los muertos.
Estos rituales mortuorios, en términos de Van Gennep (1909), son etapas de segregación, liminaridad y agregación. La segregación se inicia en el momento en que se declara la muerte, la liminaridad cubre un largo período que indica el tránsito entre el estado de viviente y el de muerto, la agregación se produce cuando el muerto ya es reconocido como tal, cuando ya su alejamiento es definitivo y su entrada en el mundo de los muertos está completamente acabada.
Una primera aproximación al tema y que parece común en ambas espiritualidades, la católica y la andina, es el hecho de que la muerte era entendida como el desprendimiento o la ruptura de algo que estuvo muy unido al cuerpo. Para los hombres y mujeres de las montañas andinas, podía ser el qamaqen, nuna,9 ajayu, y para los evangelizadores, el ánima o alma. Por lo tanto, la ceremonia de llamar al qamaqen era de suma necesidad por la relación que existe entre ambos, cadáver y qamaqen, cuerpo y alma, y la transformación que está pasando ese ser querido y donde la familia está acompañando ese proceso transitorio.

La muerte en el mundo andino

La idea de muerte10 en cualquier cultura es absolutamente diferente del concepto biológico de Occidente (Idoyaga Molina, 1983), por lo que es conveniente que nos acerquemos a las concepciones sobre la muerte propias de los actores sociales que nos incumben.
La concepción religiosa considera a la muerte como la separación del cuerpo y el alma. Por lo tanto, la muerte implicaría el final de la vida física pero no de la existencia. El cristianismo promete una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de Dios, de lo contrario se tendrá una existencia de refinadas torturas. Partes de estos conceptos son tomadas por la comunidad que nos ocupa ya que la evangelización dejó rastros imborrables. Por lo tanto, la muerte para la mujer y el hombre andino implicaría el final de la vida física pero no de la existencia. El mundo también se expresa en la visión de la muerte, en cuanto se percibe como una forma de vida que ocurre después de la muerte.
La muerte es considerada como un descanso relativo. “Descanso” es el término frecuente con que se refieren a la muerte de una persona en relación con su cuerpo; el espíritu del difunto, denominado “alma”, tendrá que afrontar en su nueva vida trabajos no exentos de sufrimiento. La expectativa de una existencia difícil después de la muerte no es motivo de desesperación. La muerte en las comunidades es asumida con gran naturalidad, sin ningún dramatismo. Cuando muere alguien “no te tienes que preocupar por la falta de dinero”, nos comentó Jesús Vargas en una entrevista en 2009, pues generalmente el difunto ya ha estado pagando su cajón, y la comunidad está atenta a las actividades que desata la muerte y a las necesidades de los familiares; todos se unen ante la muerte, se aproximan unos a otros, se reafianza la reciprocidad. “Solo partiendo de la idea de comunidad puede entenderse esta peculiar costumbre: cuando un miembro padece, también padece el otro”. En consecuencia, se desata una relación que afianza la comunidad, se da la reciprocidad, el intercambio de energías desde el compartir y servir. Según Gerardus van der Leeuw (1964), el hombre o la mujer que ha partido es un ser querido que ahora ocupa un lugar más especial, un lugar más importante, pasa a ser objeto de veneración religiosa, pertenece a aquellos que forman la comunidad de los fieles (oradores), pasa a ser el sujeto religioso. Así, el respeto del hombre o mujer que ha muerto vuelve a conducirnos a la idea de la comun...

Índice

  1. Cubierta
  2. Acerca de este libro
  3. Portada
  4. Prólogo. María Inés Palleiro
  5. Nota preliminar
  6. Introducción
  7. Capítulo 1. El significado de la muerte
  8. Capítulo 2. La muerte y los pasos rituales
  9. Capítulo 3. El luto y el duelo
  10. Capítulo 4. Río de purificación
  11. Capítulo 5. Ritos de despedida de las almas
  12. Capítulo 6. El cuerpo, el altar y su valor simbólico
  13. Capítulo 7. Construcción de imágenes del muerto
  14. Capítulo 8. En ritualidad constante
  15. Capítulo 9. El compadrazgo del Día de los Difuntos
  16. Consideraciones finales
  17. Agradecimientos
  18. Bibliografía
  19. Créditos